“A medianoche mi padre le acompañó a la puerta y se fueron, por desgracia, hacia Ostia, fue la última vez que lo vimos”, recuerda Roberto Panzironi, 68 años, propietario del restaurante Il Biondo Tevere (El Rubio Tevere) en Roma, donde cenó Pier Paolo Pasolini con Pino Pelosi, un chico de 17 años condenado luego como su asesino. Fue hace ahora 50 años, la madrugada del 2 de noviembre de 1975 y en Roma y en el resto de Italia se conmemora con decenas de iniciativas. Poeta, escritor, director de cine, columnista, la figura compleja y controvertida de Pasolini se yergue en la memoria de Italia como uno de sus mayores intelectuales del siglo XX, pero como una sombra aún incómoda. “No fue Pelosi”, dicen al unísono Roberto y su hermana Laura. Resumen una opinión muy extendida, la sentencia popular, distinta de la de los tribunales.
La muerte de Pasolini se ha convertido en uno más de los llamados misterios italianos, porque Pelosi, arrestado poco después del crimen en el paseo marítimo de Ostia, en dirección prohibida con el Alfa Romeo Giulia GT de Pasolini, fue condenado a nueve años de cárcel, pero hay dudas de que actuara solo. Los jueces de la primera sentencia fueron claros: “El tribunal considera que de los autos emerge de modo imponente la prueba de que aquella noche Pelosi no estaba solo”.

Aunque las sentencias de apelación posteriores eliminaron esta posibilidad y los intentos de reabrir el caso se han archivado ―el último en 2015―, una de las tesis es que fue víctima de una emboscada de neofascistas, entonces muy activos y con conexiones con los servicios secretos. Oriana Fallaci ya escribió un artículo a los pocos días con testimonios que apuntaban a la presencia de otras personas. La última investigación, de hecho, se basó en el ADN de cinco individuos, hallado en la ropa de Pasolini, que no pudieron ser identificados. Pelosi, fallecido en 2017, al salir de la cárcel escribió libros y dio entrevistas dando versiones contradictorias, pero en varias ocasiones dijo que en realidad fue obra de tres o cuatro personas que aparecieron en el lugar y luego le amenazaron si hablaba.
La última entrevista: “Estamos todos en peligro”
En Italia se debate desde hace medio siglo sobre aquel crimen y aquella última noche de Pasolini, un viaje en la Roma nocturna que hoy se puede reconstruir por lugares que no han cambiado tanto y que ayuda a comprender su figura. Comienza en su propia casa, en el barrio EUR, via Eufrate 9, donde vivía con su madre, como recuerda una placa colocada en la puerta. Está al lado del famoso Coliseo cuadrado del EUR.

