No sé si el público lo sabe o no, sospecho que no, pero cada nuevo libro de Vicente Valero (Ibiza, 61 años) es un acontecimiento. Poeta antes que prosista, el autor debutó como novelista en 2014 con Los extraños, publicado por Periférica, editorial con la que mantiene una fidelidad digna de celebración, y desde entonces ha sido constante en el estilo, la mirada y el tono: el fraseo largo, la elegancia medio introspectiva medio amabilísima, las indagaciones en torno a la herencia cultural europea, la distancia sin embargo observadora respecto de lo estrictamente contemporáneo… Y ahora que se cumple una década de aquel debut narrativo, sus lectores podemos celebrarlo con la aparición de El tiempo de los lirios, un libro que desafía con tanta gracia el cinismo moderno que estoy dispuesto a decir que es “una preciosidad” sin que me dé corte sonar pasteloso. Una preciosidad, sí, y además, una particularmente sutil.
En estas páginas acompañamos a Valero en un viaje primaveral por la Umbría, la comarca italiana marcada sobre todo por la huella de Francisco de Asís. Cada capítulo corresponde a una jornada, aunque su extensión y el grado de elaboración desbordan de sobras el género del diario. En principio, parece claro que al autor le interesa sobre todo la figura de aquel santo simple, amigo de los animales y de la pobreza, místico analfabeto (quiero decir: con vocación de analfabeto) a quien sus coetáneos y luego la tradición quisieron equiparar o al menos comparar al ejemplo primigenio de Jesucristo. Así, se detiene en basílicas, capillas, iglesias, pueblos y paisajes asociados a su biografía o a las leyendas que la recubren, y presta atención a cuanto tienen que contarle frailes, camareros, interlocutores improvisados.
Valero no le tiene miedo a irse lejos, de modo que su erudición se nos disemina hacia atrás y hacia adelante por la senda de emperadores romanos o guionistas de cine, libros y música, anécdotas de todo tipo, y desde luego, observaciones finísimas acerca de la luz, la atmósfera, el cielo: desde sus tiempos como poeta, esta ha sido una de sus especialidades, una especial lucidez para lo atmosférico que le debe tanto a lo germánico como a lo mediterráneo (por si alguien quisiera colgarle demasiado fácilmente la segunda etiqueta a este ibicenco).
Sin embargo, por muy fascinante que sea la figura de Francisco (y lo es), cabe preguntarse cuáles son las razones profundas que guían los pasos de este libro, y aquí empiezan las especulaciones lectoras. Una noche, solo ante la tumba del santo, Valero reconoce en sí mismo “aquel deseo de Dios de mi infancia”. Al leerlo, me pareció haber dado con una clave. El tiempo de los lirios no deja del todo claro cuál es la relación del autor con la fe, a la que en todo caso se aproxima con la misma mezcla de “pureza y humor” que atribuye a la pensadora Simone Weil en otro pasaje, pero sin duda hay mucho de niño curioso en su manera de conectar cada referencia culta o admirarse ante las maravillas que lo asaltan. Poco a poco, se adueña de nosotros la sensación de que el libro es un viaje a una verdad primitiva y luminosa, probablemente imposible de bautizar o atrapar en un solo concepto, a la que Francisco encarna en tanto que su vida convirtió “en diferente y nuevo lo que ya había sido casi completamente olvidado”.
Bajo esta luz, El tiempo de los lirios es una disidencia en voz baja contra la velocidad, la codicia y la ansiedad, contra las certezas vacías del presente, y el estilo de Valero, además de reconfortarnos con su ritmo conversacional, descubre que se vale por sí mismo para ofrecer un sentido al lector, sin necesidad de que los apuntes que acumula desemboquen en una resolución explícita, puesto que también la buena, antigua literatura es, ante todo, un modo de hacer nuevo lo olvidado. A nosotros nos queda agradecerlo.
