Héroe como Joan Manuel Serrat, para entendernos. Como lo conceptualizó en su día Juan Ramón Jiménez: un grupo de escritores, gentes de cultura y científicos que dignifican al país porque, en su profesión, se enfrentan a la rutinaria pereza mental para fortalecer la conciencia democrática de los españoles a través del saber y el conocimiento. Héroes como ese cantautor nacido en diciembre de 1943 o como ese profesor de literatura nacido tan solo medio año después en julio de 1944: José-Carlos Mainer, nuestro maestro. Mainer ha sido y es un caso modélico de “ejemplaridad intelectual”, para decirlo con el título de la revista Ínsula que los colegas le han dedicado para homenajearlo. Allí lo sintetiza Luis García Montero: “El magisterio de José-Carlos forma parte de una época española en la que tomarse en serio la democracia fue tomarse muy en serio la literatura”.
Desde mediados de los sesenta, cuando Serrat grababa sus primeras canciones y ofrecía una alternativa sentimental para la libertad, Mainer escribía sus primeros artículos para hacer comprensible un proceso de modernización nacional que había quedado interrumpido por el golpe contrarrevolucionario de 1936 y silenciado desde 1939 por la dictadura. Para realizar ese ejercicio académico, con consecuencias cívicas trascendentales, Mainer acometió una “revocación personal del franquismo”. En sus textos ha diseminado pistas autobiográficas para comprenderlo. En un artículo memorable de 2007, dedicado a analizar los best sellers franquistas de José María Gironella, se recuerda leyendo Los cipreses creen en Dios con 15 años y comprando con 17 Un millón de muertos en una librería de la calle Fuenclara en su Zaragoza. Finales de los grises y nacionalcatólicos cincuenta. “Cuando yo mismo abandoné definitivamente los parámetros gnoseológicos en que aquella novela estaba escrita, pude esbozar la genealogía de los valores que representaba y defendía”.
Eran los valores de las clases pasivas de la dictadura, cuyos hijos estaban a punto de aprender a cortar sin trauma con la ética heredada escuchando a Serrat. En esos días, Mainer, al cortar con su mundo familiar de partida, optó por ahijarse a los valores del exilio republicano. A través de Sender, Jarnés (“el aragonés sobre el que más he escrito”) o Aub, a quien en 1961 confesaba por carta “yo soy socialista o mejor liberal-marxista”. Sus teóricos fueron Marx y Lukács, herramientas para construir el marco de interpretación establecido sobre la cultura española de la primera mitad del siglo XX: el que estaba ya en el pionero Falange y literatura (1971 primera edición, 2013 última) y en el clásico que es La edad de plata (1975 primera y esperando su regreso).
En pocos lugares fue tan explícito su compromiso cívico como en sus colaboraciones en Andalán. La revista, fundada en 1972 por Eloy Fernández Clemente y digitalizada, fue un espacio de información a través del cual se forjó mentalidad democrática “de la gent de l’Aragó” (verso de Serrat, hijo de aragonesa) gracias, entre otras cosas, a la comprensión y dignificación de su cultura. Mainer firmaba con seudónimo ―Gabriel de Jaizkibel― artículos de todo tipo y uno de los primeros lo dedicó a un político de trayectoria fascinante que había muerto en el exilio: Joaquín Maurín. “Con Joaquín Maurín se acaba otro recuerdo de un futuro posible. Y los pasados no vuelven: al menos, no vuelven con los viejos nombres que tenían”. El filólogo Mainer, con su ensayismo de matriz sociológica sobre la historia cultural de España, estaba reconstruyendo aquel proceso de modernización para reactivar lo que sí tiene nombre y sin el que no se explica nuestro presente: fundamentación democrática. Ha sido un trabajo heroico. El próximo viernes le será reconocido en la Residencia de Estudiantes, nuestra casa. El viernes pasado, por primera vez y por casualidad, pude darle las gracias a Serrat.