Aquella tarde dio una larga entrevista a Furio Colombo, de La Stampa, en uno de sus papeles más conocidos, el de agitador de la opinión pública. Hoy casi se ha convertido en un lugar común decir qué diría Pasolini de esto o lo otro si levantara la cabeza, porque se echa de menos su voz contracorriente y su autoridad. Incluso se lo intenta apropiar la derecha, diciendo que hoy votaría a Meloni. Pero Pasolini era inclasificable y críptico, y entonces muy pesimista, como demuestra aquella entrevista, luego publicada póstuma y que leída hoy impresiona. Se fue haciendo la oscuridad y como nadie encendía una luz, el cronista ya no era capaz de tomar notas, así que lo dejaron. Pasolini eligió el título: “Estamos todos en peligro”.
El escritor Nicola Lagioia, autor de La ciudad de los vivos, relativiza esa carga profética de la última entrevista, “porque Pasolini siempre era apocalíptico”. Es más, considera que ha envejecido peor el Pasolini columnista y polemista, al igual que el novelista: “Hoy me parece más interesante volver a valorar sus obras, zambullirse en el río del Pasolini poeta y cineasta, sobre todo el de las primeras películas, como Accatone (1961)”. Le reconoce la lucidez de haber visto “la mutación antropológica, violenta, profunda, de los italianos, de los occidentales” con el progreso y la sociedad de consumo. “Tras la guerra hay un nuevo tipo de ser humano, cuya distancia con el de los años treinta es enorme, mucho mayor que la nuestra con alguien de los años sesenta”. De ahí la nostalgia de Pasolini por un pasado que desaparecía.
Andrea Cortellessa, crítico y profesor de literatura italiana contemporánea en la universidad Roma Tre, que acaba de publicar un libro sobre el artista, Una ragione di più per andare all’inferno (Treccani, Una razón más para ir al infierno), opina que el “mito Pasolini”, con su terrible muerte en el centro, ha eclipsado su persona y su obra. Cuenta que sus alumnos reaccionan con decepción cuando en sus clases ni menciona su homicidio. “Quienes lo citan o pintan su efigie en los muros de Roma raramente han leído sus libros, quizá han visto alguna película, pero siendo el autor más conocido de nuestra literatura es el menos leído, porque su obra es muy compleja y contradictoria, muy vasta, difícil de dominar, con inspiraciones muy distantes unas de otras”, reflexiona. Para él, el Pasolini más interesante es el de los últimos 10 años, el más radical y vanguardista, con películas como Teorema (1968) o Saló (1975), estrenada tras su muerte, o su novela póstuma inacabada Petróleo, publicada en 1992 y que acaba de ser reeditada en España por Nórdica Libros.
La cena en San Lorenzo
Después de la entrevista, aquella noche Pasolini cogió el coche y se fue a cenar al barrio de San Lorenzo, al Pommidoro, famoso por su pasta a la carbonara, donde aún conservan enmarcado en la pared el cheque de 11.000 liras con el que pagó, que nunca cobraron. Es muy significativo de cómo es Roma que todos los locales donde estuvo Pasolini aquella noche siguen abiertos, están casi igual y los lleva la misma familia. La hija del dueño del Pommidoro era amigo del artista porque una vez le salvó cuando un grupo que le había insultado, llamándole maricón, intentaba darle una paliza. Parece que esa vez eran de izquierda. Pasolini, expulsado del partido comunista por “indignidad moral”, siempre vivió acosado por unos y otros. No es que hiciera amigos precisamente con frases como la que dice el personaje de Orson Welles en La ricotta, episodio del filme colectivo Ro.Go.Pa.G. (1963): “Italia tiene el pueblo más analfabeto y la burguesía más ignorante de Europa”. Pasó nada menos que por 33 procesos judiciales a lo largo de su vida, desde el abierto por el escándalo que causó su primera novela Ragazzi di vita (1955, Chicos del arroyo), a otros por obscenidad, vilipendio a la religión e incluso atraco a mano armada.

En Pommidoro, lleno de fotos suyas y recuerdos, cenó con Ninetto Davoli, su mujer y sus dos hijos. Davoli era uno de sus actores fetiche, uno de esos chicos romanos de borgata, barrios de chabolas, en los que veía la autenticidad perdida en una sociedad que se enriquecía rápidamente. Tuvieron una relación durante años, cuya ruptura marcó profundamente al escritor.
El encuentro con el asesino en Termini
Pasolini siempre contó que tenía dos vidas y esa noche, cuando se fue del restaurante a las nueve y media, comenzó la otra. Fue a la plaza de la estación Termini, donde se congregaban prostitutas y chaperos. Allí se encontró con Pelosi, que tenía un cierto parecido con Davoli. Fue en el quiosco-bar Gambrinus, que sigue tal cual, con su aire setentero. Como el chico no había cenado, lo llevó a Il Biondo Tevere, en via Ostiense, la salida de Roma hacia el mar.

En esta entrañable trattoria, abierta desde 1915, todo sigue igual. También la mesa donde aquella noche se sentaron Pasolini ―su silla tiene un lacito rojo― y Pelosi. El poeta solo tomó una cerveza y un plátano, cuenta Roberto Panzironi. El chico comió spaghetti aglio, olio e peperoncino y pollo asado con patatas, con el hambre de un chaval de los suburbios. Pasolini venía mucho aquí porque estaba cerca de los estudios Ponti De Laurentis. Se ven fotos en las paredes de sus cenas con Alberto Moravia, Dacia Maraini, Elsa Morante, que iba a escribir allí. Antes era una zona industrial, con fábricas, ahora delante está la universidad Roma Tre. En la terraza se rodaron escenas de Bellissima (1951) de Visconti, con Anna Magnani. “Pasolini comía poco, y sin sal, era un atleta, jugaba al fútbol, hacía artes marciales, por eso no es creíble que un chaval pudiera con él”, dice el dueño. Lo curioso es que, tras salir de la cárcel, Pelosi apareció por el restaurante y empezó a frecuentarlo, tenía un bar cerca, en Testaccio. “Se comportaba normalmente, tenía sus problemas, la droga, era un chico de borgata, con una vida complicada. Hablábamos con él, pero de aquella noche no hablaba”.

