La fascinación es visual y es escrita, ambas enredadas y simbióticas, eróticamente entrelazadas como si no hubiese modo humano de separar al sujeto Miquel Barceló del pintor Miquel Barceló. Sus murrias y recuerdos, sus confidencias y evocaciones destilan una franqueza desarmante y sin impostura, suelta, libre, arrebatada y también exaltada porque nace de largas conversaciones con la editora del libro para Mercure de France, Colette Fellous, y se cuece en la morosidad de decidir la reproducción de dibujos, pinturas, trastos, rincones, papeles, paisajes, objetos que han decidido seleccionar para que el espectador y el lector se sientan en una simbiosis extrañísima.
Reunidos el dibujo, la figura, la pintura y la palabra —Barceló es un excelente escritor poco pródigo—, el libro delata que lee, lee, lee, y de vez en cuando pinta en un taller saturado de la luz de Mallorca con el mar al fondo tras una enorme cristalera, el jardín más cerca y las bestias, la tierra, las rocas, los árboles y la pintura pegadas a la nariz, a los ojos y a la piel. Ningún libro hoy sumerge al lector de forma tan directa e íntima en la vida vivida, doméstica, infantil y todavía libérrima en la madurez de este extraordinario pintor que da vida suntuosa y exaltante a las plazas de toros y a las bibliotecas, a los fondos submarinos y a los desiertos, a las figuras levitantes de África y a la zoología enigmática de los mares.
Y todo eso no está solo en las confidencias compartidas y conversadas, sino en las extraordinarias ilustraciones. Algunas de ellas con sus textos breves pudimos avanzarlas en TintaLibre de abril, cuando el libro no tenía edición todavía española (hoy en catalán y en castellano); el lector ahora las tiene completas y con sus breverías y sus intimidades. La lista a lápiz de sus autores de referencia, reproducida en el libro, rivaliza con la lista más eximia de cualquier eximio escritor entre los eximios, pero es simplemente la lista de un lector con criterio, gusto y calidad: del Quijote en cabeza hasta Borges, de Teresa de Jesús a Montaigne o Góngora, que es de quien procede el verso que da título al libro y que es el mismo que llevaba en su edición francesa, tal cual. Lo que agradecerán muchos lectores es la confidencia de una foto del niño que sabe a los 14 años que será pintor (con una camiseta de color naranja en la fotografía en blanco y negro), mientras sigue saliendo a pescar en barca y narcotizado por el olor a podrido de las algas, los restos de pescado, el combustible y la madera mojada. Por eso se llevó a Ginebra para pintar el techo de la sala de los Derechos Humanos de la ONU un pote con ese pestamen insoportable, y encima no es trola fantaseada de pintor sobrecalentado, sino rastro material de una raíz de tierra y mar que está en tantas de sus pinturas y sus esculturas.
Notas de cuadernos, bocetos sin forma, figuras suspendidas, destellos de agua en el desierto, figuras animales fugaces o escenas iluminadas de color en un mercado o una calle están explicados por Barceló sin postureo ni otra alquimia que la de la sorpresa hipnótica y la mirada enganchada a la realidad material y vegetal de Mali o de Mallorca. Entre la aventura portuguesa siendo muy joven, hasta un nomadismo menos caprichoso de lo que parece, la potencia creativa de Barceló aparece en este libro con la humildad de lo doméstico y cotidiano, del azar, el capricho y el placer de pintar y hacer con las manos figuras, relieves, monstruos de barro y juegos, juegos, juegos con los ojos y con las manos manchadas, siempre manchadas de pintura o de barro. La gigantesca mesa de su despacho saturada de papeles y figuras —y siempre cerca un ejemplar de EL PAÍS del día— apenas deja espacio para nada que no sea un cuaderno cuajado de dibujos, de peces vivos, de flores, de plazas de toros con sus figuras humana y animal diminutas en el centro de la arena, o los frisos de la fauna submarina tratada con la condensación gráfica de la vegetación.
¿De sí mismo habla? Sin parar. Habla de la persona, de su padre y de su madre —fallecida hace unos meses—, de su infancia callejera y asilvestrada, de la pasión de la lectura y el vicio a veces compulsivo de la escritura —casi siempre en francés, como en las hojas de diario que reproduce el libro—, incluida la escritura sobre la pintura o el dibujo o el mero color blanco. No sé lo que vale el libro y que a nadie le importe: el festival de imágenes, fotografías, reproducciones y textos confesionales o reflexivos destila todas las formas del erotismo posible, de la candidez inmaculada a la sensualidad crepuscular o el estallido orgásmico del animal. Puro sexo.
