Hay escritores que para darse a conocer escriben y otros que lo hacen para conocerse a sí mismos. Estos últimos suelen exigir esfuerzo y paciencia, otra manera de leer. Gerald Murnane (Melbourne, 1939) pertenece a una estirpe que cuenta con autores como Beckett, Kafka o Proust. Al autor australiano le interesa la mecánica de la mente y el uso propio de la lengua. Sus libros carecen de argumento más allá de bien escogidas fijaciones, de imágenes y de historias triviales que acaban interrogando al lector tenaz acerca de su propia conexión con el mundo y con el texto que lee. Así es Las llanuras y en menor medida Una vida en las carreras. Ahora nos llega un salto en el vacío, Distritos de frontera (2017), un supuesto “informe” que empezó a escribir al mudarse al Estado de Victoria y “adoptar una mirada cautelosa” que le permitiese recogerse dentro de las fronteras de sí mismo. El informe trata de hechos y percepciones actuales o lejanas y en particular de la luz, de la religión, de imágenes de vírgenes entrevistas en estampas devotas, de manías topográficas y los ecos que todo eso produce en la memoria y el razonamiento de la voz narradora. Así va creando una densa tela de referencias y conexiones que involucra al lector en un mundo antípoda, que, sin embargo, le va resultando familiar a medida que se adentra en ese envolvente discurso fluido, circular. Se produce una extraña intimidad que choca con el palpable pudor de Murnane acerca de su propio personaje: expone una parte de su ser por completo, la mente discursiva y analítica, tan tierna como madura, y deja insinuadas sus emociones.
El autor examina los señuelos que aparecen en su mente, sean imágenes o palabras, y confronta el adolescente que fue con el que ahora escribe 60 años después. Sus intereses apenas han cambiado, pero sí sus creencias, sobre todo las “espirituales”. Lo que llama su “paisaje mental” ya no es “integral, sino que está formado por una serie de fragmentos de imágenes no muy distintas a las que uno ve mirando a través de un caleidoscopio”. Persiste en intimar con un “estado de la mente” más que evocar experiencias. Y si ese estado se puede expresar con una sola palabra o un tono cromático, mucho mejor. A veces, viene a decir, la renuncia a lo real es preferible a la experiencia y acaso más satisfactoria. Murnane recrea la caverna de Platón en calidad de “estudioso de las imágenes mentales”, pues “una imagen mental es en sí misma real”. Esta carrera hípica entre la ficción y la realidad, lo imaginado y lo recordado, suena a veces como un virtuoso staccato de violín, instrumento que el autor toca a menudo. Ambiguo como siempre, advierte que lo que escribe es un “informe sobre hechos reales, aunque muchos de los hechos relatados pueden parecer ficticios a un lector poco perspicaz”.
Discernir imágenes ancladas en la memoria y recrearlas mediante largas, elípticas frases da como resultado un verosímil mundo excéntrico. No hay conflictos entre personajes ni intrigas novelescas, solo tibios secretos que permanecen encerrados en esas canicas de colores que colecciona el australiano y cuya trascendencia en la vida del narrador y a la postre del lector va cambiando según la luz o el suave humor, dejando ahí un halo blanco de eternidad, como en los versos de Percy Bysshe Shelley que cita Murnane al final de esta extraña obra única.
Hay escritores que para darse a conocer escriben y otros que lo hacen para conocerse a sí mismos. Estos últimos suelen exigir esfuerzo y paciencia, otra manera de leer. Gerald Murnane (Melbourne, 1939) pertenece a una estirpe que cuenta con autores como Beckett, Kafka o Proust. Al autor australiano le interesa la mecánica de la mente y el uso propio de la lengua. Sus libros carecen de argumento más allá de bien escogidas fijaciones, de imágenes y de historias triviales que acaban interrogando al lector tenaz acerca de su propia conexión con el mundo y con el texto que lee. Así es Las llanuras y en menor medida Una vida en las carreras. Ahora nos llega un salto en el vacío, Distritos de frontera (2017), un supuesto “informe” que empezó a escribir al mudarse al Estado de Victoria y “adoptar una mirada cautelosa” que le permitiese recogerse dentro de las fronteras de sí mismo. El informe trata de hechos y percepciones actuales o lejanas y en particular de la luz, de la religión, de imágenes de vírgenes entrevistas en estampas devotas, de manías topográficas y los ecos que todo eso produce en la memoria y el razonamiento de la voz narradora. Así va creando una densa tela de referencias y conexiones que involucra al lector en un mundo antípoda, que, sin embargo, le va resultando familiar a medida que se adentra en ese envolvente discurso fluido, circular. Se produce una extraña intimidad que choca con el palpable pudor de Murnane acerca de su propio personaje: expone una parte de su ser por completo, la mente discursiva y analítica, tan tierna como madura, y deja insinuadas sus emociones.El autor examina los señuelos que aparecen en su mente, sean imágenes o palabras, y confronta el adolescente que fue con el que ahora escribe 60 años después. Sus intereses apenas han cambiado, pero sí sus creencias, sobre