27 meses para el 27

Faltan 27 meses para que estemos en 2027. Concedo que la cifra con que marco un jalón de inicio podría haber sido otra: 26 meses, o 34. Pero 27 son las letras del alfabeto español y es poético pensar que Dios sí que juega a los dados con la creación literaria. Un símbolo es convencional, pero resulta representativo; un centenario es evocador, pero está vacío hasta que se llene de un contenido a la altura de aquello que se celebra. Estas líneas son mi petición de que el centenario de la generación del 27 sea planeado en América y España como exige su relevancia, y que en la preparación de la efeméride hagamos la deóntica previa que la trascendencia de ese grupo nos exige.

Podemos trivializar los centenarios y definirlos como la suma de 99 años de olvido y uno de recuerdo. Más o menos así resumía Jorge Luis Borges la aparente hipocresía de celebrar cien años de algo (“noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende”). Lo decía a propósito del tricentenario del fallecimiento del poeta cordobés Luis de Góngora que se preparaba para 1927 en Sevilla, en unos actos donde participaba un grupo de jóvenes poetas que, por buscar el norte de su inspiración, fueron al sur a retratarse en la capital hispalense y dieron lugar a la foto icónica de la generación del 27.

Desde su surgimiento hasta la actualidad, la bibliografía nos ha ido ampliando los perfiles de los integrantes del grupo del 27: hemos reivindicado a las mujeres que no salieron en la foto, hemos recuperado textos inéditos; en el canon se han consagrado o desplazado algunos de los autores. Pero, más allá de la valiosa investigación filológica sobre esta etapa, se ha mantenido lo que ya en su tiempo se percibió: la coincidencia feliz de talento, trabajo y ambiente histórico que fertilizó en el primer tercio del siglo XX en España y que dio lugar a creadores y creaciones que, en la literatura, las artes plásticas o la música fundaron o refundaron nuestra cultura. Cuando en las redes de la Universidad de Sevilla veía esta semana una sucesión de vídeos donde estudiantes y profesores recitaban versos del famoso Romance sonámbulo de Lorca (el “Verde que te quiero verde”) bajo el rótulo de #27ParaEl27 me admiraba imaginar cuánta gente que nunca ha leído ni memorizado poesía conoce estos versos, pese a su oscuridad.

En el siglo XXI, habituados a conmemorar aniversarios de renombre, e incluso habiendo celebrado ya el siglo de nacimiento de algunos de los miembros de este grupo, ¿qué sentido tiene dar un toque de corneta para ponderar los cien años de una foto donde no están todos los que fueron? No cabe otra manera de honrar el pasado del grupo del 27 que ponerlo a dialogar con nuestro presente para auspiciar un centenario que tenga contenido más allá de lo arqueológico. 2027 puede ser un buen año para reconciliarnos por fin con la memoria histórica, para buscar a las nuevas sinsombrero en las sinvelos, para redefinir sin populismo ni paternalismo nuestras relaciones intelectuales con la América hispanohablante, para diagnosticar el estado del mundo editorial un siglo después de las revistas que fundaron los miembros de este grupo. En todo ámbito donde hubo o hay cultura, los intelectuales de hace un siglo nos dieron ejemplo de novedad y esfuerzo.

Con 27 meses por delante, planteo la necesidad de que en este tiempo pensemos sobre el papel de las universidades entonces y ahora. Porque, lejos de estar despegadas del mundo de la creación, las universidades fueron para estos escritores un apoyo imprescindible, no una simple profesión de la que vivir. Desde el 27 se deja de alimentar el estereotipo romántico del escritor como figura maldita visitada por una inspiración arrebatada. La figura de los poetas-profesores (lo son varios de esta generación) hace convivir en una sola persona al creador y al intelectual, ayudando a que se valorase la escritura literaria como trabajo y dando lugar a que algunos de sus escritores ocuparan posiciones importantes dentro de las instituciones. El profesor universitario se hace cómplice de una vida cultural que transcurre fuera de su mundo laboral: muchos auspician la fundación de revistas y ayudan a imprentas dedicadas a la suicida misión de vivir de editar poesía. Se contagia al estudiantado el deber social que desde la Institución Libre de Enseñanza se exigía a quienes disfrutaban del privilegio de la educación. Que algo lanzado por esa generación se llame “misiones pedagógicas” no es caprichoso: esta es la época en que se despierta en la intelectualidad el interés por la pedagogía, y extender la educación se trata con el mismo compromiso que asume quien evangeliza. La universidad americana es el refugio de muchos de ellos cuando salen de España exiliados. Hay decenas de razones.