No sé si el público lo sabe o no, sospecho que no, pero cada nuevo libro de Vicente Valero (Ibiza, 61 años) es un acontecimiento. Poeta antes que prosista, el autor debutó como novelista en 2014 con Los extraños, publicado por Periférica, editorial con la que mantiene una fidelidad digna de celebración, y desde entonces ha sido constante en el estilo, la mirada y el tono: el fraseo largo, la elegancia medio introspectiva medio amabilísima, las indagaciones en torno a la herencia cultural europea, la distancia sin embargo observadora respecto de lo estrictamente contemporáneo… Y ahora que se cumple una década de aquel debut narrativo, sus lectores podemos celebrarlo con la aparición de El tiempo de los lirios, un libro que desafía con tanta gracia el cinismo moderno que estoy dispuesto a decir que es “una preciosidad” sin que me dé corte sonar pasteloso. Una preciosidad, sí, y además, una particularmente sutil.En estas páginas acompañamos a Valero en un viaje primaveral por la Umbría, la comarca italiana marcada sobre todo por la huella de Francisco de Asís. Cada capítulo corresponde a una jornada, aunque su extensión y el grado de elaboración desbordan de sobras el género del diario. En principio, parece claro que al autor le interesa sobre todo la figura de aquel santo simple, amigo de los animales y de la pobreza, místico analfabeto (quiero decir: con vocación de analfabeto) a quien sus coetáneos y luego la tradición quisieron equiparar o al menos comparar al ejemplo primigenio de Jesucristo. Así, se detiene en basílicas, capillas, iglesias, pueblos y paisajes asociados a su biografía o a las leyendas que la recubren, y presta atención a cuanto tienen que contarle frailes, camareros, interlocutores improvisados.Valero no le tiene miedo a irse lejos, de modo que su erudición se nos disemina hacia atrás y hacia adelante por la senda de emperadores romanos o guionistas de cine, libros y música, anécdotas de todo tipo, y desde luego, observaciones finísimas acerca de la luz, la atmósfera, el cielo: desde sus tiempos como poeta, esta ha sido una de sus especialidades, una especial lucidez para lo atmosférico que le debe tanto a lo germánico como a lo mediterráneo (por si alguien quisiera colgarle demasiado fácilmente la segunda etiqueta a este ibicenco).Sin embargo, por muy fascinante que sea la figura de Francisco (y lo es), cabe preguntarse cuáles son las razones profundas que guían los pasos de este libro, y aquí empiezan las especulaciones lectoras. Una noche, solo ante la tumba del santo, Valero reconoce en sí mismo “aquel deseo de Dios de mi infancia”. Al leerlo, me pareció haber dado con una clave. El tiempo de los lirios no deja del todo claro cuál es la relación del autor con la fe, a la que en todo caso se aproxima con la misma mezcla de “pureza y humor” que atribuye a la pensadora Simone Weil en otro pasaje, pero sin duda hay mucho de niño curioso en su manera de conectar cada referencia culta o admirarse ante las maravillas que lo asaltan. Poco a poco, se adueña de nosotros la sensación de que el libro es un viaje a una verdad primitiva y luminosa, probablemente imposible de bautizar o atrapar en un solo concepto, a la que Francisco encarna en tanto que su vida convirtió “en diferente y nuevo lo que ya había sido casi completamente olvidado”.Bajo esta luz, El tiempo de los lirios es una disidencia en voz baja contra la velocidad, la codicia y la ansiedad, contra las certezas vacías del presente, y el estilo de Valero, además de reconfortarnos con su ritmo conversacional, descubre que se vale por sí mismo para ofrecer un sentido al lector, sin necesidad de que los apuntes que acumula desemboquen en una resolución explícita, puesto que también la buena, antigua literatura es, ante todo, un modo de hacer nuevo lo olvidado. A nosotros nos queda agradecerlo. Seguir leyendo
No sé si el público lo sabe o no, sospecho que no, pero cada nuevo libro de Vicente Valero (Ibiza, 61 años) es un acontecimiento. Poeta antes que prosista, el autor debutó como novelista en 2014 con Los extraños, publicado por Periférica, editorial con la que mantiene una fidelidad digna de celebración, y desde entonces ha sido constante en el estilo, la mirada y el tono: el fraseo largo, la elegancia medio introspectiva medio amabilísima, las indagaciones en torno a la herencia cultural europea, la distancia sin embargo observadora respecto de lo estrictamente contemporáneo… Y ahora que se cumple una década de aquel debut narrativo, sus lectores podemos celebrarlo con la aparición de El tiempo de los lirios, un libro que desafía con tanta gracia el cinismo moderno que estoy dispuesto a decir que es “una preciosidad” sin que me dé corte sonar pasteloso. Una preciosidad, sí, y además, una particularmente sutil.