José Carlos Mainer ha sido y es un caso modélico de “ejemplaridad intelectual”, para decirlo con el título de la revista ‘Ínsula’ que los colegas le han dedicado para homenajearlo
Héroe como Joan Manuel Serrat, para entendernos. Como lo conceptualizó en su día Juan Ramón Jiménez: un grupo de escritores, gentes de cultura y científicos que dignifican al país porque, en su profesión, se enfrentan a la rutinaria pereza mental para fortalecer la conciencia democrática de los españoles a través del saber y el conocimiento. Héroes como ese cantautor nacido en diciembre de 1943 o como ese profesor de literatura nacido tan solo medio año después en julio de 1944: José-Carlos Mainer, nuestro maestro. Mainer ha sido y es un caso modélico de “ejemplaridad intelectual”, para decirlo con el título de la revista Ínsulaque los colegas le han dedicado para homenajearlo. Allí lo sintetiza Luis García Montero: “El magisterio de José-Carlos forma parte de una época española en la que tomarse en serio la democracia fue tomarse muy en serio la literatura”.
Desde mediados de los sesenta, cuando Serrat grababa sus primeras canciones y ofrecía una alternativa sentimental para la libertad, Mainer escribía sus primeros artículos para hacer comprensible un proceso de modernización nacional que había quedado interrumpido por el golpe contrarrevolucionario de 1936 y silenciado desde 1939 por la dictadura. Para realizar ese ejercicio académico, con consecuencias cívicas trascendentales, Mainer acometió una “revocación personal del franquismo”. En sus textos ha diseminado pistas autobiográficas para comprenderlo. En un artículo memorable de 2007, dedicado a analizar los best sellers franquistas de José María Gironella, se recuerda leyendo Los cipreses creen en Dios con 15 años y comprando con 17 Un millón de muertos en una librería de la calle Fuenclara en su Zaragoza. Finales de los grises y nacionalcatólicos cincuenta. “Cuando yo mismo abandoné definitivamente los parámetros gnoseológicos en que aquella novela estaba escrita, pude esbozar la genealogía de los valores que representaba y defendía”.
Eran los valores de las clases pasivas de la dictadura, cuyos hijos estaban a punto de aprender a cortar sin trauma con la ética heredada escuchando a Serrat. En esos días, Mainer, al cortar con su mundo familiar de partida, optó por ahijarse a los valores del exilio republicano. A través de Sender, Jarnés (“el aragonés sobre el que más he escrito”) o Aub, a quien en 1961 confesaba por carta “yo soy socialista o mejor liberal-marxista”. Sus teóricos fueron Marx y Lukács, herramientas para construir el marco de interpretación establecido sobre la cultura española de la primera mitad del siglo XX: el que estaba ya en el pionero Falange y literatura (1971 primera edición, 2013 última) y en el clásico que es La edad de plata (1975 primera y esperando su regreso).
En pocos lugares fue tan explícito su compromiso cívico como en sus colaboraciones en Andalán. La revista, fundada en 1972 por Eloy Fernández Clemente y digitalizada, fue un espacio de información a través del cual se forjó mentalidad democrática “de la gent de l’Aragó” (verso de Serrat, hijo de aragonesa) gracias, entre otras cosas, a la comprensión y dignificación de su cultura. Mainer firmaba con seudónimo ―Gabriel de Jaizkibel― artículos de todo tipo y uno de los primeros lo dedicó a un político de trayectoria fascinante que había muerto en el exilio: Joaquín Maurín. “Con Joaquín Maurín se acaba otro recuerdo de un futuro posible. Y los pasados no vuelven: al menos, no vuelven con los viejos nombres que tenían”. El filólogo Mainer, con su ensayismo de matriz sociológica sobre la historia cultural de España, estaba reconstruyendo aquel proceso de modernización para reactivar lo que sí tiene nombre y sin el que no se explica nuestro presente: fundamentación democrática. Ha sido un trabajo heroico. El próximo viernes le será reconocido en la Residencia de Estudiantes, nuestra casa. El viernes pasado, por primera vez y por casualidad, pude darle las gracias a Serrat.