Nico, el delicado rostro de facciones duras del malditismo pop, aquella voz tan pálida y rubia que susurraba en el disco de la Velvet Underground, el del plátano amarillo, murió en Ibiza en 1988 y fue enterrada a las afueras de Berlín, en un lugar algo tétrico al que los berlineses llaman el bosque de los suicidios. Muchos años después Mariana Enríquez viajó hasta allí en una de sus peregrinaciones por cementerios. Fue una de las tumbas que más le costó encontrar en su arqueológica obsesión por las lápidas olvidadas. “Fue bastante difícil porque todas las veces que fui a Berlín antes estaba lejísimos. Una vez me invitaron a una especie de retiro, estuve tres días en una casa para escritores que sí estaba cerca, pero relativamente, a 20 minutos. Encontré un taxista que me llevó, me esperó afuera. Durante años estuve cerca y no pude. A ver, déjame pensar de los de los fetiches que me quedan, de mis amores que me quedan por ahí…”.
La escritora argentina ha llegado a los 50 años con amores imposibles desperdigados por cementerios de medio mundo. Ha paseado tanto entre lápidas y cruces que ahora, una tarde de otoño en Ciudad de México, le cuesta pensar en las que le quedan pendientes. Está en la terraza de un hotel del centro que imita al patio de las vecindades clásicas de la capital. Viste con un traje, cómo no, negro, una camiseta azul, la chaqueta con pines en las solapas, el pelo canoso y elegante, los labios rojos, la sombra de ojos azul. Y dice:
—Siempre me atrajeron estéticamente, así de niña gótica, y también la idea transgresora. Me parecen lugares muy lindos. Con los años pensé más y al relacionarlo con la historia de Argentina, para mí la idea de una tumba y un cementerio me parece muy tranquilizadora, todo lo contrario a lo voluble, sobre todo por mi generación: la generación de nuestros padres es la de los desaparecidos. La idea de una tumba con un nombre es algo muy reconfortante, no me da miedo. Luego también como escritora, las historias: hay muchísimas historias.
—¿Alguna vez ha ido también a fosas comunes de represaliados políticos?
—En España, donde está Lorca.
—Dicen que Joe Strummer, el cantante de los Clash, apareció una noche donde se cree que está Lorca, borracho y con una pala para desenterrarlo.
—Sí, porque él trabajó en un cementerio. La única vez que estuve en Granada conocí a la sobrina de Lorca, pero no le pedí a ella que me llevara, no me parecía bien. Después unos amigos que tenía me llevaron a donde se presume que está, que casi no está señalizado.
El gusto por lo oscuro estuvo ahí desde siempre. De niña, en las películas de terror de bajo presupuesto de la Hammer que pasaban los sábados por la tarde. En los libros de mitos y leyendas que leía. En la escuela católica, con sus “nociones del mal, el demonio y todo eso”. En las historias que le contaba su abuela, una mujer de la provincia de Corrientes: tierra de cultos, santos paganos, el Gauchito Gil. De esa mitología rica en fábulas, figuras sobrenaturales y espiritualidad se empapó Enríquez para escribir Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), su gran novela, la obra emblema del terror social, el subgénero con el que la crítica define a la argentina, con la que ganó el Herralde en 2019.
Su abuela contaba cuentos para no dormir. A veces de fantasmas, a veces más tétricos, sacados de su propia biografía. Como la historia del hijo de una de sus 11 hermanas, un muchacho que nació con microcefalia, “tenía la cabeza chiquitita”, y fue internado en una buena institución por su familia. “Como era un chico muy atento, trabajaba en la morgue. Mi abuela siempre me decía: ‘Claro, pobrecito, él no se da mucha cuenta y lo tienen que obligar después de que manipula los órganos a lavarse las manos’. A mí esa escena… O me contaba que una de sus hermanas se había muerto muy chiquita, bebé, como se morían en esa época, y la habían enterrado en la parte de atrás, en el campo, y que cuando llovía la niña lloraba. No tenía ninguna censura en lo que debía de hablar con un niño para nada. Después era una mujer que estaba casada con un capitán de barco mercante, muy elegante, vivía en un conurbano industrial de Buenos Aires: no era para nada una mujer relacionada con brujería. [En Corrientes] la religiosidad popular está muy integrada en la vida cotidiana. Es muy latinoamericano. No hay mucha contradicción con el resto de tu vida. No sé por qué en Europa no hay”.
