Si la desmemoria pudiera hablar, buscaría el nuevo libro del poeta colombiano Federico Díaz-Granados (Bogotá, 50 años), quien intentó ponerle una voz al olvido. Se trata de un poemario titulado Grietas de la Luz, publicado en agosto por el Fondo de Cultura Económica, que trata del universo que se desbarata cuando las abuelas pierden la memoria. “Aprendemos las palabras a través del amor” de ellas, dice Díaz-Granados en entrevista con El PAÍS. Cuando se esfuman esas voces amorosas, añade, “estamos perdiendo el mundo donde está nuestra identidad”. En su caso fueron abuelas caribeñas, habladoras, hospitalarias; una de ellas fue la prima hermana de Gabriel García Márquez a la que el Nobel buscaba y elogiaba por su memoria. Díaz-Granados busca ahora, hasta en las canciones de Taylor Swift que abren el libro, la memoria que se desvaneció. Margot y Lucy, las dos abuelas, fallecieron en 2009 y 2017, respectivamente. El duelo por el universo perdido empezó años después.
Pregunta. ¿Quiénes fueron Margot y Lucy y por qué fueron tan importantes en su vida?
Respuesta. Fueron dos abuelas de carácter fuerte que eran el epicentro de la casa, de la familia. Las dos costeñas: una de Riohacha, pero que terminó viviendo en Santa Marta, y la otra samaria. Las dos eran muy macondianas porque eran muy orales y contaban muchas historias. Margot, la paterna, fue prima hermana de Gabriel García Márquez, una de sus primas más cercanas. Gabo la buscaba mucho porque la llamaba “la memoria de la estirpe”’. Le consultaba muchos detalles de la familia, dudas que tenía y que luego aparecían en relatos o novelas. A veces se las pedía de manera telefónica, a veces le pedía que se las escribiera. Esa correspondencia está en el archivo de Harry Ransom Center, en la Universidad de Texas de Austin. Ella le contaba, por ejemplo, de un tío, quién era la novia, con quién le ponía los cuernos. Pura telenovela familiar.
P. Gabo escribió sobre la pérdida de memoria, el capítulo de la peste del olvido en Cien Años de Soledad, y luego él mismo perdió la memoria. ¿Influenció de alguna forma Gabo este libro de poesía?
R. Sin duda, porque vi ese deterioro no solo en la abuela, sino en Gabo y en muchos parientes. Varios de los hermanos de Gabo murieron también con la memoria perdida; la tía Luisa, la mamá de Gabo, muere con la memoria perdida; algunas de las hermanas de mi abuela también. Más allá de la intuición poética de García Márquez, él veía que en su familia se perdía la memoria y le aterraba eso, lo decía en reuniones: “me aterra porque creo que voy para allá también”. Eso nos lo dice hacia comienzos del 2000, cuando su preocupación era salir de su cáncer linfático. En esa época, él contaba que iba a un centro médico en Los Ángeles a que le hicieran exámenes y lo metían en un escáner gigante. Para poder soportar la claustrofobia, repetía de memoria los versos del Siglo de Oro español. ¡De memoria!
P. ¿Y la abuela materna, Lucy?
R. Ella vivía en Santa Marta. Mi mayor la ilusión, cuando estaba en el colegio en Bogotá, era que llegaran las vacaciones para irme allá. Era el sinónimo de primos, abuelos, tíos, felicidad. Las dos abuelas fueron muy hospitalarias, les gustaba tener muchos huéspedes en casa. A ambas las relaciono con Úrsula Iguarán [de Cien Años de Soledad], o con la abuela que aparece en las obras de Rojas Herazo, porque entendí que, al morir o al empezar el deterioro de las abuelas, se va deteriorando la casa. Las de ellas nunca estaban deshabitadas, eran casas donde siempre había ruido, donde siempre había mujeres hablando muy duro. Luego las ves apagarse, y nos íbamos fragmentando todos, las familias nos fuimos fracturando.
P. ¿Cómo fue el proceso de pérdida de memoria?
R. Ambas empiezan con la etapa de las repeticiones, de repetir mucho sus preguntas. Luego esa paranoia de que todo el mundo las roba, porque no encontraban sus cosas elementales, de que nadie la quiere. En el caso de la abuela Margot, creo que su pérdida de memoria fue también un blindaje frente al dolor, porque en 1998 muere su hijo menor, mi tío Felipe, con 43 años. Ese año se agudizó su deterioro con la memoria y se desconectó definitivamente. En el caso de la abuela Lucy, arranca su proceso en 1999 o 2000. Margot muere en el 2009, Lucy en 2017. Fue un deterioro muy lento y muy largo.
