Los mordiscos de oruga que sirvieron para descubrir que las plantas ‘oyen’

En 2011, dos investigadores de Misuri hicieron una locura: pusieron pastillas de guitarra [que amplifican el sonido] en una planta y demostraron que podía oír. La idea, como tantas otras buenas ideas, surgió por casualidad.

Rex Cocroft, experto en comunicación animal, estaba estudiando membrácidos (o diablitos), que son insectos de un aspecto muy peculiar (…). Cocroft observó que los membrácidos sacudían de manera deliberada el abdomen a gran velocidad, con lo que enviaban patas abajo una vibración que llegaba hasta la rama del árbol o del arbusto leñoso sobre el que estuviera posado. Esas vibraciones viajan por la planta y son recogidas por otros membrácidos, que cuentan con patas muy sensibles y adaptadas a la tarea de actuar como agujas de fonógrafo. Cocroft descubrió que era el modo en que estos insectos decían: “Hola, estoy aquí”. Básicamente, usaban la planta como si fuera un teléfono de lata. Era un trabajo muy interesante, pero un día todas las grabaciones que Cocroft había intentado hacer de esas vibraciones quedaron contaminadas por otro ruido. Era una especie de rasgado. Era rítmico. Y no eran membrácidos. “Eran un montón de orugas mordisqueando”, dijo Heidi Appel, una investigadora principal de la Universidad de Toledo en Ohio que empezó a colaborar con Cocroft. Se le ocurrió una posibilidad que la fascinó.

Las orugas son el abrelatas del mundo de los insectos. (…) Amplificado hasta un volumen detectable para el oído humano, el mascar de la oruga suena como grandes dientes de cabra masticando heno seco o como un puñado de grava que frotáramos entre las manos. Supongo que puede ser un sonido extrañamente gratificante, como el de un personaje de dibujos animados masticando una zanahoria. Por el contrario, sin amplificación resulta de lo más sutil. El sonido de los mordisquitos de oruga hace vibrar la hoja apenas dos milésimas de milímetro.

Appel conoció a Cocroft en un seminario de su universidad. Se presentaron mutuamente explicándose los sistemas que estudiaban, algo habitual en las relaciones sociales de los naturalistas.(…) Juntos, diseñaron una serie de experimentos. El razonamiento era algo así: los mordiscos de oruga son un elemento omnipresente en la vida de las plantas, y producen un sonido muy característico. Las vibraciones acústicas viajan por las plantas a mayor rapidez que cualquier otra señal que pudieran detectar. ¿Acaso no sería ventajoso para ellas ser capaces de percibirlas?

Se estaban metiendo en terreno pantanoso. La sombra de La vida secreta de las plantas seguía siendo muy alargada en el mundo de la botánica cuarenta años después de su publicación. Preguntar si las plantas habían evolucionado de tal modo que podían oír (o al menos interpretar las vibraciones que nosotros entendemos como sonido) levantaría más de una ceja y de dos. (…) Appel no es una fiel creyente en el debate sobre la inteligencia de las plantas que se ha apropiado del campo. Prefiere que se encarguen de ello los filósofos y que los científicos se dediquen a lo suyo, que es investigar. (…)

Las plantas y los insectos interactúan durante todo el día, cada día y en todas las fases de sus ciclos vitales. Es muy posible que se trate de la relación más importante en la vida tanto de las unas como de los otros; en el caso de los insectos, esta afirmación es cierta sobre todo si son de los que beben néctar o comen hojas, algo que hace la gran mayoría de ellos. Las plantas y los insectos representan la mitad de todos los organismos pluricelulares sobre la faz de la Tierra. Por lo tanto, no es exagerado decir que la suya es una de las relaciones más importantes del planeta. Cuando decidieron comprobar el oído de las plantas, Cocroft y Apple trataban con blanquitas de la col, unas orugas rechonchas, de color verde hierba, capaces de devorar hojas a gran velocidad. (…) A medida que avanzan, dejan tras de sí un espacio negativo con forma de luna creciente, allá donde antes había hoja verde. Si miras cualquier hoja, verás el borde cortado en medialunas, como un copo de nieve de papel. Una oruga pasó por aquí y quedó (brevemente) saciada.