—Depende del lugar. En Galicia, por ejemplo, hay muchas leyendas: la Santa Compaña, las meigas.
—La última vez que estuve en Sevilla fue en la semana anterior a Semana Santa. Es lo más pagano que vi en mi vida. Son todas vírgenes de la Iglesia, pero la relación que tiene la gente no es, creo yo, como la Iglesia querría. Es una fiesta, es todo rarísimo. Se parece mucho al carnaval de Río o al Mardi Grass.
Revictimización, autocensura, abrir puertas
Dice Enríquez que para sentarse a escribir de algo necesita que sea cercano: haberlo vivido, que alguien le haya contado. Que la toque de una manera u otra. Nunca se ha encontrado con una historia, promete, lo demasiado horrible como para no ser capaz de narrarla. “Nunca me parece demasiado, al contrario, creo que no hay que ser tímido con esas cosas, si pasan en la realidad no me explico mucho por qué en literatura no pueden ser expresadas, pensadas, representadas, y doblar la apuesta, además, porque la ficción es un espacio seguro, es un espacio donde podemos pensar. Yo a veces necesito recurrir a la ficción para poder ver las capas de sentido que me pasan, cómo eso se relaciona con mi propia historia, en mi propio cuerpo, en mi propia contemporaneidad. Es también una manera de investigar esos hechos, no desde el periodismo, que también hago, sino desde la sensibilidad de la ficción, que es muchísimo más sutil y donde podés entrar a pensar en el asesino. Para mí lo hace más real y eso no necesariamente me agobia, sino que siento que me hace más empática que ver una noticia en el diario”.
—Hay todo un debate sobre la revictimización, hacer arte a partir de cosas terribles que le han pasado a gente de carne y hueso.
—A mí no me molesta la literatura morbosa ni revictimizadora. Yo creo que la literatura no tiene responsabilidad social ninguna, el arte en general. Si hay arte que es provocador y molesta, será juzgado, estudiado, el artista lidiará con las consecuencias de sus actos, pero yo creo que es una forma de censura en realidad. No creo que me pueda nadie decir qué significa revictimizar salvo la víctima, que es la única persona que escucharía en esas circunstancias, y mis experiencias con víctimas fueron siempre todo lo contrario. Siempre.
Hay un cuento con el que abre el último libro de Enriquez, Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), que habla de un joven al que asesinan otros jóvenes mientras trata de escaparse de un secuestro exprés en un barrio jodido. La víctima toca muchas puertas, pide refugio, pero nadie abre: temen que sea un truco para robarles. Está basado en una historia real. En el relato, Mis muertos tristes, el muerto vuelve como un fantasma por las noches y atormenta a los vecinos que le negaron la ayuda, llama a las puertas, grita. “Yo me comuniqué con su mamá y ella estaba muy… contenta no es la palabra, porque mataron a su hijo, pero sentía que era un reconocimiento a la vida y a la muerte de su hijo. Hablar con ella me enseñó mucho acerca del discurso de: ‘Estás revictimizando, esto es un límite’, y lo que pasa de verdad con la gente. Alguna se puede enojar, pero en mi experiencia es más bien lo contrario, una especie de agradecimiento agridulce. Ella me decía: ‘Mi hijo nunca haría eso porque era un buen chico, es un fantasma malo’, pero todo fue en una conversación de enorme de respeto”.
En otra ocasión, Enriquez escribió de los desaparecidos de la dictadura militar, una herida todavía fresca en la sociedad argentina, como fantasmas. “Ahí sí tuve una especie de miedo: ‘Bueno, a lo mejor se ofenden militantes de derechos humanos o los compañeros o hijos de desaparecidos’”. Pasó desapercibida, aunque algunas personas más mayores que ella criticaron que su generación “jugaba” con temas con los que no se debería jugar. “Una amiga, Mariana Eva Pérez, hace una performance que se llama La antivisita, donde utiliza historias de fantasmas de desaparecidos para contar la historia de sus padres y de un campo de concentración que es la ESMA. Yo ahí sentí que tuve una compañía generacional. A veces ir muy lejos, abre puertas. Una persona tiene derecho a equivocarse y después decir: ‘Bueno, quizá aquí fui muy lejos, disculpas’, pero autocensurarse para mí no es una opción”.