todo las “espirituales”. Lo que llama su “paisaje mental” ya no es “integral, sino que está formado por una serie de fragmentos de imágenes no muy distintas a las que uno ve mirando a través de un caleidoscopio”. Persiste en intimar con un “estado de la mente” más que evocar experiencias. Y si ese estado se puede expresar con una sola palabra o un tono cromático, mucho mejor. A veces, viene a decir, la renuncia a lo real es preferible a la experiencia y acaso más satisfactoria. Murnane recrea la caverna de Platón en calidad de “estudioso de las imágenes mentales”, pues “una imagen mental es en sí misma real”. Esta carrera hípica entre la ficción y la realidad, lo imaginado y lo recordado, suena a veces como un virtuoso staccato de violín, instrumento que el autor toca a menudo. Ambiguo como siempre, advierte que lo que escribe es un “informe sobre hechos reales, aunque muchos de los hechos relatados pueden parecer ficticios a un lector poco perspicaz”.Discernir imágenes ancladas en la memoria y recrearlas mediante largas, elípticas frases da como resultado un verosímil mundo excéntrico. No hay conflictos entre personajes ni intrigas novelescas, solo tibios secretos que permanecen encerrados en esas canicas de colores que colecciona el australiano y cuya trascendencia en la vida del narrador y a la postre del lector va cambiando según la luz o el suave humor, dejando ahí un halo blanco de eternidad, como en los versos de Percy Bysshe Shelley que cita Murnane al final de esta extraña obra única. Seguir leyendo
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia
El escritor australiano escribe un informe con los señuelos que aparecen en su mente, sean imágenes o palabras, y confronta el adolescente que fue con el que ahora escribe 60 años después

Hay escritores que para darse a conocer escriben y otros que lo hacen para conocerse a sí mismos. Estos últimos suelen exigir esfuerzo y paciencia, otra manera de leer. Gerald Murnane (Melbourne, 1939) pertenece a una estirpe que cuenta con autores como Beckett, Kafka o Proust. Al autor australiano le interesa la mecánica de la mente y el uso propio de la lengua. Sus libros carecen de argumento más allá de bien escogidas fijaciones, de imágenes y de historias triviales que acaban interrogando al lector tenaz acerca de su propia conexión con el mundo y con el texto que lee. Así es Las llanurasy en menor medida Una vida en las carreras. Ahora nos llega un salto en el vacío, Distritos de frontera(2017), un supuesto “informe” que empezó a escribir al mudarse al Estado de Victoria y “adoptar una mirada cautelosa” que le permitiese recogerse dentro de las fronteras de sí mismo. El informe trata de hechos y percepciones actuales o lejanas y en particular de la luz, de la religión, de imágenes de vírgenes entrevistas en estampas devotas, de manías topográficas y los ecos que todo eso produce en la memoria y el razonamiento de la voz narradora. Así va creando una densa tela de referencias y conexiones que involucra al lector en un mundo antípoda, que, sin embargo, le va resultando familiar a medida que se adentra en ese envolvente discurso fluido, circular. Se produce una extraña intimidad que choca con el palpable pudor de Murnane acerca de su propio personaje: expone una parte de su ser por completo, la mente discursiva y analítica, tan tierna como madura, y deja insinuadas sus emociones.
El autor examina los señuelos que aparecen en su mente, sean imágenes o palabras, y confronta el adolescente que fue con el que ahora escribe 60 años después. Sus intereses apenas han cambiado, pero sí sus creencias, sobre todo las “espirituales”. Lo que llama su “paisaje mental” ya no es “integral, sino que está formado por una serie de fragmentos de imágenes no muy distintas a las que uno ve mirando a través de un caleidoscopio”. Persiste en intimar con un “estado de la mente” más que evocar experiencias. Y si ese estado se puede expresar con una sola palabra o un tono cromático, mucho mejor. A veces, viene a decir, la renuncia a lo real es preferible a la experiencia y acaso más satisfactoria. Murnane recrea la caverna de Platón en calidad de “estudioso de las imágenes mentales”, pues “una imagen mental es en sí misma real”. Esta carrera hípica entre la ficción y la realidad, lo imaginado y lo recordado, suena a veces como un virtuoso staccato de violín, instrumento que el autor toca a menudo. Ambiguo como siempre, advierte que lo que escribe es un “informe sobre hechos reales, aunque muchos de los hechos relatados pueden parecer ficticios a un lector poco perspicaz”.
Discernir imágenes ancladas en la memoria y recrearlas mediante largas, elípticas frases da como resultado un verosímil mundo excéntrico. No hay conflictos entre personajes ni intrigas novelescas, solo tibios secretos que permanecen encerrados en esas canicas de colores que colecciona el australiano y cuya trascendencia en la vida del narrador y a la postre del lector va cambiando según la luz o el suave humor, dejando ahí un halo blanco de eternidad, como en los versos de Percy Bysshe Shelley que cita Murnane al final de esta extraña obra única.
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