A la planta le interesa mucho evitar este incómodo desmantelamiento y no perder todos esos cloroplastos tan útiles. La buena noticia para las plantas es que han desarrollado múltiples estrategias ingeniosas para poner fin a la destrucción mientras la oruga aún está a media comida o, como mínimo, para evitar que invite a sus primos. Algunas plantas secretan taninos amargos en el intento de resultar asquerosas. Otras producen su propio repelente de insectos, que en muchos casos es la parte de la planta de la que los seres humanos disfrutamos más, como el aceite de orégano del orégano o el picante del tubérculo del rábano picante. (…)

Sin embargo la reacción de la hoja ante el mordisco no queda confinada en la hoja en cuestión; el mordisco activa una cascada de cambios hormonales en toda la planta, lo que significa que las distintas partes de una planta han de tener una manera de hablar entre ellas. La electricidad podría ser una explicación, pero incluso la velocidad a la que esta viaja por el cuerpo de la planta (a unos 0,05 metros por segundo) es inferior a la de algunas de las reacciones que han observado los científicos. Parece que una de las maneras en que se comunica esta amenaza son las vibraciones que percibimos como sonido. Las vibraciones acústicas viajan a una velocidad extraordinaria. En una planta leñosa rígida, viajan a miles de centímetros por segundo, una velocidad que se reduce a medida que aumenta la flexibilidad general de la planta, pero que, en todos los casos, sigue siendo muy elevada. ¿Se puede decir que las plantas oyen a sus invasores?

Para descubrirlo, Appel y Cocroft decidieron poner a prueba la arabidopsis con algo que se la comería sin pensárselo dos veces: una oruga de blanquita de la col. Para el experimento, decidieron usar pastillas de guitarra sintonizadas con la frecuencia exacta del mordisqueo de la blanquita de la col. Como control, conectaron pastillas a otras arabidopsis, a cuyas hojas se permitió permanecer en silencio. En su primer experimento, reprodujeron el sonido del mordisqueo de las orugas, que envió vibraciones minúsculas por todas las hojas. ¿Cómo podían saber si la planta respondía o no? “Una planta a la que se ataca puede reaccionar al instante o tomar nota de lo sucedido a fin de prepararse para la próxima vez y reaccionar antes”, dijo Appel. Así que retiraron las pastillas de guitarra y volvieron a probar, esta vez con orugas reales. Luego tuvieron que esperar para analizar las hojas en el laboratorio y determinar si las plantas habían producido o no compuestos defensivos. “¿En serio?”, exclamó Appel cuando vio los resultados. Volvió al laboratorio para pedirle a la técnica que comprobara las cifras. La técnica se las envió de nuevo. El resultado seguía siendo increíble. La señal era clarísima. Las plantas oían a las orugas. Llamó a Cocroft. “No te lo vas a creer”.

Se reunieron e intentaron pensar en todos los errores que podrían haber cometido. “Quizá las plantas responden a todo, no a insectos concretos”, concluyó ella. Repitieron el experimento con muchos controles. Usaron un ventilador pequeño para simular una brisa ligera; tal vez también haría que las plantas activaran sus defensas. Intentaron reproducir el sonido de la canción de cortejo de los cicadélidos (insectos que se alimentan de hojas) —tiene la misma amplitud de onda que el sonido del mordisqueo de las orugas, aunque el patrón rítmico es distinto—, pero las arabidopsis no se inmutaron. Y es que los cicadélidos no se alimentan de arabidopsis. Todos estos esfuerzos lo dejaron aún más claro: la planta respondía específica y exclusivamente al sonido del mordisqueo de su depredador genuino. “Por supuesto, la sonrisa no nos cabía en el rostro —dijo Appel—. En la ciencia, los avances en la comprensión de los fenómenos acostumbran a ser muy graduales y la mayoría de nosotros nos pasamos toda la carrera sin encontrar respuestas […]; digamos que lo más normal es que los experimentos sean infructuosos, y cuando resultan útiles, lo que sea que nos digan acerca de cómo funciona el mundo viene en paquetitos diminutos. Es como los ladrillos de una pared. Se suman uno a uno”. Sin embargo, esto no era un paquetito diminuto. Era la demostración de que las plantas oían de verdad, a su manera desorejada. Para ellas, el sonido es vibración pura. Y hacen algo al respecto cuando perciben una vibración que saben que viene asociada a que les hagan daño. Como la de una oruga masticando carne vegetal.