Las raras
Enríquez, que se ha aventurado en un género literario sin referentes en lengua castellana, ha tenido que avanzar a tientas por caminos poco explorados. Sus principales influencias vienen del gótico sureño, una corriente nacida en el sur profundo estadounidense con autores como William Faulkner, Carson McCullers, Tennessee Williams, o el terror de H. P. Lovecraft. “El gótico sureño tiene esta idea de un lugar donde se cometió un crimen irreparable, que va a estar maldito para siempre: el sur y la esclavitud”. Ella lo adapta a las “grandes masacres que se hicieron en América Latina como un pecado original del que es muy difícil salir”.
Mariana Eva Pérez no es la única compañía generacional que ha encontrado, sin embargo. A autoras como ella, Mónica Ojeda o Samanta Schweblin las han agrupado bajo el paraguas de la “literatura de lo inusual”, una etiqueta con la que se siente cómoda. “Yo escribo muchas cuestiones postindustriales y para mí el gótico contemporáneo tiene que ver con las ruinas del capitalismo: transcurre en una fábrica abandonada, en un parking, en un supermercado al que ya no va nadie porque compran en Amazon. Las ruinas de un poder que está en decadencia como eran las abadías o los castillos en su momento. Pero el gótico a mí me cierra mucho. Creo que el weird o lo inusual funciona mejor porque, cuanto más amplia una categoría, mejor. Si no, me parece una manía clasificatoria. Bueno, nada, somos raras, ya, y eso está bien”.
En cierta manera, ese grupo disparejo de escritoras raras está cimentando los cánones de una nueva corriente. “Los que escribimos horror en castellano nos vimos obligados a tener que hacer una especie de sincretismo entre la tradición anglosajona y nuestro contenido. Eso hace que tengas frescura. Hay que hacer ese esfuerzo de mezcla y de traducción que me parece muy bueno, me gusta trabajar con lo periférico, con lo que las culturas no consideran lo central”.
La escritora argentina habla de su gusto por lo oscuro, los cuentos tétricos de su abuela, el debate sobre la revictimización en el arte o la nueva generación que está adaptando la tradición literaria del horror anglosajón a los códigos del castellano
Nico, el delicado rostro de facciones duras del malditismo pop, aquella voz tan pálida y rubia que susurraba en el disco de la Velvet Underground, el del plátano amarillo, murió en Ibiza en 1988 y fue enterrada a las afueras de Berlín, en un lugar algo tétrico al que los berlineses llaman el bosque de los suicidios. Muchos años después Mariana Enríquez viajó hasta allí en una de sus peregrinaciones por cementerios. Fue una de las tumbas que más le costó encontrar en su arqueológica obsesión por las lápidas olvidadas. “Fue bastante difícil porque todas las veces que fui a Berlín antes estaba lejísimos. Una vez me invitaron a una especie de retiro, estuve tres días en una casa para escritores que sí estaba cerca, pero relativamente, a 20 minutos. Encontré un taxista que me llevó, me esperó afuera. Durante años estuve cerca y no pude. A ver, déjame pensar de los de los fetiches que me quedan, de mis amores que me quedan por ahí…”.
La escritora argentina ha llegado a los 50 años con amores imposibles desperdigados por cementerios de medio mundo. Ha paseado tanto entre lápidas y cruces que ahora, una tarde de otoño en Ciudad de México, le cuesta pensar en las que le quedan pendientes. Está en la terraza de un hotel del centro que imita al patio de las vecindades clásicas de la capital. Viste con un traje, cómo no, negro, una camiseta azul, la chaqueta con pines en las solapas, el pelo canoso y elegante, los labios rojos, la sombra de ojos azul. Y dice:
—Siempre me atrajeron estéticamente, así de niña gótica, y también la idea transgresora. Me parecen lugares muy lindos. Con los años pensé más y al relacionarlo con la historia de Argentina, para mí la idea de una tumba y un cementerio me parece muy tranquilizadora, todo lo contrario a lo voluble, sobre todo por mi generación: la generación de nuestros padres es la de los desaparecidos. La idea de una tumba con un nombre es algo muy reconfortante, no me da miedo. Luego también como escritora, las historias: hay muchísimas historias.