P. ¿Cuáles son las grietas de la luz de las que habla el libro?
R. Yo sentí que el deterioro no es solo de las abuelas sino de toda la casa, el derrumbe de la familia, y eso deja unas grietas muy grandes. La gran metáfora de la pérdida de la memoria que planteo en el libro es que hay una gran niebla, y la casa festiva se volvió oscura, se apagan todas sus luces. Hay unos ramalazos de memoria que pueden ocurrir: yo me quedaba mirándolas fijamente, y en su una mirada perdida ellas de pronto intentaban encontrar algo. Un recuerdo fugaz que entraba y se iba ahí mismo. Me parecía que eran como entradas de rendijas de luz en medio de esas grietas que dejaba el derrumbe.
P. La primera parte del libro tiene una voz femenina, intentando volver a darle el lenguaje a las dos abuelas que lo perdieron
R. Sí, creo que esa es la misión de la poesía: pone palabras a eventos que ocurrieron, a emociones que sentimos, pero también es una manera de traer de regreso las palabras que habíamos pronunciado. Nuestros antepasados, nuestros abuelos, todas las personas que nos antecedieron pronunciaron palabras que, por uso, se van gastando, se van perdiendo. En este caso se perdió un lenguaje al que yo pertenezco. Una poeta argentina, Katya Vázquez, ha trabajado el tema de las abuelas y la memoria en la poesía latinoamericana, y tiene un planteamiento sobre la lengua abuela. Nosotros, dice, hablamos la lengua abuela más que la lengua materna, porque de alguna manera la lengua abuela nos conecta más con la sabiduría, con las costumbres, con una manera de estar en el mundo. Para mi generación, la lengua abuela es más certera que la lengua materna porque crecimos con padres separados y nos criaron las abuelas. Yo de niño hablaba como un viejito, repetía los dichos de ellas, sus formas de comunicarse.
P. ¿Qué perdieron Margot y Lucy al quedarse sin las palabras?
R. El lenguaje es nuestra moneda de cambio para estar en el mundo, hacer parte de una comunidad. Cuando perdemos las palabras, empezamos a quedarnos solos. Al perder las palabras, al perder la lengua abuela, entras en una orfandad. Estás perdiendo tu primer contacto con el afecto, con esas primeras palabras que aprendiste oyendo a tus abuelas. Aprendemos las palabras a través del amor entonces, cuando se pierden, se pierde el mundo donde está nuestra identidad. Al perder la memoria somos huérfanos.
“Algunas palabras me protegen del olvido
algunos silencios me protegen de las palabras.”
Del libro ‘Grietas de la luz’
P. Según eso la primera madre, antes que la madre y la abuela, es la lengua
R. Sí, es nuestro primer contacto con el mundo. Cuando estamos en el vientre materno, escuchamos palabras de ella, y seguramente también es lo último que escuchamos. Hay un poema en el libro sobre el contacto con la muerte, que describe el proceso de morir como estar dentro de una piscina, la misma manera en la que nacemos: sumergidos, escuchando unas voces. Cuando nos vamos a despedir, nos estamos desprendiendo de esas palabras, de ese lenguaje. Si no es la poesía el refugio que queda para esas palabras, no me atrevo a decir qué más sería. La poesía es el verdadero refugio de las palabras que vamos a perder, las que nos dan una identidad. Así no lo sepas, la poesía es la que te salvaguarda.
“Morir es entrar a una piscina
sin haber nadado nunca
y ver las estrellas salpicadas
entre el brillo de neón
mientras escuchas las voces de todos
en cámara lenta bajo el agua”
Del libro ‘Grietas de la luz’
P. Esa lengua está muy enfocada en la infancia
R. Sí, porque además el lenguaje que hablamos está construido de una memoria de esos primeros relatos. Todos tenemos unos primeros mitos originarios, las sociedades, los pueblos, y nosotros tenemos unos mitos caseros, que repetimos a lo largo de la vida. Por eso García Márquez decía “lo más importante de la vida me ocurrió en los primeros siete años. De ahí en adelante lo único que hice fue ratificar, confirmar, lo que había vivido, y los relatos que escuché en esos primeros años”. Nuestras palabras están cargadas de esos primeros relatos que nos construyeron como seres humanos. Al perderlas, pues estamos perdiendo nuestra historia.
