Cada abril nace abril

Queriendo ser el mismo mes de siempre, cada abril es mes que nace intacto e inédito. Irreconocible en el azar impredecible del transcurrir de sus días. En 1987 empecé con la sana enfermedad de dedicarle abriles a la lectura del Quijote de Cervantes; no es raro ni inesperado que cada año que pasa sus páginas alguien-algunos-ésas o ellos me espeten o reclamen que se trata de una pérdida de tiempo y buscan cuadrículas psicoanalíticas a lo que les parece obsesión, pero en realidad se trata de un plan de evasión, un placer insondable que me alivia de tanta necedad y mentira en derredor.

La costumbre de abriles empezó a sugerencia, reto o desafío de Carlos Fuentes que en un fugaz encuentro en Madrid compartió que él mismo leía el Quijote todos los abriles como homenaje a William Faulkner que hacía lo mismo, pero en “el original en inglés” diría Borges en broma. Además, hace este abril 38 años que llegaba yo a España con la ilusión de doctorarme en Historia con mayúscula, comerme el mundo a puños y conquistar la Alhambra en Granada, pero sin haber leído la más grande novela jamás contada. De muy guanajuatera manera citaba lo que yo creía que eran pasajes de párrafos en tinta de Cervantes, siendo no más que escenas vistas y revistas en la versión cinematográfica protagonizada por Fernando Fernán Gómez como El Caballero de la Triste Figura y nada menos que Mario Moreno Cantinflas en el papel de Sancho, efímero gobernador de la Ínsula Barataria.

No andaba yo solo en mi desvarío y desatino: hay miles de hipnotizados con el ensueño quijotesco que basan su imán en El hombre de la Mancha, musical de Broadway luego llevado a la pantalla con Peter O`Toole como Alonso Quijano y nada menos que Sophia Loren como la majestuosa Aldonza Lorenzo, convertida ya para siempre en Dulcinea del Toboso. Mención aparte merecen mis primas y primastras que eligieron como música de su cotillón la canción “El sueño imposible” de esa versión teatral y cinematográfica e incluso, alguna que otra que pidió esa canción para abrir el baile en sus bodas (pésima metáfora premonitoria no sólo de una desastrosa luna de miel donde la disfunción eréctil ansía el imposible sueño… sino quizá también sendero para el futuro divorcio en próximos abriles.)

Treinta y ocho abriles dan cuenta de que he leído el mismo libro en dos partes, siendo ambas diferentes y distintas cada abril, como cerezos que florean libre e independientemente en una entrañable rotonda donde hace manga el río Potomac y que cada primavera de mi infancia inauguraba eso que llaman primavera, cada año ajeno al anterior y en vilo ante los posibles futuros. Así que he leído desde los 25 años de edad una novela que se renueva en la medida en la que no soy el mismo de abril a abril; la he leído en variadas ediciones, en facsímil de las primeras ediciones, en pantalla de tableta electrónica y a través de los oídos en audiolibros maravillosos y la he leído ebrio y crudo (sobrio desde hace 24 años), a dos voces con mi hijo Sebastián y como mudo testigo de cuando Santi la leyó a solas. La leo en silencio e intercalo año con año pasajes en voz alta, intentando imitar a un ventero o cabrero, a los propios héroes protagonistas y al bachiller Sansón Carrasco.

Cada abril es otro abril al revisar los subrayados que tracé en dos colores cuando mi atención se concentraba en líneas y palabras que ya con canas no me llaman la atención y cada abril es otro abril en la desaceleración de mis propios pasos al caminar sus páginas. La he leído en visitas in situ, ya en el propio Toboso como en Argamasilla, Toledo e incluso en las ya pavimentadas playas de Barcelona donde Don Quijote tuvo a mal sucumbir ante los embates del Caballero de los Espejos o ¿era el de la Blanca Luna?; he recorrido el paisaje de La Mancha y confirmo -uno y otro abril- la sabia conducción de una lectura en tiempos del doctorando que fui y sigo siendo, cuando mi admirado Don José Cepeda Adán -Maestro con mayúsculas y Emérito Complutense- guió a sus alumnos línea a línea con la lente “Entre el ensueño y la realidad”.