—¿Alguna vez ha ido también a fosas comunes de represaliados políticos?
—En España, donde está Lorca.
—Dicen que Joe Strummer, el cantante de los Clash, apareció una noche donde se cree que está Lorca, borracho y con una pala para desenterrarlo.
—Sí, porque él trabajó en un cementerio. La única vez que estuve en Granada conocí a la sobrina de Lorca, pero no le pedí a ella que me llevara, no me parecía bien. Después unos amigos que tenía me llevaron a donde se presume que está, que casi no está señalizado.
El gusto por lo oscuro estuvo ahí desde siempre. De niña, en las películas de terror de bajo presupuesto de la Hammer que pasaban los sábados por la tarde. En los libros de mitos y leyendas que leía. En la escuela católica, con sus “nociones del mal, el demonio y todo eso”. En las historias que le contaba su abuela, una mujer de la provincia de Corrientes: tierra de cultos, santos paganos, el Gauchito Gil. De esa mitología rica en fábulas, figuras sobrenaturales y espiritualidad se empapó Enríquez para escribir Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), su gran novela, la obra emblema del terror social, el subgénero con el que la crítica define a la argentina, con la que ganó el Herralde en 2019.
Su abuela contaba cuentos para no dormir. A veces de fantasmas, a veces más tétricos, sacados de su propia biografía. Como la historia del hijo de una de sus 11 hermanas, un muchacho que nació con microcefalia, “tenía la cabeza chiquitita”, y fue internado en una buena institución por su familia. “Como era un chico muy atento, trabajaba en la morgue. Mi abuela siempre me decía: ‘Claro, pobrecito, él no se da mucha cuenta y lo tienen que obligar después de que manipula los órganos a lavarse las manos’. A mí esa escena… O me contaba que una de sus hermanas se había muerto muy chiquita, bebé, como se morían en esa época, y la habían enterrado en la parte de atrás, en el campo, y que cuando llovía la niña lloraba. No tenía ninguna censura en lo que debía de hablar con un niño para nada. Después era una mujer que estaba casada con un capitán de barco mercante, muy elegante, vivía en un conurbano industrial de Buenos Aires: no era para nada una mujer relacionada con brujería. [En Corrientes] la religiosidad popular está muy integrada en la vida cotidiana. Es muy latinoamericano. No hay mucha contradicción con el resto de tu vida. No sé por qué en Europa no hay”.
—Depende del lugar. En Galicia, por ejemplo, hay muchas leyendas: la Santa Compaña, las meigas.
—La última vez que estuve en Sevilla fue en la semana anterior a Semana Santa. Es lo más pagano que vi en mi vida. Son todas vírgenes de la Iglesia, pero la relación que tiene la gente no es, creo yo, como la Iglesia querría. Es una fiesta, es todo rarísimo. Se parece mucho al carnaval de Río o al Mardi Grass.
Revictimización, autocensura, abrir puertas
Dice Enríquez que para sentarse a escribir de algo necesita que sea cercano: haberlo vivido, que alguien le haya contado. Que la toque de una manera u otra. Nunca se ha encontrado con una historia, promete, lo demasiado horrible como para no ser capaz de narrarla. “Nunca me parece demasiado, al contrario, creo que no hay que ser tímido con esas cosas, si pasan en la realidad no me explico mucho por qué en literatura no pueden ser expresadas, pensadas, representadas, y doblar la apuesta, además, porque la ficción es un espacio seguro, es un espacio donde podemos pensar. Yo a veces necesito recurrir a la ficción para poder ver las capas de sentido que me pasan, cómo eso se relaciona con mi propia historia, en mi propio cuerpo, en mi propia contemporaneidad. Es también una manera de investigar esos hechos, no desde el periodismo, que también hago, sino desde la sensibilidad de la ficción, que es muchísimo más sutil y donde podés entrar a pensar en el asesino. Para mí lo hace más real y eso no necesariamente me agobia, sino que siento que me hace más empática que ver una noticia en el diario”.
—Hay todo un debate sobre la revictimización, hacer arte a partir de cosas terribles que le han pasado a gente de carne y hueso.