El crimen del Idroscalo de Ostia
A medianoche se fueron hacia Ostia, a unos 30 kilómetros, a la desembocadura del Tíber. Un trayecto a un lugar tan alejado ha alimentado la tesis de que fue llevado allí para una emboscada, con Pelosi como anzuelo. En realidad, luego se ha sabido que ya se conocían de antes. En los últimos años ha surgido la pista de unos rollos de película robados en Cinecittà con escenas de Saló: pudieron atraer a Ostia a Pasolini con la oferta de un trato para recuperarlas. Sobre todo porque salió a la luz que en el robo participaron miembros de la banda de la Magliana, grupo criminal romano que en aquellos años estuvo mezclado en operaciones de servicios secretos.
Lagioia se confiesa fascinado por el hecho de que Saló, obra visceral y nihilista, sin esperanza, un callejón sin salida, haya quedado como el testamento de Pasolini, que coincida con su final, “porque si hubiera vivido habría seguido evolucionando, escribiendo, haciendo películas”. Pero su obra termina así. “Es extraño y simbólicamente enorme, un cruce de destinos”, admite.
El mensaje que deja en el aire Pasolini, espantado del poder de “homologación cultural” de la televisión, es demoledor. “Sus análisis en algunos casos son muy actuales, por ejemplo, sobre el imperativo del placer del consumismo contemporáneo, del capitalismo neoliberal, que él llama incluso nuevo fascismo”, señala Cortellessa. “En Salò nos dice que la única verdadera forma de anarquía es el poder absoluto, un análisis muy profundo, también para nuestro tiempo”.
También se ha manejado la hipótesis de que fue asesinado porque en Petróleo, inacabado y donde se sospecha que desapareció misteriosamente un capítulo, abordaba tramas políticas y mafiosas sobre el ENI, el coloso de hidrocarburos, y la muerte en accidente aéreo de su presidente Enrico Mattei en 1962, otro misterio italiano. Otro libro publicado este año, La lunga notte dell’Idroscalo, de Daniele Piccione, profundiza en esta tesis, que enmarca el crimen en la llamada estrategia de la tensión de los años de plomo italianos, que Pasolini fue uno de los primeros en intuir y denunciar en sus artículos. Como uno de los más célebres, Io so (Yo sé), de un año antes, noviembre de 1974, sobre las responsabilidades ocultas del Estado en atentados y asesinatos. “Lo interesante de Pasolini era su cuerpo a cuerpo con Italia, una cosa muy italiana, la invectiva contra el propio país, que ya estaba en Dante, y que no se da tanto en otros países, para un francés o un americano sería imposible”, apunta Lagioia.

