Antonio Skármeta: el juego de la literatura

Cuando alguien célebre muere, quienes lo queríamos sentimos que su imagen se ve extrañamente resumida por los titulares, como si una mano hubiera alisado los pliegues de esa personalidad rica y compleja para volverla en cierto modo más convencional. Y justamente, no ha habido persona menos convencional que Antonio Skármeta. Los encuentros con él no eran ni típicos ni predecibles, todo lo contrario, eran un enjambre de sorpresas. Te esperaba como un niño vecino de cuadra, deseoso de inventar un nuevo juego que pudiera seguir ramificándose a lo largo de la tarde y de la noche. Podía tratarse de una conversación, o de una grabación para el Show de los libros. Cualquiera fuera la circunstancia, sentías que te tomaba de la mano y salía corriendo mientras gritaba: “Ven a jugar conmigo”. En las conversaciones despedía un refrescante ingenio coloquial, una mezcla de referencias de todo tipo con una ironía dulce, sanadora. En las grabaciones del Show, te sometía a situaciones insólitas con tal de apartarte de cualquier discurso aprendido y hacer brotar en ti un destello genuino. Grabamos en la azotea de un altísimo edificio, yo en el borde encañonado por la cámara que eran los ojos de Antonio queriendo sacarme la timidez propia de un escritor novato. Grabamos también de noche, en el frío de un jardín precordillerano y tuvimos que atender a los ruegos de la actriz que, vestida de novia, debía caer de espaldas en una fuente llena de algas. Grabamos en un estudio de la calle Guardia Vieja, una antigua discoteca, en cuyo envoltorio negro Antonio buscaba dar con el tono dramático adecuado. En fin, grabamos en la calle Nueva York, a la hora de mayor movimiento, yo perdido por completo, hasta que me encontré de frente con el actor que interpretaba uno de mis personajes y tuve que conversar con él en medio de esa barahúnda, con la risa de Antonio volando atrás al verme confundido.

Skármeta prestaba especial atención a las nuevas generaciones de escritores. Estaba atento a nuestros primeros escritos, algunos leídos en los talleres que dirigía, o aparecidos en una revista, en una antología, a propósito de un premio. Me atrevería a decir que fue uno de los impulsores de una nueva generación literaria, una generación “diversa”, con tantas mujeres como hombres y representantes de la diversidad sexual. Yo la llamo la generación del milenio. Él nos alentaba con sus lecturas y las opiniones favorables que daba sobre nuestros escritos en la prensa.

Quizá el recuerdo más especial que guardo de él, fue cuando decidió hacer un capítulo del Show acerca de la homosexualidad masculina en la literatura chilena de ese tiempo. Debió de ser el año 2000. Según recuerdo, sería el primer programa de televisión que pondría a la homosexualidad bajo una luz entusiasta y no como era la costumbre hasta entonces, una indagación de un mundo oscuro, depravado y peligroso. En el canal cundía el nerviosismo porque el programa podría entenderse como una promoción de esa ‘conducta’, asunto que seguramente indignaría al arzobispo de la época. En ese capítulo, un emplumado Lemebel leyó su célebre Manifiesto, recreamos uno de mis cuentos de Vidas vulnerables y Juan Pablo Sutherland habló en el parque Forestal de sus Ángeles Negros. El programa fue un éxito, diecisiete puntos de rating de once a doce de la noche. La mayor sintonía del Show en mucho tiempo. La audiencia quería saber de ese mundo con una mirada más humana y desprejuiciada. Y Antonio lo había intuido de antemano. Al día siguiente, me encontré con Pedro en el bar Liguria de Manuel Montt. Al salir, en una larga mesa de la terraza, se hallaba reunido un equipo de fútbol, todos vestidos con el mismo buzo azul y la misma insignia. Pedro y yo íbamos tomados del brazo, él maquillado, con tacos y una larga peluca negra. Algunos vocearon nuestros nombres, pero nadie se burló. Tuve el pálpito de que la mayoría habían visto el programa durante su concentración de la noche anterior.

Junto a esta cariñosa compañía, Skármeta nos abrazó con sus cuentos y novelas: Desnudo en el tejado, El ciclista del San Cristóbal, No pasó nada, Ardiente Paciencia y todos los que siguieron. Como dijo Alberto Fuguet, “se atrevió a explorar lo pop, el viaje, el cuerpo, los jóvenes y la felicidad, todos temas tabúes. No le tenía miedo a sonreír. Su prosa sonreía”. Así lo recordaremos, sonriendo, o riéndose de frentón, con su pluma o su cámara en mano, avivando el juego de la literatura.