P. Parece que acompañar a sus abuelas en el proceso de perder la memoria lo hizo sentirse muy niño
R. Volver a la infancia es algo que he perseguido siempre en mi poesía, y solo puedo regresar a ella a través del lenguaje. Una de las cosas que podemos comprobar, tanto científicamente como poéticamente, es que lo último que recuerdan las abuelas pierden la memoria, su última conexión con el lenguaje, son las canciones y los poemas. Eso es muy hermoso, es un triunfo de la poesía. Mis abuelas perdieron la cabeza, no reconocían a nadie, pero les repetías un verso y ellas se sabían el resto del poema. La abuela Margot recordaba los poemas de Rubén Darío, y la abuela Lucy las canciones Compae Chipuco, Sebastián rómpete el cuero. Tengo un hijo que se llama Sebastián, y la abuela Lucy no se acordaba de su nombre, pero a veces ella lo veía y empezaba a cantar esa canción: ”Sebastián, rómpete el cuero, si pretendes la muchacha….”. Y cuando ya perdió del todo las palabras, todavía la tarareaba. Los poemas, las canciones, se quedan con uno para siempre.
P. La segunda parte del libro ya no es desde el punto de vista de las abuelas sino del nieto. ¿Cómo fue verlas perder la memoria?
R. Fue perder algo mío, porque mi lenguaje se lo debo a ellas, mis palabras se las debo a ellas. Esa segunda parte es sobre la última orfandad. Sentí que me perdía de mi mismo, y ahí la voz efectivamente cambia. Es nuestra voz en off la que está contando todo. Es una voz que ya está desencantada, que ha perdido la inocencia de la niñez, y está mirando con nostalgia y con distancia esas grietas por donde siento que me siguen mirando mis abuelas. Con ellas se murió un mundo, mi primera patria.
P. Hay mucha tristeza en un libro que se titula “Grietas de la luz”’. ¿Dónde está la luz en todo este proceso, la alegría?
R. Creo que en el eterno presente, donde vives el día a día. Las personas que pierden la memoria ya no tienen conexión con el pasado muy remoto, ya no hay posibilidad de un futuro, entonces viven lo que es hoy. Pero sí fue un libro muy doloroso, muchas veces lo intenté abandonar porque me dolió mucho escribirlo.
“Cada día es un relato nuevo
y juego con el tiempo
en este pequeño reloj sin manecillas”
Del libro ‘Grietas de la luz’
P. ¿Fue un duelo largo?
R. Sí, y tardío. Si bien uno se va acostumbrando a ese deterioro, y sabe que va a llegar un desenlace muy triste, siento que esos duelos salieron al darme cuenta que con la muerte de esas abuelas yo sí había perdido un mundo.
Si la desmemoria pudiera hablar, buscaría el nuevo libro del poeta colombiano Federico Díaz-Granados (Bogotá, 50 años), quien intentó ponerle una voz al olvido. Se trata de un poemario titulado Grietas de la Luz, publicado en agosto por el Fondo de Cultura Económica, que trata del universo que se desbarata cuando las abuelas pierden la memoria. “Aprendemos las palabras a través del amor” de ellas, dice Díaz-Granados en entrevista con El PAÍS. Cuando se esfuman esas voces amorosas, añade, “estamos perdiendo el mundo donde está nuestra identidad”. En su caso fueron abuelas caribeñas, habladoras, hospitalarias; una de ellas fue la prima hermana de Gabriel García Márquez a la que el Nobel buscaba y elogiaba por su memoria. Díaz-Granados busca ahora, hasta en las canciones de Taylor Swift que abren el libro, la memoria que se desvaneció. Margot y Lucy, las dos abuelas, fallecieron en 2009 y 2017, respectivamente. El duelo por el universo perdido empezó años después.Pregunta. ¿Quiénes fueron Margot y Lucy y por qué fueron tan importantes en su vida?Respuesta. Fueron dos abuelas de carácter fuerte que eran el epicentro de la casa, de la familia. Las dos costeñas: una de Riohacha, pero que terminó viviendo en Santa Marta, y la otra samaria. Las dos eran muy macondianas porque eran muy orales y contaban muchas historias. Margot, la paterna, fue prima hermana de Gabriel García Márquez, una de sus primas más cercanas. Gabo la buscaba mucho porque la llamaba “la memoria de la estirpe”’. Le consultaba muchos detalles de la familia, dudas que tenía y que luego aparecían en relatos