Fotos fijas con Antonio Skármeta

Antonio Skármeta había logrado salir de Chile con su mujer y sus hijos en aquellos días de toque de queda, asesinatos y destierros, y tras un año de incertidumbres vivido en Argentina llegó a Berlín Occidental favorecido por la misma beca que yo tenía entonces, en el programa de Artistas Residentes.

Enero de 1975. Aquí en esta foto estamos en la puerta del edificio de nuestro apartamento, el número 27 de la Helmstedter Strasse en el barrio de Wilmersdorf, un antiguo barrio judío. En el mosaico de la acera hay una estrella de David. Sus hijos Beltrán y Gabriel con los nuestros, Sergio, María Dorel. El cielo está oscuro, todo parece gris. Nevará seguramente.

Antonio y yo llevamos el pelo largo a la usanza de la época, bigote frondoso, sólo que la calvicie despejaba ya su frente, pero bajo los anteojos de grandes aros, usanza también de la época, su sonrisa era desde entonces y como siempre irónica, un tanto malvada, nunca llegará a estallar en risa, pero estará siempre riéndose del prójimo y sus veleidades.

De la tarde de abril de 1975 en que nos sentamos en un café de la Kantstrasse, no hay foto. Le había dado una fotocopia de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, de aquellas en papel fotográfico que olían al ácido del revelado. Para entonces había empezado a escribir la suya Soñé que la nieve ardía, y la tarde se nos hizo noche porque la fue repasando página por página, con minuciosidad cordial e implacable, realzando lo que le divertía, puesto que en asuntos de humor perverso nadie le ganaba, y a partir de entonces el nombre de Oreja de Burro se convirtió en santo y seña entre nosotros porque en mi novela aparecía Gastón Pérez, alias Oreja de Burro, un trompetista pobre de Managua que había compuesto un bolero excelso, Sinceridad, que cantaba Lucho Gatica.

Esta otra debe ser de mayo de 1975, estación del Zoo. Llega en el tren desde Ámsterdam Ariel Dorfman, y estamos los tres en el andén, yo tengo en la mano la maleta de Ariel porque va a ser nuestro huésped. Lo llamaremos en adelante el Holandés Errante, corriendo siempre de un lado para otro, con las faldas del sobretodo levantadas, en la imposible y extenuante tarea de reconciliar a los exiliados que, como en todos los exilios, andan a la greña entre agravios e interminables discusiones ideológicas.

Y aquí esta otra, en las puertas del Berliner Ensemble, el teatro de Bertolt Brecht, en Berlín Oriental. Esa noche cruzamos el muro para ir a ver a Klaus Maria Brandauer, si mal no recuerdo en La ópera de tres centavos, una pequeña odisea cada vez esos viajes al otro lado de la ciudad dividida, tomábamos el tren elevado que nos dejaba en la estación de Friedrichstrasse, que olía siempre a creolina, como los hospitales y las prisiones, o íbamos en mi Renault de segunda mano a través del Checkpoint Charlie, apuntados a las funciones de Brecht en la Volksbühne o en el Berliner Ensemble. Extraña ciudad entonces Berlín, las ruinas de la guerra aún visibles, baldíos desolados, calles cegadas, el muro omnipresente, alambradas, tierra de nadie, torres de vigilancia.

Yo volví a Nicaragua, Antonio se quedó en Berlín. Derrocamos a Somoza, él vino a Managua en 1980 para la filmación de La insurrección, de Peter Lilienthal, de la que escribió el guion, y que se rodó en las calles con los mismos guerrilleros disfrazados con uniformes de guerrilleros. También hay una foto, Antonio en nuestra casa en Managua, con Gabo, con Roberto Mata, con Julio Cortázar.

Y la última, la foto de Santiago, la que ha vuelto a mi mente esta mañana en Estambul cuando me ha llegado la noticia de la muerte de Antonio. Septiembre, 1990. La revolución se disolvía en Nicaragua en un amargo espejismo, pero en Chile había regresado la democracia. Y allá estaba Antonio, estaba Ariel, y yo había llegado invitado a los funerales del presidente Allende por doña Hortensia, su viuda. Fue tomada por el camarero en un restaurante de Providencia. Yo estoy sentado al centro y Antonio, desde la izquierda, me señala entre risas, Ariel, al otro lado, va a decir algo divertido también.

Después nos tocará hablar en un panel en la Biblioteca Nacional, ya no recuerdo sobre qué, sobre la literatura y el compromiso, sobre el arte y la vida, lo de siempre. Debe haber una foto de ese panel, pero no la conservo.

La memoria se vuelve un asunto de fotos fijas. No hay tal película de la vida. Lo que te queda son momentos congelados. Antonio diciéndote un día, septiembre 2010, otra vez en Santiago, en su casa, que se iba al día siguiente a Los Ángeles al estreno de la ópera compuesta por Daniel Catán sobre su novela El cartero de Neruda, con Plácido Domingo en el papel de Neruda.

Y no hay ya más fotos. El álbum se cierra allí.

