Elogio del paseo, ese arte ocioso en desuso

Hace un mes, de repente, dejé de tener metas y lugares a los que ir. Recibí una llamada de la Comunidad de Madrid y, acto seguido, dejé de ir al trabajo, abandoné el gimnasio y cancelé unas vacaciones que tenía planeadas con mi marido. Por no ir, ya no voy ni a los bares. Hace un mes una funcionaria me informó de que iba a ser padre (la adopción es un proyecto ilusionante, pero también un trámite administrativo) y, desde entonces, no tengo más meta que la que sostengo entre los brazos. Tampoco hay ningún otro lugar en el que quiera estar más que en este. Por eso, relleno los días ociosos con paseos sin rumbo, parapetado tras un carrito. Creo que no había andado tanto desde que empecé a correr (nunca fui un runner especialmente rápido).

Desde hace un mes, todos los días son domingo por la mañana y el tiempo es tan lento que casi no pasa. Puede que sea por el permiso laboral, la estricta rutina o la vida burbuja que se instala cuando llega un bebé a casa. Paso las noches en un sueño orillado y quebradizo, cubriendo la guardia del llanto. Los días transcurren fofos y lentos, encerrados en casa. Es esta una dulce condena de la que, de vez en cuando, necesito escapar. Y no hay mejor manera de hacerlo que caminando.

El paseo es un arte ocioso que ha caído en desuso por culpa de la prisa y la productividad. Por el coche y el transporte público, maneras mucho más eficientes y ordinarias de desplazarse. Pasear es una excentricidad que solo se pueden permitir los jubilados, los turistas y quienes tienen un perro. Es la rebeldía de pararlo todo para moverse. Dar vueltas sin un rumbo fijo, sin miedo a perderte o a tardar más de la cuenta, improvisar un camino por instinto, sin saber qué esperará al doblar la esquina.

No todo el mundo sabe pasear en condiciones. Yo gasté las primeras semanas de permiso buscando excusas para salir a la calle, poniéndole objetivos difusos a los paseos, que son actos deliciosamente inútiles por definición. Me empeñaba en salir a buscar cosas específicas hasta el ridículo, cachivaches que podía comprar fácilmente por internet. Solo necesitaba un motivo para ponerme el abrigo, coger el carrito y echarme a andar.

En el ensayo Agua y jabón, la periodista Marta D. Riezu explica que “el recado no es el deber (obligatorio) ni el quehacer (logístico). Tampoco es un compromiso social: esto es a solas con uno mismo. El recado es ineficaz e invisible. Ponerse los zapatos, peinarse los remolinos, un poco de colonia, bufanda, caminar hasta el destino, conversar, volver. Misión minúscula completada”. Es así como pasé los primeros días como padre, buscando excusas para salir de casa, a la caza de pequeños tesoros.

Cuando los encontré todos empecé a abrazar el paseo, no como medio sino como fin. Comencé a disfrutar recorriendo las calles con el carrito. Pasear improvisando el destino es raro. Un poco como manchar una página en blanco garrapateando palabras sin saber qué historia vas a contar. Un poco como esta columna. Pero el camino se hace al andar y la historia se cuenta al juntar palabras. Salgo a la calle lanzando unos primeros pasos un poco a lo loco a ver a dónde me llevan, como quien tira unos dados. Así he descubierto pequeñas plazas y jardines secretos. Calles cortadas. Parques con encanto a los que llevaré a mi hijo tan pronto aprenda a jugar, que es una de las cosas más importantes que va a aprender en la vida.

El paseo se improvisa, se interrumpe, practicando el sutil arte de la conversación casual callejera. Esta surge de forma natural cuando tienes un bebé. Decenas de señoras (siempre son ellas) te saludan y preguntan. Te dan consejos no solicitados. Lejos de molestarme, los escucho y los guardo como un tesoro. Me encanta este womansplaining callejero de la crianza. Algún día le contaré a Matteo cómo aprendimos a interpretar sus quejas de bebé gracias a las palabras bienintencionadas de decenas de desconocidas. Le explicaré que el barrio, la tribu, consiste un poco en eso.