La noche final de Pasolini termina en esta última lengua de tierra llamada el Idroscalo, por la antigua estación de hidroaviones ubicada en este lugar en los años treinta y abandonada tras la guerra. En este lugar remoto surgió una zona de barracas y chabolas ilegales que se ha mantenido hasta hoy, como si no hubiera pasado el tiempo. Se puede decir que es la última borgata de Roma, parece sacada de una película de Pasolini. Han asfaltado la carretera, pero aún no hay alcantarillado. “Hemos quedado marcados por la muerte de Pasolini, el Idroscalo para todo el mundo es eso”, lamenta Sergio Leoni, 76 años, dueño del único bar y restaurante del lugar, y que en 1975 tenía el único teléfono. Ahora se llama La Villa di Tiberio. Desde allí se hizo la primera llamada a la policía. “La señora que vivía al lado de donde lo mataron paró al pescadero, que me traía el pescado a las cinco de la mañana, para decirle que había un muerto y fuera a llamar por teléfono”, recuerda.
El cuerpo destrozado de Pasolini estaba a 900 metros, en un descampado junto a la carretera. “Lo reconocí enseguida, era él”, dice Leoni, que lo conocía porque frecuentaba su restaurante. Empezó a ir cuando rodó en el lugar Pajaritos y pajarracos (1966) ―también Fellini hizo por allí escenas de Ocho y medio―. Leoni cuenta cenas del artista con jóvenes “con los que luego se iba a hacer sus cosas”, y a veces había discusiones y peleas. En su opinión, lo que ocurrió es que esa noche las cosas se torcieron, no cree que hubiera otras personas implicadas. Fue la versión de Pelosi en el juicio, que él se negó a proseguir una relación sexual, Pasolini se puso agresivo y él se defendió, lo golpeó con una tabla y lo derribó. Al huir con su coche le pasó por encima sin querer, de ahí las graves lesiones que presentaba el cuerpo, según su declaración. Horas después fue Davoli quien reconoció el cadáver ante el juez.
Un pequeño paraíso renacido en la basura
En el lugar se instaló una escultura conmemorativa, pero pronto quedó abandonado, el último rechazo a Pasolini incluso muerto. Acabó siendo un basurero. Se cuenta que una vez François Mitterrand, de visita en Roma, quiso ver el monumento, pero a las autoridades les dio tanta vergüenza que viera cómo estaba que el chófer le dio vueltas por la circunvalación hasta que se hizo tarde. También Patti Smith ha ido varias veces en privado. Se ve cómo era aquello en una de las secuencias más hermosas de Caro diario (1993), donde Nanni Moretti vaga con su vespa buscando el lugar.
Lo que pasó después cambia en parte el final de la historia de Pasolini, es una especie de resurrección. A partir de 2000 se hizo cargo del lugar la asociación LIPU, que recuperó la naturaleza del entorno. Ester Mantera, de 31 años, estaba dando este martes los últimos retoques al lugar, para los actos conmemorativos de este domingo. “Ha sido una gran victoria”, resume. La zona se ha convertido en un pequeño paraíso natural, un enclave protegido de 22 hectáreas con una laguna y casetas para observar aves. Cuando llegaron había cuatro especies, ahora hay 220. Mientras lo cuenta, a sus espaldas se produce una visión, como un milagro: pasa volando un flamenco. Entre la hierba, hay piedras donde se leen frases del poeta: “La muerte no está en el no poder comunicar, sino en el no poder ser comprendidos”. O, con su sentido profético: “En cuanto al futuro, escuche: sus hijos fascistas navegarán hacia los mundos de la Nueva Prehistoria”. No hace falta tanto pensar qué diría hoy, porque algunas cosas ya las había dicho.
Se cumple medio siglo del asesinato del artista en 1975, un viaje hacia la muerte aún lleno de sombras que todavía se puede rastrear en Roma
“A medianoche mi padre le acompañó a la puerta y se fueron, por desgracia, hacia Ostia, fue la última vez que lo vimos”, recuerda Roberto Panzironi, 68 años, propietario del restaurante Il Biondo Tevere (El Rubio Tevere) en Roma, donde cenó Pier Paolo Pasolini con Pino Pelosi, un chico de 17 años condenado luego como su asesino. Fue hace ahora 50 años, la madrugada del 2 de noviembre de 1975 y en Roma y en el resto de Italia se conmemora con decenas de iniciativas. Poeta, escritor, director de cine, columnista, la figura compleja y controvertida de Pasolini se yergue en la memoria de Italia como uno de sus mayores intelectuales del siglo XX, pero como una sombra aún incómoda. “No fue Pelosi”, dicen al unísono Roberto y su hermana Laura. Resumen una opinión muy extendida, la sentencia popular, distinta de la de los tribunales.
La muerte de Pasolini se ha convertido en uno más de los llamados misterios italianos, porque Pelosi, arrestado poco después del crimen en el paseo marítimo de Ostia, en dirección prohibida con el Alfa Romeo Giulia GT de Pasolini, fue condenado a nueve años de cárcel, pero hay dudas de que actuara solo. Los jueces de la primera sentencia fueron claros: “El tribunal considera que de los autos emerge de modo imponente la prueba de que aquella noche Pelosi no estaba solo”.

Aunque las sentencias de apelación posteriores eliminaron esta posibilidad y los intentos de reabrir el caso se han archivado ―el último en 2015―, una de las tesis es que fue víctima de una emboscada de neofascistas, entonces muy activos y con conexiones con los servicios secretos. Oriana Fallaci ya escribió un artículo a los pocos días con testimonios que apuntaban a la presencia de otras personas. La última investigación, de hecho, se basó en el ADN de cinco individuos, hallado en la ropa de Pasolini, que no pudieron ser identificados. Pelosi, fallecido en 2017, al salir de la cárcel escribió libros y dio entrevistas dando versiones contradictorias, pero en varias ocasiones dijo que en realidad fue obra de tres o cuatro personas que aparecieron en el lugar y luego le amenazaron si hablaba.
La última entrevista: “Estamos todos en peligro”
En Italia se debate desde hace medio siglo sobre aquel crimen y aquella última noche de Pasolini, un viaje en la Roma nocturna que hoy se puede reconstruir por lugares que no han cambiado tanto y que ayuda a comprender su figura. Comienza en su propia casa, en el barrio EUR, via Eufrate 9, donde vivía con su madre, como recuerda una placa colocada en la puerta. Está al lado del famoso Coliseo cuadrado del EUR.