o novelas. A veces se las pedía de manera telefónica, a veces le pedía que se las escribiera. Esa correspondencia está en el archivo de Harry Ransom Center, en la Universidad de Texas de Austin. Ella le contaba, por ejemplo, de un tío, quién era la novia, con quién le ponía los cuernos. Pura telenovela familiar.P. Gabo escribió sobre la pérdida de memoria, el capítulo de la peste del olvido en Cien Años de Soledad, y luego él mismo perdió la memoria. ¿Influenció de alguna forma Gabo este libro de poesía?R. Sin duda, porque vi ese deterioro no solo en la abuela, sino en Gabo y en muchos parientes. Varios de los hermanos de Gabo murieron también con la memoria perdida; la tía Luisa, la mamá de Gabo, muere con la memoria perdida; algunas de las hermanas de mi abuela también. Más allá de la intuición poética de García Márquez, él veía que en su familia se perdía la memoria y le aterraba eso, lo decía en reuniones: “me aterra porque creo que voy para allá también”. Eso nos lo dice hacia comienzos del 2000, cuando su preocupación era salir de su cáncer linfático. En esa época, él contaba que iba a un centro médico en Los Ángeles a que le hicieran exámenes y lo metían en un escáner gigante. Para poder soportar la claustrofobia, repetía de memoria los versos del Siglo de Oro español. ¡De memoria!P. ¿Y la abuela materna, Lucy?R. Ella vivía en Santa Marta. Mi mayor la ilusión, cuando estaba en el colegio en Bogotá, era que llegaran las vacaciones para irme allá. Era el sinónimo de primos, abuelos, tíos, felicidad. Las dos abuelas fueron muy hospitalarias, les gustaba tener muchos huéspedes en casa. A ambas las relaciono con Úrsula Iguarán [de Cien Años de Soledad], o con la abuela que aparece en las obras de Rojas Herazo, porque entendí que, al morir o al empezar el deterioro de las abuelas, se va deteriorando la casa. Las de ellas nunca estaban deshabitadas, eran casas donde siempre había ruido, donde siempre había mujeres hablando muy duro. Luego las ves apagarse, y nos íbamos fragmentando todos, las familias nos fuimos fracturando.P. ¿Cómo fue el proceso de pérdida de memoria?R. Ambas empiezan con la etapa de las repeticiones, de repetir mucho sus preguntas. Luego esa paranoia de que todo el mundo las roba, porque no encontraban sus cosas elementales, de que nadie la quiere. En el caso de la abuela Margot, creo que su pérdida de memoria fue también un blindaje frente al dolor, porque en 1998 muere su hijo menor, mi tío Felipe, con 43 años. Ese año se agudizó su deterioro con la memoria y se desconectó definitivamente. En el caso de la abuela Lucy, arranca su proceso en 1999 o 2000. Margot muere en el 2009, Lucy en 2017. Fue un deterioro muy lento y muy largo.P. ¿Cuáles son las grietas de la luz de las que habla el libro?R. Yo sentí que el deterioro no es solo de las abuelas sino de toda la casa, el derrumbe de la familia, y eso deja unas grietas muy grandes. La gran metáfora de la pérdida de la memoria que planteo en el libro es que hay una gran niebla, y la casa festiva se volvió oscura, se apagan todas sus luces. Hay unos ramalazos de memoria que pueden ocurrir: yo me quedaba mirándolas fijamente, y en su una mirada perdida ellas de pronto intentaban encontrar algo. Un recuerdo fugaz que entraba y se iba ahí mismo. Me parecía que eran como entradas de rendijas de luz en medio de esas grietas que dejaba el derrumbe.P. La primera parte del libro tiene una voz femenina, intentando volver a darle el lenguaje a las dos abuelas que lo perdieronR. Sí, creo que esa es la misión de la poesía: pone palabras a eventos que ocurrieron, a emociones que sentimos, pero también es una manera de traer de regreso las palabras que habíamos pronunciado. Nuestros antepasados, nuestros abuelos, todas las personas que nos antecedieron pronunciaron palabras que, por uso, se van gastando, se van perdiendo. En este caso se perdió un lenguaje al que yo pertenezco. Una poeta argentina, Katya Vázquez, ha trabajado el tema de las abuelas y la memoria en la poesía latinoamericana, y tiene un planteamiento sobre la lengua abuela. Nosotros, dice, hablamos