Antes vivía en hora punta, corriendo por una ciudad atestada, pero ahora mi vida es un paseo por horas valles. Madrid es una ciudad mucho más amable cuando está vacía, cuando miles de personas están encerradas en sus oficinas y la calle semidesértica tiene otro ritmo. Cuando tienes un niño y la gente te sonríe y te cede el paso. La ciudad se hace pueblo y todo tiene una dimensión más humana.

Los bancos invitan a sentarse y tomar el sol, son los paréntesis ociosos en la rutinaria mañana. Son casa. A veces me siento en ellos a leer, a tomar un café o a mirar a mi hijo, que es mi nuevo pasatiempo favorito. Decía David Gistau en una de las columnas más bonitas que he leído jamás, que tener un hijo “es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas”. Y que de semejante fijación sale una mejor versión de uno mismo: “Cimiento sobre el cual proyectar cosas que perduren”. Yo he dicho que no a muchas cosas desde hace un mes. No he dejado de caminar, pero ya no voy a ninguna parte. Paseo sin rumbo por Madrid, sin más meta que la que sostengo entre mis brazos, porque no hay un lugar mejor que este en el que estoy ahora mismo.

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 Hace un mes, de repente, dejé de tener metas y lugares a los que ir. Recibí una llamada de la Comunidad de Madrid y, acto seguido, dejé de ir al trabajo, abandoné el gimnasio y cancelé unas vacaciones que tenía planeadas con mi marido. Por no ir, ya no voy ni a los bares. Hace un mes una funcionaria me informó de que iba a ser padre (la adopción es un proyecto ilusionante, pero también un trámite administrativo) y, desde entonces, no tengo más meta que la que sostengo entre los brazos. Tampoco hay ningún otro lugar en el que quiera estar más que en este. Por eso, relleno los días ociosos con paseos sin rumbo, parapetado tras un carrito. Creo que no había andado tanto desde que empecé a correr (nunca fui un runner especialmente rápido).Desde hace un mes, todos los días son domingo por la mañana y el tiempo es tan lento que casi no pasa. Puede que sea por el permiso laboral, la estricta rutina o la vida burbuja que se instala cuando llega un bebé a casa. Paso las noches en un sueño orillado y quebradizo, cubriendo la guardia del llanto. Los días transcurren fofos y lentos, encerrados en casa. Es esta una dulce condena de la que, de vez en cuando, necesito escapar. Y no hay mejor manera de hacerlo que caminando.El paseo es un arte ocioso que ha caído en desuso por culpa de la prisa y la productividad. Por el coche y el transporte público, maneras mucho más eficientes y ordinarias de desplazarse. Pasear es una excentricidad que solo se pueden permitir los jubilados, los turistas y quienes tienen un perro. Es la rebeldía de pararlo todo para moverse. Dar vueltas sin un rumbo fijo, sin miedo a perderte o a tardar más de la cuenta, improvisar un camino por instinto, sin saber qué esperará al doblar la esquina.No todo el mundo sabe pasear en condiciones. Yo gasté las primeras semanas de permiso buscando excusas para salir a la calle, poniéndole objetivos difusos a los paseos, que son actos deliciosamente inútiles por definición. Me empeñaba en salir a buscar cosas específicas hasta el ridículo, cachivaches que podía comprar fácilmente por internet. Solo necesitaba un motivo para ponerme el abrigo, coger el carrito y echarme a andar.En el ensayo Agua y jabón, la periodista Marta D. Riezu explica que “el recado no es el deber (obligatorio) ni el quehacer (logístico). Tampoco es un compromiso social: esto es a solas con uno mismo. El recado es ineficaz e invisible. Ponerse los zapatos, peinarse los remolinos, un poco de colonia, bufanda, caminar hasta el destino, conversar, volver. Misión minúscula completada”. Es así como pasé los primeros