Aquella tarde dio una larga entrevista a Furio Colombo, de La Stampa, en uno de sus papeles más conocidos, el de agitador de la opinión pública. Hoy casi se ha convertido en un lugar común decir qué diría Pasolini de esto o lo otro si levantara la cabeza, porque se echa de menos su voz contracorriente y su autoridad. Incluso se lo intenta apropiar la derecha, diciendo que hoy votaría a Meloni. Pero Pasolini era inclasificable y críptico, y entonces muy pesimista, como demuestra aquella entrevista, luego publicada póstuma y que leída hoy impresiona. Se fue haciendo la oscuridad y como nadie encendía una luz, el cronista ya no era capaz de tomar notas, así que lo dejaron. Pasolini eligió el título: “Estamos todos en peligro”.
El escritor Nicola Lagioia, autor de La ciudad de los vivos, relativiza esa carga profética de la última entrevista, “porque Pasolini siempre era apocalíptico”. Es más, considera que ha envejecido peor el Pasolini columnista y polemista, al igual que el novelista: “Hoy me parece más interesante volver a valorar sus obras, zambullirse en el río del Pasolini poeta y cineasta, sobre todo el de las primeras películas, como Accatone (1961)”. Le reconoce la lucidez de haber visto “la mutación antropológica, violenta, profunda, de los italianos, de los occidentales” con el progreso y la sociedad de consumo. “Tras la guerra hay un nuevo tipo de ser humano, cuya distancia con el de los años treinta es enorme, mucho mayor que la nuestra con alguien de los años sesenta”. De ahí la nostalgia de Pasolini por un pasado que desaparecía.
Andrea Cortellessa, crítico y profesor de literatura italiana contemporánea en la universidad Roma Tre, que acaba de publicar un libro sobre el artista, Una ragione di più per andare all’inferno (Treccani, Una razón más para ir al infierno), opina que el “mito Pasolini”, con su terrible muerte en el centro, ha eclipsado su persona y su obra. Cuenta que sus alumnos reaccionan con decepción cuando en sus clases ni menciona su homicidio. “Quienes lo citan o pintan su efigie en los muros de Roma raramente han leído sus libros, quizá han visto alguna película, pero siendo el autor más conocido de nuestra literatura es el menos leído, porque su obra es muy compleja y contradictoria, muy vasta, difícil de dominar, con inspiraciones muy distantes unas de otras”, reflexiona. Para él, el Pasolini más interesante es el de los últimos 10 años, el más radical y vanguardista, con películas como Teorema (1968) o Saló (1975), estrenada tras su muerte, o su novela póstuma inacabada Petróleo, publicada en 1992 y que acaba de ser reeditada en España por Nórdica Libros.
La cena en San Lorenzo
Después de la entrevista, aquella noche Pasolini cogió el coche y se fue a cenar al barrio de San Lorenzo, al Pommidoro, famoso por su pasta a la carbonara, donde aún conservan enmarcado en la pared el cheque de 11.000 liras con el que pagó, que nunca cobraron. Es muy significativo de cómo es Roma que todos los locales donde estuvo Pasolini aquella noche siguen abiertos, están casi igual y los lleva la misma familia. La hija del dueño del Pommidoro era amigo del artista porque una vez le salvó cuando un grupo que le había insultado, llamándole maricón, intentaba darle una paliza. Parece que esa vez eran de izquierda. Pasolini, expulsado del partido comunista por “indignidad moral”, siempre vivió acosado por unos y otros. No es que hiciera amigos precisamente con frases como la que dice el personaje de Orson Welles en La ricotta, episodio del filme colectivo Ro.Go.Pa.G. (1963): “Italia tiene el pueblo más analfabeto y la burguesía más ignorante de Europa”. Pasó nada menos que por 33 procesos judiciales a lo largo de su vida, desde el abierto por el escándalo que causó su primera novela Ragazzi di vita (1955, Chicos del arroyo), a otros por obscenidad, vilipendio a la religión e incluso atraco a mano armada.