Seguir leyendo

 En 2011, dos investigadores de Misuri hicieron una locura: pusieron pastillas de guitarra [que amplifican el sonido] en una planta y demostraron que podía oír. La idea, como tantas otras buenas ideas, surgió por casualidad.Rex Cocroft, experto en comunicación animal, estaba estudiando membrácidos (o diablitos), que son insectos de un aspecto muy peculiar (…). Cocroft observó que los membrácidos sacudían de manera deliberada el abdomen a gran velocidad, con lo que enviaban patas abajo una vibración que llegaba hasta la rama del árbol o del arbusto leñoso sobre el que estuviera posado. Esas vibraciones viajan por la planta y son recogidas por otros membrácidos, que cuentan con patas muy sensibles y adaptadas a la tarea de actuar como agujas de fonógrafo. Cocroft descubrió que era el modo en que estos insectos decían: “Hola, estoy aquí”. Básicamente, usaban la planta como si fuera un teléfono de lata. Era un trabajo muy interesante, pero un día todas las grabaciones que Cocroft había intentado hacer de esas vibraciones quedaron contaminadas por otro ruido. Era una especie de rasgado. Era rítmico. Y no eran membrácidos. “Eran un montón de orugas mordisqueando”, dijo Heidi Appel, una investigadora principal de la Universidad de Toledo en Ohio que empezó a colaborar con Cocroft. Se le ocurrió una posibilidad que la fascinó.Las orugas son el abrelatas del mundo de los insectos. (…) Amplificado hasta un volumen detectable para el oído humano, el mascar de la oruga suena como grandes dientes de cabra masticando heno seco o como un puñado de grava que frotáramos entre las manos. Supongo que puede ser un sonido extrañamente gratificante, como el de un personaje de dibujos animados masticando una zanahoria. Por el contrario, sin amplificación resulta de lo más sutil. El sonido de los mordisquitos de oruga hace vibrar la hoja apenas dos milésimas de milímetro.Appel conoció a Cocroft en un seminario de su universidad. Se presentaron mutuamente explicándose los sistemas que estudiaban, algo habitual en las relaciones sociales de los naturalistas.(…) Juntos, diseñaron una serie de experimentos. El razonamiento era algo así: los mordiscos de oruga son un elemento omnipresente en la vida de las plantas, y producen un sonido muy característico. Las vibraciones acústicas viajan por las plantas a mayor rapidez que cualquier otra señal que pudieran detectar. ¿Acaso no sería ventajoso para ellas ser capaces de percibirlas?Se estaban metiendo en terreno pantanoso. La sombra de La vida secreta de las plantas seguía siendo muy alargada en el mundo de la botánica cuarenta años después de su publicación. Preguntar si las plantas habían evolucionado de tal modo que podían oír (o al menos interpretar las vibraciones que nosotros entendemos como sonido) levantaría más de una ceja y de dos. (…) Appel no es una fiel creyente en el debate sobre la inteligencia de las plantas que se ha apropiado del campo. Prefiere que se encarguen de ello los filósofos y que los científicos se dediquen a lo suyo, que es investigar. (…)Las plantas y los insectos interactúan durante todo el día, cada día y en todas las fases de sus ciclos vitales. Es muy posible que se trate de la relación más importante en la vida tanto de las unas como de los otros; en el caso de los insectos, esta afirmación es cierta sobre todo si son de los que beben néctar o comen hojas, algo que hace la gran mayoría de ellos. Las plantas y los insectos representan la mitad de todos los organismos pluricelulares sobre la faz de la Tierra. Por lo tanto, no es exagerado decir que la suya es una de las relaciones más importantes del planeta. Cuando decidieron comprobar el oído de las plantas, Cocroft y Apple trataban con blanquitas de la col, unas orugas rechonchas, de color verde hierba, capaces de devorar hojas a gran velocidad. (…) A medida que avanzan, dejan tras de sí un espacio negativo con forma de luna creciente, allá donde antes había hoja verde. Si miras cualquier hoja, verás el borde cortado en medialunas, como un copo de nieve de papel. Una oruga pasó por aquí y quedó (brevemente) saciada.A la planta le interesa mucho evitar este incómodo desmantelamiento y no perder todos esos cloroplastos tan útiles. La buena noticia para las plantas es que han desarrollado múltiples estrategias ingeniosas para poner fin a la destrucción mientras la oruga aún está a media comida o, como mínimo, para