días como padre, buscando excusas para salir de casa, a la caza de pequeños tesoros.Cuando los encontré todos empecé a abrazar el paseo, no como medio sino como fin. Comencé a disfrutar recorriendo las calles con el carrito. Pasear improvisando el destino es raro. Un poco como manchar una página en blanco garrapateando palabras sin saber qué historia vas a contar. Un poco como esta columna. Pero el camino se hace al andar y la historia se cuenta al juntar palabras. Salgo a la calle lanzando unos primeros pasos un poco a lo loco a ver a dónde me llevan, como quien tira unos dados. Así he descubierto pequeñas plazas y jardines secretos. Calles cortadas. Parques con encanto a los que llevaré a mi hijo tan pronto aprenda a jugar, que es una de las cosas más importantes que va a aprender en la vida.El paseo se improvisa, se interrumpe, practicando el sutil arte de la conversación casual callejera. Esta surge de forma natural cuando tienes un bebé. Decenas de señoras (siempre son ellas) te saludan y preguntan. Te dan consejos no solicitados. Lejos de molestarme, los escucho y los guardo como un tesoro. Me encanta este womansplaining callejero de la crianza. Algún día le contaré a Matteo cómo aprendimos a interpretar sus quejas de bebé gracias a las palabras bienintencionadas de decenas de desconocidas. Le explicaré que el barrio, la tribu, consiste un poco en eso.Antes vivía en hora punta, corriendo por una ciudad atestada, pero ahora mi vida es un paseo por horas valles. Madrid es una ciudad mucho más amable cuando está vacía, cuando miles de personas están encerradas en sus oficinas y la calle semidesértica tiene otro ritmo. Cuando tienes un niño y la gente te sonríe y te cede el paso. La ciudad se hace pueblo y todo tiene una dimensión más humana.Los bancos invitan a sentarse y tomar el sol, son los paréntesis ociosos en la rutinaria mañana. Son casa. A veces me siento en ellos a leer, a tomar un café o a mirar a mi hijo, que es mi nuevo pasatiempo favorito. Decía David Gistau en una de las columnas más bonitas que he leído jamás, que tener un hijo “es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas”. Y que de semejante fijación sale una mejor versión de uno mismo: “Cimiento sobre el cual proyectar cosas que perduren”. Yo he dicho que no a muchas cosas desde hace un mes. No he dejado de caminar, pero ya no voy a ninguna parte. Paseo sin rumbo por Madrid, sin más meta que la que sostengo entre mis brazos, porque no hay un lugar mejor que este en el que estoy ahora mismo. Seguir leyendo  

Hace un mes, de repente, dejé de tener metas y lugares a los que ir. Recibí una llamada de la Comunidad de Madrid y, acto seguido, dejé de ir al trabajo, abandoné el gimnasio y cancelé unas vacaciones que tenía planeadas con mi marido. Por no ir, ya no voy ni a los bares. Hace un mes una funcionaria me informó de que iba a ser padre (la adopción es un proyecto ilusionante, pero también un trámite administrativo) y, desde entonces, no tengo más meta que la que sostengo entre los brazos. Tampoco hay ningún otro lugar en el que quiera estar más que en este. Por eso, relleno los días ociosos con paseos sin rumbo, parapetado tras un carrito. Creo que no había andado tanto desde que empecé a correr (nunca fui un runner especialmente rápido).

Desde hace un mes, todos los días son domingo por la mañana y el tiempo es tan lento que casi no pasa. Puede que sea por el permiso laboral, la estricta rutina o la vida burbuja que se instala cuando llega un bebé a casa. Paso las noches en un sueño orillado y quebradizo, cubriendo la guardia del llanto. Los días transcurren fofos y lentos, encerrados en casa. Es esta una dulce condena de la que, de vez en cuando, necesito escapar. Y no hay mejor manera de hacerlo que caminando.