En Pommidoro, lleno de fotos suyas y recuerdos, cenó con Ninetto Davoli, su mujer y sus dos hijos. Davoli era uno de sus actores fetiche, uno de esos chicos romanos de borgata, barrios de chabolas, en los que veía la autenticidad perdida en una sociedad que se enriquecía rápidamente. Tuvieron una relación durante años, cuya ruptura marcó profundamente al escritor.
El encuentro con el asesino en Termini
Pasolini siempre contó que tenía dos vidas y esa noche, cuando se fue del restaurante a las nueve y media, comenzó la otra. Fue a la plaza de la estación Termini, donde se congregaban prostitutas y chaperos. Allí se encontró con Pelosi, que tenía un cierto parecido con Davoli. Fue en el quiosco-bar Gambrinus, que sigue tal cual, con su aire setentero. Como el chico no había cenado, lo llevó a Il Biondo Tevere, en via Ostiense, la salida de Roma hacia el mar.

En esta entrañable trattoria, abierta desde 1915, todo sigue igual. También la mesa donde aquella noche se sentaron Pasolini ―su silla tiene un lacito rojo― y Pelosi. El poeta solo tomó una cerveza y un plátano, cuenta Roberto Panzironi. El chico comió spaghetti aglio, olio e peperoncino y pollo asado con patatas, con el hambre de un chaval de los suburbios. Pasolini venía mucho aquí porque estaba cerca de los estudios Ponti De Laurentis. Se ven fotos en las paredes de sus cenas con Alberto Moravia, Dacia Maraini, Elsa Morante, que iba a escribir allí. Antes era una zona industrial, con fábricas, ahora delante está la universidad Roma Tre. En la terraza se rodaron escenas de Bellissima (1951) de Visconti, con Anna Magnani. “Pasolini comía poco, y sin sal, era un atleta, jugaba al fútbol, hacía artes marciales, por eso no es creíble que un chaval pudiera con él”, dice el dueño. Lo curioso es que, tras salir de la cárcel, Pelosi apareció por el restaurante y empezó a frecuentarlo, tenía un bar cerca, en Testaccio. “Se comportaba normalmente, tenía sus problemas, la droga, era un chico de borgata, con una vida complicada. Hablábamos con él, pero de aquella noche no hablaba”.

El crimen del Idroscalo de Ostia
A medianoche se fueron hacia Ostia, a unos 30 kilómetros, a la desembocadura del Tíber. Un trayecto a un lugar tan alejado ha alimentado la tesis de que fue llevado allí para una emboscada, con Pelosi como anzuelo. En realidad, luego se ha sabido que ya se conocían de antes. En los últimos años ha surgido la pista de unos rollos de película robados en Cinecittà con escenas de Saló: pudieron atraer a Ostia a Pasolini con la oferta de un trato para recuperarlas. Sobre todo porque salió a la luz que en el robo participaron miembros de la banda de la Magliana, grupo criminal romano que en aquellos años estuvo mezclado en operaciones de servicios secretos.
Lagioia se confiesa fascinado por el hecho de que Saló, obra visceral y nihilista, sin esperanza, un callejón sin salida, haya quedado como el testamento de Pasolini, que coincida con su final, “porque si hubiera vivido habría seguido evolucionando, escribiendo, haciendo películas”. Pero su obra termina así. “Es extraño y simbólicamente enorme, un cruce de destinos”, admite.
El mensaje que deja en el aire Pasolini, espantado del poder de “homologación cultural” de la televisión, es demoledor. “Sus análisis en algunos casos son muy actuales, por ejemplo, sobre el imperativo del placer del consumismo contemporáneo, del capitalismo neoliberal, que él llama incluso nuevo fascismo”, señala Cortellessa. “En Salò nos dice que la única verdadera forma de anarquía es el poder absoluto, un análisis muy profundo, también para nuestro tiempo”.
También se ha manejado la hipótesis de que fue asesinado porque en Petróleo, inacabado y donde se sospecha que desapareció misteriosamente un capítulo, abordaba tramas políticas y mafiosas sobre el ENI, el coloso de hidrocarburos, y la muerte en accidente aéreo de su presidente Enrico Mattei en 1962, otro misterio italiano. Otro libro publicado este año, La lunga notte dell’Idroscalo, de Daniele Piccione, profundiza en esta tesis, que enmarca el crimen en la llamada estrategia de la tensión de los años de plomo italianos, que Pasolini fue uno de los primeros en intuir y denunciar en sus artículos. Como uno de los más célebres, Io so (Yo sé), de un año antes, noviembre de 1974, sobre las responsabilidades ocultas del Estado en atentados y asesinatos. “Lo interesante de Pasolini era su cuerpo a cuerpo con Italia, una cosa muy italiana, la invectiva contra el propio país, que ya estaba en Dante, y que no se da tanto en otros países, para un francés o un americano sería imposible”, apunta Lagioia.