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 No ha habido persona menos convencional que Antonio Skármeta. Los encuentros con él no eran ni típicos ni predecibles, todo lo contrario, eran un enjambre de sorpresas  

Cuando alguien célebre muere, quienes lo queríamos sentimos que su imagen se ve extrañamente resumida por los titulares, como si una mano hubiera alisado los pliegues de esa personalidad rica y compleja para volverla en cierto modo más convencional. Y justamente, no ha habido persona menos convencional que Antonio Skármeta. Los encuentros con él no eran ni típicos ni predecibles, todo lo contrario, eran un enjambre de sorpresas. Te esperaba como un niño vecino de cuadra, deseoso de inventar un nuevo juego que pudiera seguir ramificándose a lo largo de la tarde y de la noche. Podía tratarse de una conversación, o de una grabación para el Show de los libros. Cualquiera fuera la circunstancia, sentías que te tomaba de la mano y salía corriendo mientras gritaba: “Ven a jugar conmigo”. En las conversaciones despedía un refrescante ingenio coloquial, una mezcla de referencias de todo tipo con una ironía dulce, sanadora. En las grabaciones del Show, te sometía a situaciones insólitas con tal de apartarte de cualquier discurso aprendido y hacer brotar en ti un destello genuino. Grabamos en la azotea de un altísimo edificio, yo en el borde encañonado por la cámara que eran los ojos de Antonio queriendo sacarme la timidez propia de un escritor novato. Grabamos también de noche, en el frío de un jardín precordillerano y tuvimos que atender a los ruegos de la actriz que, vestida de novia, debía caer de espaldas en una fuente llena de algas. Grabamos en un estudio de la calle Guardia Vieja, una antigua discoteca, en cuyo envoltorio negro Antonio buscaba dar con el tono dramático adecuado. En fin, grabamos en la calle Nueva York, a la hora de mayor movimiento, yo perdido por completo, hasta que me encontré de frente con el actor que interpretaba uno de mis personajes y tuve que conversar con él en medio de esa barahúnda, con la risa de Antonio volando atrás al verme confundido.

Skármeta prestaba especial atención a las nuevas generaciones de escritores. Estaba atento a nuestros primeros escritos, algunos leídos en los talleres que dirigía, o aparecidos en una revista, en una antología, a propósito de un premio. Me atrevería a decir que fue uno de los impulsores de una nueva generación literaria, una generación “diversa”, con tantas mujeres como hombres y representantes de la diversidad sexual. Yo la llamo la generación del milenio. Él nos alentaba con sus lecturas y las opiniones favorables que daba sobre nuestros escritos en la prensa.

Quizá el recuerdo más especial que guardo de él, fue cuando decidió hacer un capítulo del Show acerca de la homosexualidad masculina en la literatura chilena de ese tiempo. Debió de ser el año 2000. Según recuerdo, sería el primer programa de televisión que pondría a la homosexualidad bajo una luz entusiasta y no como era la costumbre hasta entonces, una indagación de un mundo oscuro, depravado y peligroso. En el canal cundía el nerviosismo porque el programa podría entenderse como una promoción de esa ‘conducta’, asunto que seguramente indignaría al arzobispo de la época. En ese capítulo, un emplumado Lemebel leyó su célebre Manifiesto, recreamos uno de mis cuentos de Vidas vulnerables y Juan Pablo Sutherland habló en el parque Forestal de sus Ángeles Negros. El programa fue un éxito, diecisiete puntos de rating de once a doce de la noche. La mayor sintonía del Show en mucho tiempo. La audiencia quería saber de ese mundo con una mirada más humana y desprejuiciada. Y Antonio lo había intuido de antemano. Al día siguiente, me encontré con Pedro en el bar Liguria de Manuel Montt. Al salir, en una larga mesa de la terraza, se hallaba reunido un equipo de fútbol, todos vestidos con el mismo buzo azul y la misma insignia. Pedro y yo íbamos tomados del brazo, él maquillado, con tacos y una larga peluca negra. Algunos vocearon nuestros nombres, pero nadie se burló. Tuve el pálpito de que la mayoría habían visto el programa durante su concentración de la noche anterior.

Junto a esta cariñosa compañía, Skármeta nos abrazó con sus cuentos y novelas: Desnudo en el tejado, El ciclista del San Cristóbal, No pasó nada, Ardiente Paciencia y todos los que siguieron. Como dijo Alberto Fuguet, “se atrevió a explorar lo pop, el viaje, el cuerpo, los jóvenes y la felicidad, todos temas tabúes. No le tenía miedo a sonreír. Su prosa sonreía”. Así lo recordaremos, sonriendo, o riéndose de frentón, con su pluma o su cámara en mano, avivando el juego de la literatura.

Pablo Simonetti es escritor chileno, cofundador de la Fundación Iguales y hoy parte de su directorio

 

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