La llamada generación del 27 no es una suma de individualidades ni un mero grupo de amigos: la institución universitaria fue crucial en su desarrollo. Su universidad era otra universidad, cierto: en España no llegaban a una docena las universidades públicas (hoy son medio centenar), el número de estudiantes era menor, las mujeres universitarias eran una anécdota prometedora y las políticas de acceso a la educación superior alimentaban el sentido de élite entre los licenciados. Pero sobre ese panorama, los creadores del 27 dan una vuelta a lo que ellos ofrecen y demandan de la universidad.

Hoy tenemos una universidad con un alarmante absentismo, con un profesorado al que se han impuesto políticas de promoción que lo llevan a primar la publicación de investigaciones cortas y a no premiar la coordinación de actividades con los alumnos; la docencia pesa poco, la estadística de cuántos nos citan pesa más, tener alguna actividad de creación fuera de la universidad es munición para que el colega hostil sostenga el tópico de que el sitio del profesor está en la azotea sin vistas de la torre de marfil.

Desde Puerto Rico, en los años 40, en unas conferencias sobre la Defensa del estudiante y de la universidad, Pedro Salinas manifestaba: “No puede ser la Universidad una simple mandataria de la sociedad sino que debe ser algo más: una directora”. Tenemos 27 meses por delante para parecernos a lo mejor que tuvo, de manera fugaz y prometedora, esa universidad de hace casi cien años.

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 Podemos trivializar el centenario de aquel encuentro en Sevilla o podemos aprovecharlo para debatir sobre el presente y el futuro de la cultura española  

Faltan 27 meses para que estemos en 2027. Concedo que la cifra con que marco un jalón de inicio podría haber sido otra: 26 meses, o 34. Pero 27 son las letras del alfabeto español y es poético pensar que Dios sí que juega a los dados con la creación literaria. Un símbolo es convencional, pero resulta representativo; un centenario es evocador, pero está vacío hasta que se llene de un contenido a la altura de aquello que se celebra. Estas líneas son mi petición de que el centenario de la generación del 27 sea planeado en América y España como exige su relevancia, y que en la preparación de la efeméride hagamos la deóntica previa que la trascendencia de ese grupo nos exige.

Podemos trivializar los centenarios y definirlos como la suma de 99 años de olvido y uno de recuerdo. Más o menos así resumía Jorge Luis Borges la aparente hipocresía de celebrar cien años de algo (“noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende”). Lo decía a propósito del tricentenario del fallecimiento del poeta cordobés Luis de Góngora que se preparaba para 1927 en Sevilla, en unos actos donde participaba un grupo de jóvenes poetas que, por buscar el norte de su inspiración, fueron al sur a retratarse en la capital hispalense y dieron lugar a la foto icónica de la generación del 27.

Desde su surgimiento hasta la actualidad, la bibliografía nos ha ido ampliando los perfiles de los integrantes del grupo del 27: hemos reivindicado a las mujeres que no salieron en la foto, hemos recuperado textos inéditos; en el canon se han consagrado o desplazado algunos de los autores. Pero, más allá de la valiosa investigación filológica sobre esta etapa, se ha mantenido lo que ya en su tiempo se percibió: la coincidencia feliz de talento, trabajo y ambiente histórico que fertilizó en el primer tercio del siglo XX en España y que dio lugar a creadores y creaciones que, en la literatura, las artes plásticas o la música fundaron o refundaron nuestra cultura. Cuando en las redes de la Universidad de Sevilla veía esta semana una sucesión de vídeos donde estudiantes y profesores recitaban versos del famoso Romance sonámbulo de Lorca (el “Verde que te quiero verde”) bajo el rótulo de #27ParaEl27 me admiraba imaginar cuánta gente que nunca ha leído ni memorizado poesía conoce estos versos, pese a su oscuridad.