evitar que invite a sus primos. Algunas plantas secretan taninos amargos en el intento de resultar asquerosas. Otras producen su propio repelente de insectos, que en muchos casos es la parte de la planta de la que los seres humanos disfrutamos más, como el aceite de orégano del orégano o el picante del tubérculo del rábano picante. (…)Sin embargo la reacción de la hoja ante el mordisco no queda confinada en la hoja en cuestión; el mordisco activa una cascada de cambios hormonales en toda la planta, lo que significa que las distintas partes de una planta han de tener una manera de hablar entre ellas. La electricidad podría ser una explicación, pero incluso la velocidad a la que esta viaja por el cuerpo de la planta (a unos 0,05 metros por segundo) es inferior a la de algunas de las reacciones que han observado los científicos. Parece que una de las maneras en que se comunica esta amenaza son las vibraciones que percibimos como sonido. Las vibraciones acústicas viajan a una velocidad extraordinaria. En una planta leñosa rígida, viajan a miles de centímetros por segundo, una velocidad que se reduce a medida que aumenta la flexibilidad general de la planta, pero que, en todos los casos, sigue siendo muy elevada. ¿Se puede decir que las plantas oyen a sus invasores?Para descubrirlo, Appel y Cocroft decidieron poner a prueba la arabidopsis con algo que se la comería sin pensárselo dos veces: una oruga de blanquita de la col. Para el experimento, decidieron usar pastillas de guitarra sintonizadas con la frecuencia exacta del mordisqueo de la blanquita de la col. Como control, conectaron pastillas a otras arabidopsis, a cuyas hojas se permitió permanecer en silencio. En su primer experimento, reprodujeron el sonido del mordisqueo de las orugas, que envió vibraciones minúsculas por todas las hojas. ¿Cómo podían saber si la planta respondía o no? “Una planta a la que se ataca puede reaccionar al instante o tomar nota de lo sucedido a fin de prepararse para la próxima vez y reaccionar antes”, dijo Appel. Así que retiraron las pastillas de guitarra y volvieron a probar, esta vez con orugas reales. Luego tuvieron que esperar para analizar las hojas en el laboratorio y determinar si las plantas habían producido o no compuestos defensivos. “¿En serio?”, exclamó Appel cuando vio los resultados. Volvió al laboratorio para pedirle a la técnica que comprobara las cifras. La técnica se las envió de nuevo. El resultado seguía siendo increíble. La señal era clarísima. Las plantas oían a las orugas. Llamó a Cocroft. “No te lo vas a creer”.Se reunieron e intentaron pensar en todos los errores que podrían haber cometido. “Quizá las plantas responden a todo, no a insectos concretos”, concluyó ella. Repitieron el experimento con muchos controles. Usaron un ventilador pequeño para simular una brisa ligera; tal vez también haría que las plantas activaran sus defensas. Intentaron reproducir el sonido de la canción de cortejo de los cicadélidos (insectos que se alimentan de hojas) —tiene la misma amplitud de onda que el sonido del mordisqueo de las orugas, aunque el patrón rítmico es distinto—, pero las arabidopsis no se inmutaron. Y es que los cicadélidos no se alimentan de arabidopsis. Todos estos esfuerzos lo dejaron aún más claro: la planta respondía específica y exclusivamente al sonido del mordisqueo de su depredador genuino. “Por supuesto, la sonrisa no nos cabía en el rostro —dijo Appel—. En la ciencia, los avances en la comprensión de los fenómenos acostumbran a ser muy graduales y la mayoría de nosotros nos pasamos toda la carrera sin encontrar respuestas […]; digamos que lo más normal es que los experimentos sean infructuosos, y cuando resultan útiles, lo que sea que nos digan acerca de cómo funciona el mundo viene en paquetitos diminutos. Es como los ladrillos de una pared. Se suman uno a uno”. Sin embargo, esto no era un paquetito diminuto. Era la demostración de que las plantas oían de verdad, a su manera desorejada. Para ellas, el sonido es vibración pura. Y hacen algo al respecto cuando perciben una vibración que saben que viene asociada a que les hagan daño. Como la de una oruga masticando carne vegetal. Seguir leyendo  

En 2011, dos investigadores de Misuri hicieron una locura: pusieron pastillas de guitarra [que amplifican el sonido] en una planta y demostraron que podía oír. La idea, como tantas otras buenas ideas, surgió por casualidad.