Notas de cuadernos, bocetos sin forma, figuras suspendidas, destellos de agua en el desierto, figuras animales fugaces o escenas iluminadas de color en un mercado o una calle están explicados por el artista mallorquín sin postureo
La fascinación es visual y es escrita, ambas enredadas y simbióticas, eróticamente entrelazadas como si no hubiese modo humano de separar al sujeto Miquel Barceló del pintor Miquel Barceló. Sus murrias y recuerdos, sus confidencias y evocaciones destilan una franqueza desarmante y sin impostura, suelta, libre, arrebatada y también exaltada porque nace de largas conversaciones con la editora del libro para Mercure de France, Colette Fellous, y se cuece en la morosidad de decidir la reproducción de dibujos, pinturas, trastos, rincones, papeles, paisajes, objetos que han decidido seleccionar para que el espectador y el lector se sientan en una simbiosis extrañísima.
Reunidos el dibujo, la figura, la pintura y la palabra —Barceló es un excelente escritor poco pródigo—, el libro delata que lee, lee, lee, y de vez en cuando pinta en un taller saturado de la luz de Mallorca con el mar al fondo tras una enorme cristalera, el jardín más cerca y las bestias, la tierra, las rocas, los árboles y la pintura pegadas a la nariz, a los ojos y a la piel. Ningún libro hoy sumerge al lector de forma tan directa e íntima en la vida vivida, doméstica, infantil y todavía libérrima en la madurez de este extraordinario pintor que da vida suntuosa y exaltante a las plazas de toros y a las bibliotecas, a los fondos submarinos y a los desiertos, a las figuras levitantes de África y a la zoología enigmática de los mares.
Y todo eso no está solo en las confidencias compartidas y conversadas, sino en las extraordinarias ilustraciones. Algunas de ellas con sus textos breves pudimos avanzarlas en TintaLibre de abril, cuando el libro no tenía edición todavía española (hoy en catalán y en castellano); el lector ahora las tiene completas y con sus breverías y sus intimidades. La lista a lápiz de sus autores de referencia, reproducida en el libro, rivaliza con la lista más eximia de cualquier eximio escritor entre los eximios, pero es simplemente la lista de un lector con criterio, gusto y calidad: del Quijote en cabeza hasta Borges, de Teresa de Jesús a Montaigne o Góngora, que es de quien procede el verso que da título al libro y que es el mismo que llevaba en su edición francesa, tal cual. Lo que agradecerán muchos lectores es la confidencia de una foto del niño que sabe a los 14 años que será pintor (con una camiseta de color naranja en la fotografía en blanco y negro), mientras sigue saliendo a pescar en barca y narcotizado por el olor a podrido de las algas, los restos de pescado, el combustible y la madera mojada. Por eso se llevó a Ginebra para pintar el techo de la sala de los Derechos Humanos de la ONU un pote con ese pestamen insoportable, y encima no es trola fantaseada de pintor sobrecalentado, sino rastro material de una raíz de tierra y mar que está en tantas de sus pinturas y sus esculturas.
Notas de cuadernos, bocetos sin forma, figuras suspendidas, destellos de agua en el desierto, figuras animales fugaces o escenas iluminadas de color en un mercado o una calle están explicados por Barceló sin postureo ni otra alquimia que la de la sorpresa hipnótica y la mirada enganchada a la realidad material y vegetal de Mali o de Mallorca. Entre la aventura portuguesa siendo muy joven, hasta un nomadismo menos caprichoso de lo que parece, la potencia creativa de Barceló aparece en este libro con la humildad de lo doméstico y cotidiano, del azar, el capricho y el placer de pintar y hacer con las manos figuras, relieves, monstruos de barro y juegos, juegos, juegos con los ojos y con las manos manchadas, siempre manchadas de pintura o de barro. La gigantesca mesa de su despacho saturada de papeles y figuras —y siempre cerca un ejemplar de EL PAÍS del día— apenas deja espacio para nada que no sea un cuaderno cuajado de dibujos, de peces vivos, de flores, de plazas de toros con sus figuras humana y animal diminutas en el centro de la arena, o los frisos de la fauna submarina tratada con la condensación gráfica de la vegetación.
¿De sí mismo habla? Sin parar. Habla de la persona, de su padre y de su madre —fallecida hace unos meses—, de su infancia callejera y asilvestrada, de la pasión de la lectura y el vicio a veces compulsivo de la escritura —casi siempre en francés, como en las hojas de diario que reproduce el libro—, incluida la escritura sobre la pintura o el dibujo o el mero color blanco. No sé lo que vale el libro y que a nadie le importe: el festival de imágenes, fotografías, reproducciones y textos confesionales o reflexivos destila todas las formas del erotismo posible, de la candidez inmaculada a la sensualidad crepuscular o el estallido orgásmico del animal. Puro sexo.
Miquel BarcelóGalaxia GutenbergTraducción al castellano de Nicole d’Amonville AlegríaTraducción al catalán de Emili Manzano264 páginas. 32 euros.
EL PAÍS