la lengua abuela más que la lengua materna, porque de alguna manera la lengua abuela nos conecta más con la sabiduría, con las costumbres, con una manera de estar en el mundo. Para mi generación, la lengua abuela es más certera que la lengua materna porque crecimos con padres separados y nos criaron las abuelas. Yo de niño hablaba como un viejito, repetía los dichos de ellas, sus formas de comunicarse.P. ¿Qué perdieron Margot y Lucy al quedarse sin las palabras?R. El lenguaje es nuestra moneda de cambio para estar en el mundo, hacer parte de una comunidad. Cuando perdemos las palabras, empezamos a quedarnos solos. Al perder las palabras, al perder la lengua abuela, entras en una orfandad. Estás perdiendo tu primer contacto con el afecto, con esas primeras palabras que aprendiste oyendo a tus abuelas. Aprendemos las palabras a través del amor entonces, cuando se pierden, se pierde el mundo donde está nuestra identidad. Al perder la memoria somos huérfanos.“Algunas palabras me protegen del olvidoalgunos silencios me protegen de las palabras.”Del libro ‘Grietas de la luz’P. Según eso la primera madre, antes que la madre y la abuela, es la lenguaR. Sí, es nuestro primer contacto con el mundo. Cuando estamos en el vientre materno, escuchamos palabras de ella, y seguramente también es lo último que escuchamos. Hay un poema en el libro sobre el contacto con la muerte, que describe el proceso de morir como estar dentro de una piscina, la misma manera en la que nacemos: sumergidos, escuchando unas voces. Cuando nos vamos a despedir, nos estamos desprendiendo de esas palabras, de ese lenguaje. Si no es la poesía el refugio que queda para esas palabras, no me atrevo a decir qué más sería. La poesía es el verdadero refugio de las palabras que vamos a perder, las que nos dan una identidad. Así no lo sepas, la poesía es la que te salvaguarda.“Morir es entrar a una piscinasin haber nadado nuncay ver las estrellas salpicadasentre el brillo de neónmientras escuchas las voces de todosen cámara lenta bajo el agua”Del libro ‘Grietas de la luz’P. Esa lengua está muy enfocada en la infanciaR. Sí, porque además el lenguaje que hablamos está construido de una memoria de esos primeros relatos. Todos tenemos unos primeros mitos originarios, las sociedades, los pueblos, y nosotros tenemos unos mitos caseros, que repetimos a lo largo de la vida. Por eso García Márquez decía “lo más importante de la vida me ocurrió en los primeros siete años. De ahí en adelante lo único que hice fue ratificar, confirmar, lo que había vivido, y los relatos que escuché en esos primeros años”. Nuestras palabras están cargadas de esos primeros relatos que nos construyeron como seres humanos. Al perderlas, pues estamos perdiendo nuestra historia.P. Parece que acompañar a sus abuelas en el proceso de perder la memoria lo hizo sentirse muy niñoR. Volver a la infancia es algo que he perseguido siempre en mi poesía, y solo puedo regresar a ella a través del lenguaje. Una de las cosas que podemos comprobar, tanto científicamente como poéticamente, es que lo último que recuerdan las abuelas pierden la memoria, su última conexión con el lenguaje, son las canciones y los poemas. Eso es muy hermoso, es un triunfo de la poesía. Mis abuelas perdieron la cabeza, no reconocían a nadie, pero les repetías un verso y ellas se sabían el resto del poema. La abuela Margot recordaba los poemas de Rubén Darío, y la abuela Lucy las canciones Compae Chipuco, Sebastián rómpete el cuero. Tengo un hijo que se llama Sebastián, y la abuela Lucy no se acordaba de su nombre, pero a veces ella lo veía y empezaba a cantar esa canción: ”Sebastián, rómpete el cuero, si pretendes la muchacha….”