La noche final de Pasolini termina en esta última lengua de tierra llamada el Idroscalo, por la antigua estación de hidroaviones ubicada en este lugar en los años treinta y abandonada tras la guerra. En este lugar remoto surgió una zona de barracas y chabolas ilegales que se ha mantenido hasta hoy, como si no hubiera pasado el tiempo. Se puede decir que es la última borgata de Roma, parece sacada de una película de Pasolini. Han asfaltado la carretera, pero aún no hay alcantarillado. “Hemos quedado marcados por la muerte de Pasolini, el Idroscalo para todo el mundo es eso”, lamenta Sergio Leoni, 76 años, dueño del único bar y restaurante del lugar, y que en 1975 tenía el único teléfono. Ahora se llama La Villa di Tiberio. Desde allí se hizo la primera llamada a la policía. “La señora que vivía al lado de donde lo mataron paró al pescadero, que me traía el pescado a las cinco de la mañana, para decirle que había un muerto y fuera a llamar por teléfono”, recuerda.
El cuerpo destrozado de Pasolini estaba a 900 metros, en un descampado junto a la carretera. “Lo reconocí enseguida, era él”, dice Leoni, que lo conocía porque frecuentaba su restaurante. Empezó a ir cuando rodó en el lugar Pajaritos y pajarracos (1966) ―también Fellini hizo por allí escenas de Ocho y medio―. Leoni cuenta cenas del artista con jóvenes “con los que luego se iba a hacer sus cosas”, y a veces había discusiones y peleas. En su opinión, lo que ocurrió es que esa noche las cosas se torcieron, no cree que hubiera otras personas implicadas. Fue la versión de Pelosi en el juicio, que él se negó a proseguir una relación sexual, Pasolini se puso agresivo y él se defendió, lo golpeó con una tabla y lo derribó. Al huir con su coche le pasó por encima sin querer, de ahí las graves lesiones que presentaba el cuerpo, según su declaración. Horas después fue Davoli quien reconoció el cadáver ante el juez.
Un pequeño paraíso renacido en la basura
En el lugar se instaló una escultura conmemorativa, pero pronto quedó abandonado, el último rechazo a Pasolini incluso muerto. Acabó siendo un basurero. Se cuenta que una vez François Mitterrand, de visita en Roma, quiso ver el monumento, pero a las autoridades les dio tanta vergüenza que viera cómo estaba que el chófer le dio vueltas por la circunvalación hasta que se hizo tarde. También Patti Smith ha ido varias veces en privado. Se ve cómo era aquello en una de las secuencias más hermosas de Caro diario (1993), donde Nanni Moretti vaga con su vespa buscando el lugar.
Lo que pasó después cambia en parte el final de la historia de Pasolini, es una especie de resurrección. A partir de 2000 se hizo cargo del lugar la asociación LIPU, que recuperó la naturaleza del entorno. Ester Mantera, de 31 años, estaba dando este martes los últimos retoques al lugar, para los actos conmemorativos de este domingo. “Ha sido una gran victoria”, resume. La zona se ha convertido en un pequeño paraíso natural, un enclave protegido de 22 hectáreas con una laguna y casetas para observar aves. Cuando llegaron había cuatro especies, ahora hay 220. Mientras lo cuenta, a sus espaldas se produce una visión, como un milagro: pasa volando un flamenco. Entre la hierba, hay piedras donde se leen frases del poeta: “La muerte no está en el no poder comunicar, sino en el no poder ser comprendidos”. O, con su sentido profético: “En cuanto al futuro, escuche: sus hijos fascistas navegarán hacia los mundos de la Nueva Prehistoria”. No hace falta tanto pensar qué diría hoy, porque algunas cosas ya las había dicho.

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