El paseo es un arte ocioso que ha caído en desuso por culpa de la prisa y la productividad. Por el coche y el transporte público, maneras mucho más eficientes y ordinarias de desplazarse. Pasear es una excentricidad que solo se pueden permitir los jubilados, los turistas y quienes tienen un perro. Es la rebeldía de pararlo todo para moverse. Dar vueltas sin un rumbo fijo, sin miedo a perderte o a tardar más de la cuenta, improvisar un camino por instinto, sin saber qué esperará al doblar la esquina.

No todo el mundo sabe pasear en condiciones. Yo gasté las primeras semanas de permiso buscando excusas para salir a la calle, poniéndole objetivos difusos a los paseos, que son actos deliciosamente inútiles por definición. Me empeñaba en salir a buscar cosas específicas hasta el ridículo, cachivaches que podía comprar fácilmente por internet. Solo necesitaba un motivo para ponerme el abrigo, coger el carrito y echarme a andar.

En el ensayo Agua y jabón, la periodista Marta D. Riezu explica que “el recado no es el deber (obligatorio) ni el quehacer (logístico). Tampoco es un compromiso social: esto es a solas con uno mismo. El recado es ineficaz e invisible. Ponerse los zapatos, peinarse los remolinos, un poco de colonia, bufanda, caminar hasta el destino, conversar, volver. Misión minúscula completada”. Es así como pasé los primeros días como padre, buscando excusas para salir de casa, a la caza de pequeños tesoros.

Cuando los encontré todos empecé a abrazar el paseo, no como medio sino como fin. Comencé a disfrutar recorriendo las calles con el carrito. Pasear improvisando el destino es raro. Un poco como manchar una página en blanco garrapateando palabras sin saber qué historia vas a contar. Un poco como esta columna. Pero el camino se hace al andar y la historia se cuenta al juntar palabras. Salgo a la calle lanzando unos primeros pasos un poco a lo loco a ver a dónde me llevan, como quien tira unos dados. Así he descubierto pequeñas plazas y jardines secretos. Calles cortadas. Parques con encanto a los que llevaré a mi hijo tan pronto aprenda a jugar, que es una de las cosas más importantes que va a aprender en la vida.

El paseo se improvisa, se interrumpe, practicando el sutil arte de la conversación casual callejera. Esta surge de forma natural cuando tienes un bebé. Decenas de señoras (siempre son ellas) te saludan y preguntan. Te dan consejos no solicitados. Lejos de molestarme, los escucho y los guardo como un tesoro. Me encanta este womansplaining callejero de la crianza. Algún día le contaré a Matteo cómo aprendimos a interpretar sus quejas de bebé gracias a las palabras bienintencionadas de decenas de desconocidas. Le explicaré que el barrio, la tribu, consiste un poco en eso.

Antes vivía en hora punta, corriendo por una ciudad atestada, pero ahora mi vida es un paseo por horas valles. Madrid es una ciudad mucho más amable cuando está vacía, cuando miles de personas están encerradas en sus oficinas y la calle semidesértica tiene otro ritmo. Cuando tienes un niño y la gente te sonríe y te cede el paso. La ciudad se hace pueblo y todo tiene una dimensión más humana.

Los bancos invitan a sentarse y tomar el sol, son los paréntesis ociosos en la rutinaria mañana. Son casa. A veces me siento en ellos a leer, a tomar un café o a mirar a mi hijo, que es mi nuevo pasatiempo favorito. Decía David Gistau en una de las columnas más bonitas que he leído jamás, que tener un hijo “es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas”. Y que de semejante fijación sale una mejor versión de uno mismo: “Cimiento sobre el cual proyectar cosas que perduren”. Yo he dicho que no a muchas cosas desde hace un mes. No he dejado de caminar, pero ya no voy a ninguna parte. Paseo sin rumbo por Madrid, sin más meta que la que sostengo entre mis brazos, porque no hay un lugar mejor que este en el que estoy ahora mismo.

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