Entre las maravillas de esa óptica, Cepeda Adán acotaba con precisión la llegada a España de los molinos de viento desde Flandes, la conciencia de que un loco armado caballero oxidado se da a las aventuras en pleno verano manchego con temperaturas que incluso hoy en día con aire acondicionado en un vehículo alquilado para simular ser Rocinante confirman firmemente que todo mollino de viento parece gigante por el marasmo de un golpe de calor. Además, Cepeda contextualizaba con sabiduría que el hidalgo enloquecido llamado Alonso Quijano que “frisaba la edad de cincuenta” y llevaba meses si no es que años encerrado en libros de caballerías jamás habría visto un molino de viento, a contrapelo de su improvisado escudero llamado Sancho Panza, quien seguramente no sólo había visto molinos sino aprovecharlos para la trilla del trigo. Para el paisano o paleto de la realidad esas inmensas máquinas que se mueven con el aire son no más que tecnología emergente de uso cotidiano, mientras que para la estulticia del enamorado infatuado, el lector absorbido y el soñador delirante son sin duda alguna gigantes a vencer o convencer.

Hay abriles en que Toledo fue mi sede y centro para recorrer la lectura en papel y a pie, en excursiones concéntricas por las viejas ventas, los castillos de Belmonte y el sueño llamado Almagro. Hay abriles en que por el calorón y los desvelos yo mismo iba leyendo en tiempo real el espejismo de los modernos gigantes de la energía eólica y las hectáreas increíbles de las placas solares que parecen tropas de La guerra de las galaxias… y llega hoy un nuevo abril en el que ya descubrí nuevas aristas y vírgenes senderos apenas leo o releo las páginas en esa misma novela que siempre que renace cada abril como inédita, espejo fidedigno de que todo lector puede asumir el reto milagroso de intentar ser mejor persona, renovado y curado de espanto, para que el espejo nos confirme que Uno ya es Otro.

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 En 1987 empecé con la sana enfermedad de dedicarle abriles a la lectura del Quijote de Cervantes, un placer insondable que me alivia de tanta necedad y mentira en derredor  

Queriendo ser el mismo mes de siempre, cada abril es mes que nace intacto e inédito. Irreconocible en el azar impredecible del transcurrir de sus días. En 1987 empecé con la sana enfermedad de dedicarle abriles a la lectura del Quijote de Cervantes; no es raro ni inesperado que cada año que pasa sus páginas alguien-algunos-ésas o ellos me espeten o reclamen que se trata de una pérdida de tiempo y buscan cuadrículas psicoanalíticas a lo que les parece obsesión, pero en realidad se trata de un plan de evasión, un placer insondable que me alivia de tanta necedad y mentira en derredor.

La costumbre de abriles empezó a sugerencia, reto o desafío de Carlos Fuentes que en un fugaz encuentro en Madrid compartió que él mismo leía el Quijote todos los abriles como homenaje a William Faulkner que hacía lo mismo, pero en “el original en inglés” diría Borges en broma. Además, hace este abril 38 años que llegaba yo a España con la ilusión de doctorarme en Historia con mayúscula, comerme el mundo a puños y conquistar la Alhambra en Granada, pero sin haber leído la más grande novela jamás contada. De muy guanajuatera manera citaba lo que yo creía que eran pasajes de párrafos en tinta de Cervantes, siendo no más que escenas vistas y revistas en la versión cinematográfica protagonizada por Fernando Fernán Gómez como El Caballero de la Triste Figura y nada menos que Mario Moreno Cantinflas en el papel de Sancho, efímero gobernador de la Ínsula Barataria.

No andaba yo solo en mi desvarío y desatino: hay miles de hipnotizados con el ensueño quijotesco que basan su imán en El hombre de la Mancha, musical de Broadway luego llevado a la pantalla con Peter O`Toole como Alonso Quijano y nada menos que Sophia Loren como la majestuosa Aldonza Lorenzo, convertida ya para siempre en Dulcinea del Toboso. Mención aparte merecen mis primas y primastras que eligieron como música de su cotillón la canción “El sueño imposible” de esa versión teatral y cinematográfica e incluso, alguna que otra que pidió esa canción para abrir el baile en sus bodas (pésima metáfora premonitoria no sólo de una desastrosa luna de miel donde la disfunción eréctil ansía el imposible sueño… sino quizá también sendero para el futuro divorcio en próximos abriles.)

