Era un departamento sin estilo en las torres de edificios de los años setenta que rodean el hospital Calvo Mackenna. Ahí Adrián Solar y Antonio Skármeta entrevistaban a los postulantes al taller que este último dictaría ese año 1989 para de alguna manera celebrar su retorno a Chile después de un largo y fértil exilio en Alemania. Tenía yo 19 años. Me sentía solo contra todos, y concebía la idea de que los espejos nos mentían y que se habían puesto de acuerdo para reflejar otro rostro que no era el nuestro.
Debí recordarle el personaje de su novela No pasó nada (1978), protagonizada por un joven exiliado que vive la doble extranjería de venir de Chile y de ser adolescente en Alemania. Como en muchas de sus novelas y cuentos, el joven encuentra su lugar peleando y abrazándose con el mundo, cosa esta que me había parecido imperdonable cuando, adolescente y exiliado yo también, lo leí en Paris. Me cuidé mucho de decírselo, y pensé que sería olvidado entre los 188 postulantes de este taller donde lo único que se nos prohibía era tener más de 30 años. Unas semanas después llegó la carta de aceptación y mi vida cambió.
La generosidad era el signo bajo el que Skármeta decidió vivir su vida. La entrega a los demás, la sorpresa y la curiosidad por el otro, todo eso de una manera rotunda, gigante, que era la de su cuerpo perfectamente construido para los rudos inviernos y dulces veranos de la Croacia de la que venían sus padres. Todo eso chocaba esencialmente con la mezquindad empequeñecida chilena que lo trató siempre un poco, si no como un extranjero, sí como a un extraño. Producto puro y duro de la meritocracia laica chilena —Instituto Nacional, Universidad de Chile— los laberintos y minas antipersonales de las clases sociales le eran absoluta y voluntariamente ajenas. Era astuto y previsor, pero en cuanto a su país y sus escritores no calculaba casi nada. Le resultaba entonces perfectamente lógico que al volver al país recién liberado a la dictadura ocupara lo mejor de su tiempo en dictar un taller para los escritores jóvenes seleccionado en un concurso. Taller en que, por cierto, gracias al aporte de una ONG alemana, nos pagaban por asistir. El primer dinero que cobré en mi vida, engañoso estipendio que me hizo creer que así de simple y feliz y rentable sería mi vida de escritor.
Eso fue justamente lo primero que aprendí en este taller del Goethe Institut, a no avergonzarme de ser escritor, a serlo sin falsa modestia ni falsa soberbia. Skármeta era eso, escritor y nada más (ni nada menos) que escritor, aunque para él, ser escritor consistía también en dirigir cine, radioteatros, animar su propio programa de televisión, o incluso ser embajador. En todos esos diversos oficios nunca se olvidaba de encontrarle un premio, una beca, o simplemente de presentar escritores, directores de cine, poetas y académicos que sin parar descubría, arrastrando con él a toda su arca de Noé de artistas varios. Recuerdo cuando para premiar a Juan Villoro me obligó a fingir de que era un especialista en su obra, de la que no había leído para entonces ni un solo libro. No había internet y los únicos libros disponibles de Juan eran dos libros infantiles. Por suerte la conferencia se anuló, pero no la comida donde conocí a Juan que sería también uno de esos amigos imprescindibles que te regalaba Antonio por el solo furor de que se quisieran los que él quería.
Sus libros hablaban de eso, del encuentro de un cartero enamorado con Pablo Neruda que le hace de celestino, o el de un ciclista con el misticismo de Santa Teresa, la del gordo del curso con la revolución. Esa revolución, la Unidad Popular, que Skármeta vivió desde el entusiasmo, título de unos de sus libros de cuento y resumen de la energía que mejor lo define. Una revolución que en su cabeza era más hija de James Dean y John Lennon que del Che o Carlos Marx. Una revolución sin rabia y casi sin violencia donde desnudo sobre el tejado podríamos de alguna forma liberar esos impulsos de inocente libertad que guían a tantos de sus personajes hacia su propia redención.
La literatura de Skármeta es una literatura de la libertad y la generosidad, una libertad y una generosidad que por algunos minutos logra sobreponerse a los demonios, los miedos, los terrores nocturnos y diurnos de su tiempo y del mío. Un mensaje lleno de claridad y de caridad en el que confieso, esperaba yo siempre que apareciera la trampa, el lado oscuro de la luna, sin encontrarme más que esa torpeza de niño crecido de golpe y hacia todos lados en perpetua disposición al juego que me regalo, a mí y a tantos más, la posibilidad de seguir con las palabras y contra ellas, jugando todos los juegos.