En estas páginas acompañamos a Valero en un viaje primaveral por la Umbría, la comarca italiana marcada sobre todo por la huella de Francisco de Asís. Cada capítulo corresponde a una jornada, aunque su extensión y el grado de elaboración desbordan de sobras el género del diario. En principio, parece claro que al autor le interesa sobre todo la figura de aquel santo simple, amigo de los animales y de la pobreza, místico analfabeto (quiero decir: con vocación de analfabeto) a quien sus coetáneos y luego la tradición quisieron equiparar o al menos comparar al ejemplo primigenio de Jesucristo. Así, se detiene en basílicas, capillas, iglesias, pueblos y paisajes asociados a su biografía o a las leyendas que la recubren, y presta atención a cuanto tienen que contarle frailes, camareros, interlocutores improvisados.
Valero no le tiene miedo a irse lejos, de modo que su erudición se nos disemina hacia atrás y hacia adelante por la senda de emperadores romanos o guionistas de cine, libros y música, anécdotas de todo tipo, y desde luego, observaciones finísimas acerca de la luz, la atmósfera, el cielo: desde sus tiempos como poeta, esta ha sido una de sus especialidades, una especial lucidez para lo atmosférico que le debe tanto a lo germánico como a lo mediterráneo (por si alguien quisiera colgarle demasiado fácilmente la segunda etiqueta a este ibicenco).
Sin embargo, por muy fascinante que sea la figura de Francisco (y lo es), cabe preguntarse cuáles son las razones profundas que guían los pasos de este libro, y aquí empiezan las especulaciones lectoras. Una noche, solo ante la tumba del santo, Valero reconoce en sí mismo “aquel deseo de Dios de mi infancia”. Al leerlo, me pareció haber dado con una clave. El tiempo de los lirios no deja del todo claro cuál es la relación del autor con la fe, a la que en todo caso se aproxima con la misma mezcla de “pureza y humor” que atribuye a la pensadora Simone Weil en otro pasaje, pero sin duda hay mucho de niño curioso en su manera de conectar cada referencia culta o admirarse ante las maravillas que lo asaltan. Poco a poco, se adueña de nosotros la sensación de que el libro es un viaje a una verdad primitiva y luminosa, probablemente imposible de bautizar o atrapar en un solo concepto, a la que Francisco encarna en tanto que su vida convirtió “en diferente y nuevo lo que ya había sido casi completamente olvidado”.
Bajo esta luz, El tiempo de los lirios es una disidencia en voz baja contra la velocidad, la codicia y la ansiedad, contra las certezas vacías del presente, y el estilo de Valero, además de reconfortarnos con su ritmo conversacional, descubre que se vale por sí mismo para ofrecer un sentido al lector, sin necesidad de que los apuntes que acumula desemboquen en una resolución explícita, puesto que también la buena, antigua literatura es, ante todo, un modo de hacer nuevo lo olvidado. A nosotros nos queda agradecerlo.
Vicente Valero Periférica, 2024218 páginas. 19 euros
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