Rex Cocroft, experto en comunicación animal, estaba estudiando membrácidos (o diablitos), que son insectos de un aspecto muy peculiar (…). Cocroft observó que los membrácidos sacudían de manera deliberada el abdomen a gran velocidad, con lo que enviaban patas abajo una vibración que llegaba hasta la rama del árbol o del arbusto leñoso sobre el que estuviera posado. Esas vibraciones viajan por la planta y son recogidas por otros membrácidos, que cuentan con patas muy sensibles y adaptadas a la tarea de actuar como agujas de fonógrafo. Cocroft descubrió que era el modo en que estos insectos decían: “Hola, estoy aquí”. Básicamente, usaban la planta como si fuera un teléfono de lata. Era un trabajo muy interesante, pero un día todas las grabaciones que Cocroft había intentado hacer de esas vibraciones quedaron contaminadas por otro ruido. Era una especie de rasgado. Era rítmico. Y no eran membrácidos. “Eran un montón de orugas mordisqueando”, dijo Heidi Appel, una investigadora principal de la Universidad de Toledo en Ohio que empezó a colaborar con Cocroft. Se le ocurrió una posibilidad que la fascinó.

Las orugas son el abrelatas del mundo de los insectos. (…) Amplificado hasta un volumen detectable para el oído humano, el mascar de la oruga suena como grandes dientes de cabra masticando heno seco o como un puñado de grava que frotáramos entre las manos. Supongo que puede ser un sonido extrañamente gratificante, como el de un personaje de dibujos animados masticando una zanahoria. Por el contrario, sin amplificación resulta de lo más sutil. El sonido de los mordisquitos de oruga hace vibrar la hoja apenas dos milésimas de milímetro.

Appel conoció a Cocroft en un seminario de su universidad. Se presentaron mutuamente explicándose los sistemas que estudiaban, algo habitual en las relaciones sociales de los naturalistas.(…) Juntos, diseñaron una serie de experimentos. El razonamiento era algo así: los mordiscos de oruga son un elemento omnipresente en la vida de las plantas, y producen un sonido muy característico. Las vibraciones acústicas viajan por las plantas a mayor rapidez que cualquier otra señal que pudieran detectar. ¿Acaso no sería ventajoso para ellas ser capaces de percibirlas?

Se estaban metiendo en terreno pantanoso. La sombra de La vida secreta de las plantas seguía siendo muy alargada en el mundo de la botánica cuarenta años después de su publicación. Preguntar si las plantas habían evolucionado de tal modo que podían oír (o al menos interpretar las vibraciones que nosotros entendemos como sonido) levantaría más de una ceja y de dos. (…) Appel no es una fiel creyente en el debate sobre la inteligencia de las plantas que se ha apropiado del campo. Prefiere que se encarguen de ello los filósofos y que los científicos se dediquen a lo suyo, que es investigar. (…)

Las plantas y los insectos interactúan durante todo el día, cada día y en todas las fases de sus ciclos vitales. Es muy posible que se trate de la relación más importante en la vida tanto de las unas como de los otros; en el caso de los insectos, esta afirmación es cierta sobre todo si son de los que beben néctar o comen hojas, algo que hace la gran mayoría de ellos. Las plantas y los insectos representan la mitad de todos los organismos pluricelulares sobre la faz de la Tierra. Por lo tanto, no es exagerado decir que la suya es una de las relaciones más importantes del planeta. Cuando decidieron comprobar el oído de las plantas, Cocroft y Apple trataban con blanquitas de la col, unas orugas rechonchas, de color verde hierba, capaces de devorar hojas a gran velocidad. (…) A medida que avanzan, dejan tras de sí un espacio negativo con forma de luna creciente, allá donde antes había hoja verde. Si miras cualquier hoja, verás el borde cortado en medialunas, como un copo de nieve de papel. Una oruga pasó por aquí y quedó (brevemente) saciada.