La literatura de Skármeta es una literatura de la libertad y la generosidad, una libertad y una generosidad que por algunos minutos logra sobreponerse a los demonios, los miedos, los terrores nocturnos y diurnos de su tiempo y del mío
Era un departamento sin estilo en las torres de edificios de los años setenta que rodean el hospital Calvo Mackenna. Ahí Adrián Solar y Antonio Skármeta entrevistaban a los postulantes al taller que este último dictaría ese año 1989 para de alguna manera celebrar su retorno a Chile después de un largo y fértil exilio en Alemania. Tenía yo 19 años. Me sentía solo contra todos, y concebía la idea de que los espejos nos mentían y que se habían puesto de acuerdo para reflejar otro rostro que no era el nuestro.
Debí recordarle el personaje de su novela No pasó nada (1978), protagonizada por un joven exiliado que vive la doble extranjería de venir de Chile y de ser adolescente en Alemania. Como en muchas de sus novelas y cuentos, el joven encuentra su lugar peleando y abrazándose con el mundo, cosa esta que me había parecido imperdonable cuando, adolescente y exiliado yo también, lo leí en Paris. Me cuidé mucho de decírselo, y pensé que sería olvidado entre los 188 postulantes de este taller donde lo único que se nos prohibía era tener más de 30 años. Unas semanas después llegó la carta de aceptación y mi vida cambió.
La generosidad era el signo bajo el que Skármeta decidió vivir su vida. La entrega a los demás, la sorpresa y la curiosidad por el otro, todo eso de una manera rotunda, gigante, que era la de su cuerpo perfectamente construido para los rudos inviernos y dulces veranos de la Croacia de la que venían sus padres. Todo eso chocaba esencialmente con la mezquindad empequeñecida chilena que lo trató siempre un poco, si no como un extranjero, sí como a un extraño. Producto puro y duro de la meritocracia laica chilena —Instituto Nacional, Universidad de Chile— los laberintos y minas antipersonales de las clases sociales le eran absoluta y voluntariamente ajenas. Era astuto y previsor, pero en cuanto a su país y sus escritores no calculaba casi nada. Le resultaba entonces perfectamente lógico que al volver al país recién liberado a la dictadura ocupara lo mejor de su tiempo en dictar un taller para los escritores jóvenes seleccionado en un concurso. Taller en que, por cierto, gracias al aporte de una ONG alemana, nos pagaban por asistir. El primer dinero que cobré en mi vida, engañoso estipendio que me hizo creer que así de simple y feliz y rentable sería mi vida de escritor.
Eso fue justamente lo primero que aprendí en este taller del Goethe Institut, a no avergonzarme de ser escritor, a serlo sin falsa modestia ni falsa soberbia. Skármeta era eso, escritor y nada más (ni nada menos) que escritor, aunque para él, ser escritor consistía también en dirigir cine, radioteatros, animar su propio programa de televisión, o incluso ser embajador. En todos esos diversos oficios nunca se olvidaba de encontrarle un premio, una beca, o simplemente de presentar escritores, directores de cine, poetas y académicos que sin parar descubría, arrastrando con él a toda su arca de Noé de artistas varios. Recuerdo cuando para premiar a Juan Villoro me obligó a fingir de que era un especialista en su obra, de la que no había leído para entonces ni un solo libro. No había internet y los únicos libros disponibles de Juan eran dos libros infantiles. Por suerte la conferencia se anuló, pero no la comida donde conocí a Juan que sería también uno de esos amigos imprescindibles que te regalaba Antonio por el solo furor de que se quisieran los que él quería.
Sus libros hablaban de eso, del encuentro de un cartero enamorado con Pablo Neruda que le hace de celestino, o el de un ciclista con el misticismo de Santa Teresa, la del gordo del curso con la revolución. Esa revolución, la Unidad Popular, que Skármeta vivió desde el entusiasmo, título de unos de sus libros de cuento y resumen de la energía que mejor lo define. Una revolución que en su cabeza era más hija de James Dean y John Lennon que del Che o Carlos Marx. Una revolución sin rabia y casi sin violencia donde desnudo sobre el tejado podríamos de alguna forma liberar esos impulsos de inocente libertad que guían a tantos de sus personajes hacia su propia redención.
La literatura de Skármeta es una literatura de la libertad y la generosidad, una libertad y una generosidad que por algunos minutos logra sobreponerse a los demonios, los miedos, los terrores nocturnos y diurnos de su tiempo y del mío. Un mensaje lleno de claridad y de caridad en el que confieso, esperaba yo siempre que apareciera la trampa, el lado oscuro de la luna, sin encontrarme más que esa torpeza de niño crecido de golpe y hacia todos lados en perpetua disposición al juego que me regalo, a mí y a tantos más, la posibilidad de seguir con las palabras y contra ellas, jugando todos los juegos.
Rafael Gumucio es escitor chileno