—A mí no me molesta la literatura morbosa ni revictimizadora. Yo creo que la literatura no tiene responsabilidad social ninguna, el arte en general. Si hay arte que es provocador y molesta, será juzgado, estudiado, el artista lidiará con las consecuencias de sus actos, pero yo creo que es una forma de censura en realidad. No creo que me pueda nadie decir qué significa revictimizar salvo la víctima, que es la única persona que escucharía en esas circunstancias, y mis experiencias con víctimas fueron siempre todo lo contrario. Siempre.
Hay un cuento con el que abre el último libro de Enriquez, Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), que habla de un joven al que asesinan otros jóvenes mientras trata de escaparse de un secuestro exprés en un barrio jodido. La víctima toca muchas puertas, pide refugio, pero nadie abre: temen que sea un truco para robarles. Está basado en una historia real. En el relato, Mis muertos tristes, el muerto vuelve como un fantasma por las noches y atormenta a los vecinos que le negaron la ayuda, llama a las puertas, grita. “Yo me comuniqué con su mamá y ella estaba muy… contenta no es la palabra, porque mataron a su hijo, pero sentía que era un reconocimiento a la vida y a la muerte de su hijo. Hablar con ella me enseñó mucho acerca del discurso de: ‘Estás revictimizando, esto es un límite’, y lo que pasa de verdad con la gente. Alguna se puede enojar, pero en mi experiencia es más bien lo contrario, una especie de agradecimiento agridulce. Ella me decía: ‘Mi hijo nunca haría eso porque era un buen chico, es un fantasma malo’, pero todo fue en una conversación de enorme de respeto”.
En otra ocasión, Enriquez escribió de los desaparecidos de la dictadura militar, una herida todavía fresca en la sociedad argentina, como fantasmas. “Ahí sí tuve una especie de miedo: ‘Bueno, a lo mejor se ofenden militantes de derechos humanos o los compañeros o hijos de desaparecidos’”. Pasó desapercibida, aunque algunas personas más mayores que ella criticaron que su generación “jugaba” con temas con los que no se debería jugar. “Una amiga, Mariana Eva Pérez, hace una performance que se llama La antivisita, donde utiliza historias de fantasmas de desaparecidos para contar la historia de sus padres y de un campo de concentración que es la ESMA. Yo ahí sentí que tuve una compañía generacional. A veces ir muy lejos, abre puertas. Una persona tiene derecho a equivocarse y después decir: ‘Bueno, quizá aquí fui muy lejos, disculpas’, pero autocensurarse para mí no es una opción”.
Las raras
Enríquez, que se ha aventurado en un género literario sin referentes en lengua castellana, ha tenido que avanzar a tientas por caminos poco explorados. Sus principales influencias vienen del gótico sureño, una corriente nacida en el sur profundo estadounidense con autores como William Faulkner, Carson McCullers, Tennessee Williams, o el terror de H. P. Lovecraft. “El gótico sureño tiene esta idea de un lugar donde se cometió un crimen irreparable, que va a estar maldito para siempre: el sur y la esclavitud”. Ella lo adapta a las “grandes masacres que se hicieron en América Latina como un pecado original del que es muy difícil salir”.
Mariana Eva Pérez no es la única compañía generacional que ha encontrado, sin embargo. A autoras como ella, Mónica Ojeda o Samanta Schweblin las han agrupado bajo el paraguas de la “literatura de lo inusual”, una etiqueta con la que se siente cómoda. “Yo escribo muchas cuestiones postindustriales y para mí el gótico contemporáneo tiene que ver con las ruinas del capitalismo: transcurre en una fábrica abandonada, en un parking, en un supermercado al que ya no va nadie porque compran en Amazon. Las ruinas de un poder que está en decadencia como eran las abadías o los castillos en su momento. Pero el gótico a mí me cierra mucho. Creo que el weird o lo inusual funciona mejor porque, cuanto más amplia una categoría, mejor. Si no, me parece una manía clasificatoria. Bueno, nada, somos raras, ya, y eso está bien”.
En cierta manera, ese grupo disparejo de escritoras raras está cimentando los cánones de una nueva corriente. “Los que escribimos horror en castellano nos vimos obligados a tener que hacer una especie de sincretismo entre la tradición anglosajona y nuestro contenido. Eso hace que tengas frescura. Hay que hacer ese esfuerzo de mezcla y de traducción que me parece muy bueno, me gusta trabajar con lo periférico, con lo que las culturas no consideran lo central”.