Treinta y ocho abriles dan cuenta de que he leído el mismo libro en dos partes, siendo ambas diferentes y distintas cada abril, como cerezos que florean libre e independientemente en una entrañable rotonda donde hace manga el río Potomac y que cada primavera de mi infancia inauguraba eso que llaman primavera, cada año ajeno al anterior y en vilo ante los posibles futuros. Así que he leído desde los 25 años de edad una novela que se renueva en la medida en la que no soy el mismo de abril a abril; la he leído en variadas ediciones, en facsímil de las primeras ediciones, en pantalla de tableta electrónica y a través de los oídos en audiolibros maravillosos y la he leído ebrio y crudo (sobrio desde hace 24 años), a dos voces con mi hijo Sebastián y como mudo testigo de cuando Santi la leyó a solas. La leo en silencio e intercalo año con año pasajes en voz alta, intentando imitar a un ventero o cabrero, a los propios héroes protagonistas y al bachiller Sansón Carrasco.

Cada abril es otro abril al revisar los subrayados que tracé en dos colores cuando mi atención se concentraba en líneas y palabras que ya con canas no me llaman la atención y cada abril es otro abril en la desaceleración de mis propios pasos al caminar sus páginas. La he leído en visitas in situ, ya en el propio Toboso como en Argamasilla, Toledo e incluso en las ya pavimentadas playas de Barcelona donde Don Quijote tuvo a mal sucumbir ante los embates del Caballero de los Espejos o ¿era el de la Blanca Luna?; he recorrido el paisaje de La Mancha y confirmo -uno y otro abril- la sabia conducción de una lectura en tiempos del doctorando que fui y sigo siendo, cuando mi admirado Don José Cepeda Adán -Maestro con mayúsculas y Emérito Complutense- guió a sus alumnos línea a línea con la lente “Entre el ensueño y la realidad”.

Entre las maravillas de esa óptica, Cepeda Adán acotaba con precisión la llegada a España de los molinos de viento desde Flandes, la conciencia de que un loco armado caballero oxidado se da a las aventuras en pleno verano manchego con temperaturas que incluso hoy en día con aire acondicionado en un vehículo alquilado para simular ser Rocinante confirman firmemente que todo mollino de viento parece gigante por el marasmo de un golpe de calor. Además, Cepeda contextualizaba con sabiduría que el hidalgo enloquecido llamado Alonso Quijano que “frisaba la edad de cincuenta” y llevaba meses si no es que años encerrado en libros de caballerías jamás habría visto un molino de viento, a contrapelo de su improvisado escudero llamado Sancho Panza, quien seguramente no sólo había visto molinos sino aprovecharlos para la trilla del trigo. Para el paisano o paleto de la realidad esas inmensas máquinas que se mueven con el aire son no más que tecnología emergente de uso cotidiano, mientras que para la estulticia del enamorado infatuado, el lector absorbido y el soñador delirante son sin duda alguna gigantes a vencer o convencer.

Hay abriles en que Toledo fue mi sede y centro para recorrer la lectura en papel y a pie, en excursiones concéntricas por las viejas ventas, los castillos de Belmonte y el sueño llamado Almagro. Hay abriles en que por el calorón y los desvelos yo mismo iba leyendo en tiempo real el espejismo de los modernos gigantes de la energía eólica y las hectáreas increíbles de las placas solares que parecen tropas de La guerra de las galaxias… y llega hoy un nuevo abril en el que ya descubrí nuevas aristas y vírgenes senderos apenas leo o releo las páginas en esa misma novela que siempre que renace cada abril como inédita, espejo fidedigno de que todo lector puede asumir el reto milagroso de intentar ser mejor persona, renovado y curado de espanto, para que el espejo nos confirme que Uno ya es Otro.

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