A la planta le interesa mucho evitar este incómodo desmantelamiento y no perder todos esos cloroplastos tan útiles. La buena noticia para las plantas es que han desarrollado múltiples estrategias ingeniosas para poner fin a la destrucción mientras la oruga aún está a media comida o, como mínimo, para evitar que invite a sus primos. Algunas plantas secretan taninos amargos en el intento de resultar asquerosas. Otras producen su propio repelente de insectos, que en muchos casos es la parte de la planta de la que los seres humanos disfrutamos más, como el aceite de orégano del orégano o el picante del tubérculo del rábano picante. (…)

Sin embargo la reacción de la hoja ante el mordisco no queda confinada en la hoja en cuestión; el mordisco activa una cascada de cambios hormonales en toda la planta, lo que significa que las distintas partes de una planta han de tener una manera de hablar entre ellas. La electricidad podría ser una explicación, pero incluso la velocidad a la que esta viaja por el cuerpo de la planta (a unos 0,05 metros por segundo) es inferior a la de algunas de las reacciones que han observado los científicos. Parece que una de las maneras en que se comunica esta amenaza son las vibraciones que percibimos como sonido. Las vibraciones acústicas viajan a una velocidad extraordinaria. En una planta leñosa rígida, viajan a miles de centímetros por segundo, una velocidad que se reduce a medida que aumenta la flexibilidad general de la planta, pero que, en todos los casos, sigue siendo muy elevada. ¿Se puede decir que las plantas oyen a sus invasores?

Para descubrirlo, Appel y Cocroft decidieron poner a prueba la arabidopsis con algo que se la comería sin pensárselo dos veces: una oruga de blanquita de la col. Para el experimento, decidieron usar pastillas de guitarra sintonizadas con la frecuencia exacta del mordisqueo de la blanquita de la col. Como control, conectaron pastillas a otras arabidopsis, a cuyas hojas se permitió permanecer en silencio. En su primer experimento, reprodujeron el sonido del mordisqueo de las orugas, que envió vibraciones minúsculas por todas las hojas. ¿Cómo podían saber si la planta respondía o no? “Una planta a la que se ataca puede reaccionar al instante o tomar nota de lo sucedido a fin de prepararse para la próxima vez y reaccionar antes”, dijo Appel. Así que retiraron las pastillas de guitarra y volvieron a probar, esta vez con orugas reales. Luego tuvieron que esperar para analizar las hojas en el laboratorio y determinar si las plantas habían producido o no compuestos defensivos. “¿En serio?”, exclamó Appel cuando vio los resultados. Volvió al laboratorio para pedirle a la técnica que comprobara las cifras. La técnica se las envió de nuevo. El resultado seguía siendo increíble. La señal era clarísima. Las plantas oían a las orugas. Llamó a Cocroft. “No te lo vas a creer”.

Se reunieron e intentaron pensar en todos los errores que podrían haber cometido. “Quizá las plantas responden a todo, no a insectos concretos”, concluyó ella. Repitieron el experimento con muchos controles. Usaron un ventilador pequeño para simular una brisa ligera; tal vez también haría que las plantas activaran sus defensas. Intentaron reproducir el sonido de la canción de cortejo de los cicadélidos (insectos que se alimentan de hojas) —tiene la misma amplitud de onda que el sonido del mordisqueo de las orugas, aunque el patrón rítmico es distinto—, pero las arabidopsis no se inmutaron. Y es que los cicadélidos no se alimentan de arabidopsis. Todos estos esfuerzos lo dejaron aún más claro: la planta respondía específica y exclusivamente al sonido del mordisqueo de su depredador genuino. “Por supuesto, la sonrisa no nos cabía en el rostro —dijo Appel—. En la ciencia, los avances en la comprensión de los fenómenos acostumbran a ser muy graduales y la mayoría de nosotros nos pasamos toda la carrera sin encontrar respuestas […]; digamos que lo más normal es que los experimentos sean infructuosos, y cuando resultan útiles, lo que sea que nos digan acerca de cómo funciona el mundo viene en paquetitos diminutos. Es como los ladrillos de una pared. Se suman uno a uno”. Sin embargo, esto no era un paquetito diminuto. Era la demostración de que las plantas oían de verdad, a su manera desorejada. Para ellas, el sonido es vibración pura. Y hacen algo al respecto cuando perciben una vibración que saben que viene asociada a que les hagan daño. Como la de una oruga masticando carne vegetal.

 EL PAÍS

Noticias de Interés