. Y cuando ya perdió del todo las palabras, todavía la tarareaba. Los poemas, las canciones, se quedan con uno para siempre.P. La segunda parte del libro ya no es desde el punto de vista de las abuelas sino del nieto. ¿Cómo fue verlas perder la memoria?R. Fue perder algo mío, porque mi lenguaje se lo debo a ellas, mis palabras se las debo a ellas. Esa segunda parte es sobre la última orfandad. Sentí que me perdía de mi mismo, y ahí la voz efectivamente cambia. Es nuestra voz en off la que está contando todo. Es una voz que ya está desencantada, que ha perdido la inocencia de la niñez, y está mirando con nostalgia y con distancia esas grietas por donde siento que me siguen mirando mis abuelas. Con ellas se murió un mundo, mi primera patria.P. Hay mucha tristeza en un libro que se titula “Grietas de la luz”’. ¿Dónde está la luz en todo este proceso, la alegría?R. Creo que en el eterno presente, donde vives el día a día. Las personas que pierden la memoria ya no tienen conexión con el pasado muy remoto, ya no hay posibilidad de un futuro, entonces viven lo que es hoy. Pero sí fue un libro muy doloroso, muchas veces lo intenté abandonar porque me dolió mucho escribirlo.“Cada día es un relato nuevoy juego con el tiempo en este pequeño reloj sin manecillas”Del libro ‘Grietas de la luz’P. ¿Fue un duelo largo?R. Sí, y tardío. Si bien uno se va acostumbrando a ese deterioro, y sabe que va a llegar un desenlace muy triste, siento que esos duelos salieron al darme cuenta que con la muerte de esas abuelas yo sí había perdido un mundo. Seguir leyendo
Si la desmemoria pudiera hablar, buscaría el nuevo libro del poeta colombiano Federico Díaz-Granados (Bogotá, 50 años), quien intentó ponerle una voz al olvido. Se trata de un poemario titulado Grietas de la Luz, publicado en agosto por el Fondo de Cultura Económica, que trata del universo que se desbarata cuando las abuelas pierden la memoria. “Aprendemos las palabras a través del amor” de ellas, dice Díaz-Granados en entrevista con El PAÍS. Cuando se esfuman esas voces amorosas, añade, “estamos perdiendo el mundo donde está nuestra identidad”. En su caso fueron abuelas caribeñas, habladoras, hospitalarias; una de ellas fue la prima hermana de Gabriel García Márquez a la que el Nobel buscaba y elogiaba por su memoria. Díaz-Granados busca ahora, hasta en las canciones de Taylor Swift que abren el libro, la memoria que se desvaneció. Margot y Lucy, las dos abuelas, fallecieron en 2009 y 2017, respectivamente. El duelo por el universo perdido empezó años después.
Pregunta. ¿Quiénes fueron Margot y Lucy y por qué fueron tan importantes en su vida?
Respuesta. Fueron dos abuelas de carácter fuerte que eran el epicentro de la casa, de la familia. Las dos costeñas: una de Riohacha, pero que terminó viviendo en Santa Marta, y la otra samaria. Las dos eran muy macondianas porque eran muy orales y contaban muchas historias. Margot, la paterna, fue prima hermana de Gabriel García Márquez, una de sus primas más cercanas. Gabo la buscaba mucho porque la llamaba “la memoria de la estirpe”’. Le consultaba muchos detalles de la familia, dudas que tenía y que luego aparecían en relatos o novelas. A veces se las pedía de manera telefónica, a veces le pedía que se las escribiera. Esa correspondencia está en el archivo de Harry Ransom Center, en la Universidad de Texas de Austin. Ella le contaba, por ejemplo, de un tío, quién era la novia, con quién le ponía los cuernos. Pura telenovela familiar.
P. Gabo escribió sobre la pérdida de memoria, el capítulo de la peste del olvido en Cien Años de Soledad, y luego él mismo perdió la memoria. ¿Influenció de alguna forma Gabo este libro de poesía?
R. Sin duda, porque vi ese deterioro no solo en la abuela, sino en Gabo y en muchos parientes. Varios de los hermanos de Gabo murieron también con la memoria perdida; la tía Luisa, la mamá de Gabo, muere con la memoria perdida; algunas de las hermanas de mi abuela también. Más allá de la intuición poética de García Márquez, él veía que en su familia se perdía la memoria y le aterraba eso, lo decía en reuniones: “me aterra porque creo que voy para allá también”. Eso nos lo dice hacia comienzos del 2000, cuando su preocupación era salir de su cáncer linfático. En esa época, él contaba que iba a un centro médico en Los Ángeles a que le hicieran exámenes y lo metían en un escáner gigante. Para poder soportar la claustrofobia, repetía de memoria los versos del Siglo de Oro español. ¡De memoria!