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 La muerte del escritor chileno devuelve a la memoria alguno de los momentos compartidos con él  

Antonio Skármeta había logrado salir de Chile con su mujer y sus hijos en aquellos días de toque de queda, asesinatos y destierros, y tras un año de incertidumbres vivido en Argentina llegó a Berlín Occidental favorecido por la misma beca que yo tenía entonces, en el programa de Artistas Residentes.

Enero de 1975. Aquí en esta foto estamos en la puerta del edificio de nuestro apartamento, el número 27 de la Helmstedter Strasse en el barrio de Wilmersdorf, un antiguo barrio judío. En el mosaico de la acera hay una estrella de David. Sus hijos Beltrán y Gabriel con los nuestros, Sergio, María Dorel. El cielo está oscuro, todo parece gris. Nevará seguramente.

Antonio y yo llevamos el pelo largo a la usanza de la época, bigote frondoso, sólo que la calvicie despejaba ya su frente, pero bajo los anteojos de grandes aros, usanza también de la época, su sonrisa era desde entonces y como siempre irónica, un tanto malvada, nunca llegará a estallar en risa, pero estará siempre riéndose del prójimo y sus veleidades.

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De la tarde de abril de 1975 en que nos sentamos en un café de la Kantstrasse, no hay foto. Le había dado una fotocopia de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, de aquellas en papel fotográfico que olían al ácido del revelado. Para entonces había empezado a escribir la suya Soñé que la nieve ardía, y la tarde se nos hizo noche porque la fue repasando página por página, con minuciosidad cordial e implacable, realzando lo que le divertía, puesto que en asuntos de humor perverso nadie le ganaba, y a partir de entonces el nombre de Oreja de Burro se convirtió en santo y seña entre nosotros porque en mi novela aparecía Gastón Pérez, alias Oreja de Burro, un trompetista pobre de Managua que había compuesto un bolero excelso, Sinceridad, que cantaba Lucho Gatica.

Esta otra debe ser de mayo de 1975, estación del Zoo. Llega en el tren desde Ámsterdam Ariel Dorfman, y estamos los tres en el andén, yo tengo en la mano la maleta de Ariel porque va a ser nuestro huésped. Lo llamaremos en adelante el Holandés Errante, corriendo siempre de un lado para otro, con las faldas del sobretodo levantadas, en la imposible y extenuante tarea de reconciliar a los exiliados que, como en todos los exilios, andan a la greña entre agravios e interminables discusiones ideológicas.

Y aquí esta otra, en las puertas del Berliner Ensemble, el teatro de Bertolt Brecht, en Berlín Oriental. Esa noche cruzamos el muro para ir a ver a Klaus Maria Brandauer, si mal no recuerdo en La ópera de tres centavos, una pequeña odisea cada vez esos viajes al otro lado de la ciudad dividida, tomábamos el tren elevado que nos dejaba en la estación de Friedrichstrasse, que olía siempre a creolina, como los hospitales y las prisiones, o íbamos en mi Renault de segunda mano a través del Checkpoint Charlie, apuntados a las funciones de Brecht en la Volksbühne o en el Berliner Ensemble. Extraña ciudad entonces Berlín, las ruinas de la guerra aún visibles, baldíos desolados, calles cegadas, el muro omnipresente, alambradas, tierra de nadie, torres de vigilancia.

Yo volví a Nicaragua, Antonio se quedó en Berlín. Derrocamos a Somoza, él vino a Managua en 1980 para la filmación de La insurrección, de Peter Lilienthal, de la que escribió el guion, y que se rodó en las calles con los mismos guerrilleros disfrazados con uniformes de guerrilleros. También hay una foto, Antonio en nuestra casa en Managua, con Gabo, con Roberto Mata, con Julio Cortázar.

Y la última, la foto de Santiago, la que ha vuelto a mi mente esta mañana en Estambul cuando me ha llegado la noticia de la muerte de Antonio. Septiembre, 1990. La revolución se disolvía en Nicaragua en un amargo espejismo, pero en Chile había regresado la democracia. Y allá estaba Antonio, estaba Ariel, y yo había llegado invitado a los funerales del presidente Allende por doña Hortensia, su viuda. Fue tomada por el camarero en un restaurante de Providencia. Yo estoy sentado al centro y Antonio, desde la izquierda, me señala entre risas, Ariel, al otro lado, va a decir algo divertido también.

Después nos tocará hablar en un panel en la Biblioteca Nacional, ya no recuerdo sobre qué, sobre la literatura y el compromiso, sobre el arte y la vida, lo de siempre. Debe haber una foto de ese panel, pero no la conservo.

La memoria se vuelve un asunto de fotos fijas. No hay tal película de la vida. Lo que te queda son momentos congelados. Antonio diciéndote un día, septiembre 2010, otra vez en Santiago, en su casa, que se iba al día siguiente a Los Ángeles al estreno de la ópera compuesta por Daniel Catán sobre su novela El cartero de Neruda, con Plácido Domingo en el papel de Neruda.

Y no hay ya más fotos. El álbum se cierra allí.

Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes. Su último libro es El caballo dorado (Alfaguara).

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