La trinchera del libro

En memoria del Dr. Humberto Muñoz y García y para su hijo Luis

No sé qué tan trillado resulte hablar de la importancia de la lectura, que es un vehículo fundamental para el pensamiento crítico y la tolerancia, en esta época empeñada en radicalizarse y escenificar, otra vez, los errores que llevaron a los peores desastres humanos del siglo XX: el dogmatismo, la intolerancia, y esa retórica belicista que deviene violencia cruda.

Es verdad que la lectura no se trata de un sello de garantía que compruebe la calidad moral de nadie y queda claro que han existido y existen autores controversiales o complicados, cuando no abiertamente nocivos, que han influido negativamente en el ideario y el comportamiento de más de una bestia humana. Pero también es cierto que cualquier mejora de nuestras civilizaciones ha provenido del libre pensamiento y el aprendizaje y nunca de conformarse con ser unos brutos a merced de las inercias.

Hoy día se lee en una variedad de formas que exceden los modos tradicionales. Celulares, tabletas y computadoras dominan entre las jóvenes generaciones y buena parte de las mayores, y los antiguos formatos de papel parecen, ahora sí, haber cedido el puesto. Los periódicos y revistas migraron a la red y sus versiones impresas, si sobreviven, menguan y se encaminan al fin. Las obras educativas, técnicas, de consulta y referencia imitan esa vía. Pero hay una salvedad: los lectores interesados en la literatura y el pensamiento aún prefieren, me parece, el libro de papel. Esta es la trinchera de la que quiero hablar.

De Gutenberg en adelante, el libro impreso ha servido como ningún otro instrumento para expandir ideas, discusiones y proyectos sobre lo que hemos sido, somos y podríamos ser. Y también, claro, para ampliar nuestro campo de visión sobre la belleza y la fealdad, lo humano y lo inhumano, lo trascendente y lo pasajero. Su utilidad es incuestionable. Como lo son las ventajas que, según han comprobado diversos estudios, tiene la lectura de un libro impreso sobre la que se da en las pantallas. Leer un libro es el mejor medio de fijar y retener la atención, de ahondar en la memoria, eludir la inmediatez y el “ruido” del mundo y abrirse un espacio mental que permita ver las cosas de otros modos.

En ese empeño nos encontramos millones de lectores, y también una industria editorial compleja y raramente ingenua, que, a pesar de los pesares, y de su innegable afición por el lucro, cumple aún una labor insustituible de difusión de la inteligencia, el arte y la cultura.

Pero no todo se trata de industria editorial. Hay también espacios en los que los libros sirven de acicate y escenario para el diálogo. Y no hablo solo de los festivales o ferias, aunque muchos sean eventos de gran calado, como la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuya edición de este año arrancará el próximo 30 de noviembre.

Hablo de las librerías, de las buenas librerías, las que no son simples “tiendas de libros” sino sedes de talleres, presentaciones, encuentros, discusiones y amistades. Hace unos días tuve la suerte de conocer el proyecto de Anticitera, una excelente librería independiente en Morelia, en donde pude recordar por qué y para qué hemos necesitado y necesitamos a las librerías tanto como a los libros: porque la lectura es algo más que seleccionar un archivo electrónico con un clic: es una experiencia que arranca en un sitio real, entre personas, que excede al texto y alcanza la convivencia. Porque espacios como Anticitera y costumbres como la lectura en papel son trincheras de resistencia contra la despersonalización, la enajenación y la soledad.

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 El libro impreso ha servido como ningún otro instrumento para expandir ideas, discusiones y proyectos sobre lo que hemos sido, somos y podríamos ser  

En memoria del Dr. Humberto Muñoz y García y para su hijo Luis

No sé qué tan trillado resulte hablar de la importancia de la lectura, que es un vehículo fundamental para el pensamiento crítico y la tolerancia, en esta época empeñada en radicalizarse y escenificar, otra vez, los errores que llevaron a los peores desastres humanos del siglo XX: el dogmatismo, la intolerancia, y esa retórica belicista que deviene violencia cruda.

Es verdad que la lectura no se trata de un sello de garantía que compruebe la calidad moral de nadie y queda claro que han existido y existen autores controversiales o complicados, cuando no abiertamente nocivos, que han influido negativamente en el ideario y el comportamiento de más de una bestia humana. Pero también es cierto que cualquier mejora de nuestras civilizaciones ha provenido del libre pensamiento y el aprendizaje y nunca de conformarse con ser unos brutos a merced de las inercias.

Hoy día se lee en una variedad de formas que exceden los modos tradicionales. Celulares, tabletas y computadoras dominan entre las jóvenes generaciones y buena parte de las mayores, y los antiguos formatos de papel parecen, ahora sí, haber cedido el puesto. Los periódicos y revistas migraron a la red y sus versiones impresas, si sobreviven, menguan y se encaminan al fin. Las obras educativas, técnicas, de consulta y referencia imitan esa vía. Pero hay una salvedad: los lectores interesados en la literatura y el pensamiento aún prefieren, me parece, el libro de papel. Esta es la trinchera de la que quiero hablar.

De Gutenberg en adelante, el libro impreso ha servido como ningún otro instrumento para expandir ideas, discusiones y proyectos sobre lo que hemos sido, somos y podríamos ser. Y también, claro, para ampliar nuestro campo de visión sobre la belleza y la fealdad, lo humano y lo inhumano, lo trascendente y lo pasajero. Su utilidad es incuestionable. Como lo son las ventajas que, según han comprobado diversos estudios, tiene la lectura de un libro impreso sobre la que se da en las pantallas. Leer un libro es el mejor medio de fijar y retener la atención, de ahondar en la memoria, eludir la inmediatez y el “ruido” del mundo y abrirse un espacio mental que permita ver las cosas de otros modos.

En ese empeño nos encontramos millones de lectores, y también una industria editorial compleja y raramente ingenua, que, a pesar de los pesares, y de su innegable afición por el lucro, cumple aún una labor insustituible de difusión de la inteligencia, el arte y la cultura.

Pero no todo se trata de industria editorial. Hay también espacios en los que los libros sirven de acicate y escenario para el diálogo. Y no hablo solo de los festivales o ferias, aunque muchos sean eventos de gran calado, como la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuya edición de este año arrancará el próximo 30 de noviembre.

Hablo de las librerías, de las buenas librerías, las que no son simples “tiendas de libros” sino sedes de talleres, presentaciones, encuentros, discusiones y amistades. Hace unos días tuve la suerte de conocer el proyecto de Anticitera, una excelente librería independiente en Morelia, en donde pude recordar por qué y para qué hemos necesitado y necesitamos a las librerías tanto como a los libros: porque la lectura es algo más que seleccionar un archivo electrónico con un clic: es una experiencia que arranca en un sitio real, entre personas, que excede al texto y alcanza la convivencia. Porque espacios como Anticitera y costumbres como la lectura en papel son trincheras de resistencia contra la despersonalización, la enajenación y la soledad.

 

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