P. ¿Y la abuela materna, Lucy?
R. Ella vivía en Santa Marta. Mi mayor la ilusión, cuando estaba en el colegio en Bogotá, era que llegaran las vacaciones para irme allá. Era el sinónimo de primos, abuelos, tíos, felicidad. Las dos abuelas fueron muy hospitalarias, les gustaba tener muchos huéspedes en casa. A ambas las relaciono con Úrsula Iguarán [de Cien Años de Soledad], o con la abuela que aparece en las obras de Rojas Herazo, porque entendí que, al morir o al empezar el deterioro de las abuelas, se va deteriorando la casa. Las de ellas nunca estaban deshabitadas, eran casas donde siempre había ruido, donde siempre había mujeres hablando muy duro. Luego las ves apagarse, y nos íbamos fragmentando todos, las familias nos fuimos fracturando.
P. ¿Cómo fue el proceso de pérdida de memoria?
R. Ambas empiezan con la etapa de las repeticiones, de repetir mucho sus preguntas. Luego esa paranoia de que todo el mundo las roba, porque no encontraban sus cosas elementales, de que nadie la quiere. En el caso de la abuela Margot, creo que su pérdida de memoria fue también un blindaje frente al dolor, porque en 1998 muere su hijo menor, mi tío Felipe, con 43 años. Ese año se agudizó su deterioro con la memoria y se desconectó definitivamente. En el caso de la abuela Lucy, arranca su proceso en 1999 o 2000. Margot muere en el 2009, Lucy en 2017. Fue un deterioro muy lento y muy largo.
P. ¿Cuáles son las grietas de la luz de las que habla el libro?
R. Yo sentí que el deterioro no es solo de las abuelas sino de toda la casa, el derrumbe de la familia, y eso deja unas grietas muy grandes. La gran metáfora de la pérdida de la memoria que planteo en el libro es que hay una gran niebla, y la casa festiva se volvió oscura, se apagan todas sus luces. Hay unos ramalazos de memoria que pueden ocurrir: yo me quedaba mirándolas fijamente, y en su una mirada perdida ellas de pronto intentaban encontrar algo. Un recuerdo fugaz que entraba y se iba ahí mismo. Me parecía que eran como entradas de rendijas de luz en medio de esas grietas que dejaba el derrumbe.
P. La primera parte del libro tiene una voz femenina, intentando volver a darle el lenguaje a las dos abuelas que lo perdieron
R. Sí, creo que esa es la misión de la poesía: pone palabras a eventos que ocurrieron, a emociones que sentimos, pero también es una manera de traer de regreso las palabras que habíamos pronunciado. Nuestros antepasados, nuestros abuelos, todas las personas que nos antecedieron pronunciaron palabras que, por uso, se van gastando, se van perdiendo. En este caso se perdió un lenguaje al que yo pertenezco. Una poeta argentina, Katya Vázquez, ha trabajado el tema de las abuelas y la memoria en la poesía latinoamericana, y tiene un planteamiento sobre la lengua abuela. Nosotros, dice, hablamos la lengua abuela más que la lengua materna, porque de alguna manera la lengua abuela nos conecta más con la sabiduría, con las costumbres, con una manera de estar en el mundo. Para mi generación, la lengua abuela es más certera que la lengua materna porque crecimos con padres separados y nos criaron las abuelas. Yo de niño hablaba como un viejito, repetía los dichos de ellas, sus formas de comunicarse.
P. ¿Qué perdieron Margot y Lucy al quedarse sin las palabras?
R. El lenguaje es nuestra moneda de cambio para estar en el mundo, hacer parte de una comunidad. Cuando perdemos las palabras, empezamos a quedarnos solos. Al perder las palabras, al perder la lengua abuela, entras en una orfandad. Estás perdiendo tu primer contacto con el afecto, con esas primeras palabras que aprendiste oyendo a tus abuelas. Aprendemos las palabras a través del amor entonces, cuando se pierden, se pierde el mundo donde está nuestra identidad. Al perder la memoria somos huérfanos.
“Algunas palabras me protegen del olvido
algunos silencios me protegen de las palabras.”