En el siglo XXI, habituados a conmemorar aniversarios de renombre, e incluso habiendo celebrado ya el siglo de nacimiento de algunos de los miembros de este grupo, ¿qué sentido tiene dar un toque de corneta para ponderar los cien años de una foto donde no están todos los que fueron? No cabe otra manera de honrar el pasado del grupo del 27 que ponerlo a dialogar con nuestro presente para auspiciar un centenario que tenga contenido más allá de lo arqueológico. 2027 puede ser un buen año para reconciliarnos por fin con la memoria histórica, para buscar a las nuevas sinsombrero en las sinvelos, para redefinir sin populismo ni paternalismo nuestras relaciones intelectuales con la América hispanohablante, para diagnosticar el estado del mundo editorial un siglo después de las revistas que fundaron los miembros de este grupo. En todo ámbito donde hubo o hay cultura, los intelectuales de hace un siglo nos dieron ejemplo de novedad y esfuerzo.

Con 27 meses por delante, planteo la necesidad de que en este tiempo pensemos sobre el papel de las universidades entonces y ahora. Porque, lejos de estar despegadas del mundo de la creación, las universidades fueron para estos escritores un apoyo imprescindible, no una simple profesión de la que vivir. Desde el 27 se deja de alimentar el estereotipo romántico del escritor como figura maldita visitada por una inspiración arrebatada. La figura de los poetas-profesores (lo son varios de esta generación) hace convivir en una sola persona al creador y al intelectual, ayudando a que se valorase la escritura literaria como trabajo y dando lugar a que algunos de sus escritores ocuparan posiciones importantes dentro de las instituciones. El profesor universitario se hace cómplice de una vida cultural que transcurre fuera de su mundo laboral: muchos auspician la fundación de revistas y ayudan a imprentas dedicadas a la suicida misión de vivir de editar poesía. Se contagia al estudiantado el deber social que desde la Institución Libre de Enseñanza se exigía a quienes disfrutaban del privilegio de la educación. Que algo lanzado por esa generación se llame “misiones pedagógicas” no es caprichoso: esta es la época en que se despierta en la intelectualidad el interés por la pedagogía, y extender la educación se trata con el mismo compromiso que asume quien evangeliza. La universidad americana es el refugio de muchos de ellos cuando salen de España exiliados. Hay decenas de razones.

La llamada generación del 27 no es una suma de individualidades ni un mero grupo de amigos: la institución universitaria fue crucial en su desarrollo. Su universidad era otra universidad, cierto: en España no llegaban a una docena las universidades públicas (hoy son medio centenar), el número de estudiantes era menor, las mujeres universitarias eran una anécdota prometedora y las políticas de acceso a la educación superior alimentaban el sentido de élite entre los licenciados. Pero sobre ese panorama, los creadores del 27 dan una vuelta a lo que ellos ofrecen y demandan de la universidad.

Hoy tenemos una universidad con un alarmante absentismo, con un profesorado al que se han impuesto políticas de promoción que lo llevan a primar la publicación de investigaciones cortas y a no premiar la coordinación de actividades con los alumnos; la docencia pesa poco, la estadística de cuántos nos citan pesa más, tener alguna actividad de creación fuera de la universidad es munición para que el colega hostil sostenga el tópico de que el sitio del profesor está en la azotea sin vistas de la torre de marfil.

Desde Puerto Rico, en los años 40, en unas conferencias sobre la Defensa del estudiante y de la universidad, Pedro Salinas manifestaba: “No puede ser la Universidad una simple mandataria de la sociedad sino que debe ser algo más: una directora”. Tenemos 27 meses por delante para parecernos a lo mejor que tuvo, de manera fugaz y prometedora, esa universidad de hace casi cien años.

 

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