P. Según eso la primera madre, antes que la madre y la abuela, es la lengua
R. Sí, es nuestro primer contacto con el mundo. Cuando estamos en el vientre materno, escuchamos palabras de ella, y seguramente también es lo último que escuchamos. Hay un poema en el libro sobre el contacto con la muerte, que describe el proceso de morir como estar dentro de una piscina, la misma manera en la que nacemos: sumergidos, escuchando unas voces. Cuando nos vamos a despedir, nos estamos desprendiendo de esas palabras, de ese lenguaje. Si no es la poesía el refugio que queda para esas palabras, no me atrevo a decir qué más sería. La poesía es el verdadero refugio de las palabras que vamos a perder, las que nos dan una identidad. Así no lo sepas, la poesía es la que te salvaguarda.
“Morir es entrar a una piscina
sin haber nadado nunca
y ver las estrellas salpicadas
entre el brillo de neón
mientras escuchas las voces de todos
en cámara lenta bajo el agua”
P. Esa lengua está muy enfocada en la infancia
R. Sí, porque además el lenguaje que hablamos está construido de una memoria de esos primeros relatos. Todos tenemos unos primeros mitos originarios, las sociedades, los pueblos, y nosotros tenemos unos mitos caseros, que repetimos a lo largo de la vida. Por eso García Márquez decía “lo más importante de la vida me ocurrió en los primeros siete años. De ahí en adelante lo único que hice fue ratificar, confirmar, lo que había vivido, y los relatos que escuché en esos primeros años”. Nuestras palabras están cargadas de esos primeros relatos que nos construyeron como seres humanos. Al perderlas, pues estamos perdiendo nuestra historia.
P. Parece que acompañar a sus abuelas en el proceso de perder la memoria lo hizo sentirse muy niño
R. Volver a la infancia es algo que he perseguido siempre en mi poesía, y solo puedo regresar a ella a través del lenguaje. Una de las cosas que podemos comprobar, tanto científicamente como poéticamente, es que lo último que recuerdan las abuelas pierden la memoria, su última conexión con el lenguaje, son las canciones y los poemas. Eso es muy hermoso, es un triunfo de la poesía. Mis abuelas perdieron la cabeza, no reconocían a nadie, pero les repetías un verso y ellas se sabían el resto del poema. La abuela Margot recordaba los poemas de Rubén Darío, y la abuela Lucy las canciones Compae Chipuco, Sebastián rómpete el cuero. Tengo un hijo que se llama Sebastián, y la abuela Lucy no se acordaba de su nombre, pero a veces ella lo veía y empezaba a cantar esa canción: ”Sebastián, rómpete el cuero, si pretendes la muchacha….”. Y cuando ya perdió del todo las palabras, todavía la tarareaba. Los poemas, las canciones, se quedan con uno para siempre.
P. La segunda parte del libro ya no es desde el punto de vista de las abuelas sino del nieto. ¿Cómo fue verlas perder la memoria?
R. Fue perder algo mío, porque mi lenguaje se lo debo a ellas, mis palabras se las debo a ellas. Esa segunda parte es sobre la última orfandad. Sentí que me perdía de mi mismo, y ahí la voz efectivamente cambia. Es nuestra voz en off la que está contando todo. Es una voz que ya está desencantada, que ha perdido la inocencia de la niñez, y está mirando con nostalgia y con distancia esas grietas por donde siento que me siguen mirando mis abuelas. Con ellas se murió un mundo, mi primera patria.
P. Hay mucha tristeza en un libro que se titula “Grietas de la luz”’. ¿Dónde está la luz en todo este proceso, la alegría?
R. Creo que en el eterno presente, donde vives el día a día. Las personas que pierden la memoria ya no tienen conexión con el pasado muy remoto, ya no hay posibilidad de un futuro, entonces viven lo que es hoy. Pero sí fue un libro muy doloroso, muchas veces lo intenté abandonar porque me dolió mucho escribirlo.
“Cada día es un relato nuevo
y juego con el tiempo
en este pequeño reloj sin manecillas”
P. ¿Fue un duelo largo?
R. Sí, y tardío. Si bien uno se va acostumbrando a ese deterioro, y sabe que va a llegar un desenlace muy triste, siento que esos duelos salieron al darme cuenta que con la muerte de esas abuelas yo sí había perdido un mundo.