Acabo de leer el libro póstumo de la escritora brasileña Nélida Piñón, Los rostros que tengo (Alfaguara, 2024). Llamarla escritora brasileña es correcto, pero insuficiente, porque ella siempre supo que llevaba muchas cosas dentro de sí y tenía muchos rostros. Cuando un médico le dijo que su enfermedad era irremediable, empezó a ordenar su memoria y se puso a escribir un libro para despedirse. No quería que la vida se agotara con su entierro. Después de la postrera despedida, iba a seguir hablando con los lectores de su identidad, de sus experiencias como mujer y de literatura. Nacida en Brasil y escritora en portugués, sus orígenes mestizos de abuelos emigrantes le conformaron también un alma en gallego y español. Sentirse española no era una traición a Brasil. Esa certeza le ayudo a mantener el sentido crítico de una pregunta: ¿Quiénes somos nosotros, además de griegos, latinos, visigodos, celtas, íberos, árabes, africanos, asiáticos, antes que indígenas brasileños, de una misma carne mestiza?
Admiro, después de la despedida, a mi amiga Nélida Piñón no sólo por novelas como La república de los sueños o Un día llegaré a Sagres. La admiro también por haberme invitado a asumir los conflictos, negándome al mismo tiempo a la indiferencia ante el mal y a la creación populista de paraísos sin grietas. Y le agradezco que en una de sus anotaciones declarara que Brasil era su testigo, pero su casa estaba en su alma. Ante tanta consigna que invita al paraíso o al odio, las palabras de Nélida nacen del compromiso con la propia conciencia, la voluntad de comprender que las historias comunes forman parte del yo, pero el yo no puede someterse a ningún discurso totalitario. Somos brasileños, españoles, visigodos, árabes o africanos. No podemos saber de nosotros si nos negamos a reconocernos en los demás. Y seguimos hablando. Otro maestro, Luis Rosales, me enseñó que la muerte no interrumpe nada.
Tras su postrera despedida, la escritora quería seguir hablando con los lectores de su identidad, de sus experiencias como mujer y de literatura
Acabo de leer el libro póstumo de la escritora brasileña Nélida Piñón, Los rostros que tengo (Alfaguara, 2024). Llamarla escritora brasileña es correcto, pero insuficiente, porque ella siempre supo que llevaba muchas cosas dentro de sí y tenía muchos rostros. Cuando un médico le dijo que su enfermedad era irremediable, empezó a ordenar su memoria y se puso a escribir un libro para despedirse. No quería que la vida se agotara con su entierro. Después de la postrera despedida, iba a seguir hablando con los lectores de su identidad, de sus experiencias como mujer y de literatura. Nacida en Brasil y escritora en portugués, sus orígenes mestizos de abuelos emigrantes le conformaron también un alma en gallego y español. Sentirse española no era una traición a Brasil. Esa certeza le ayudo a mantener el sentido crítico de una pregunta: ¿Quiénes somos nosotros, además de griegos, latinos, visigodos, celtas, íberos, árabes, africanos, asiáticos, antes que indígenas brasileños, de una misma carne mestiza?
Admiro, después de la despedida, a mi amiga Nélida Piñón no sólo por novelas como La república de los sueños o Un día llegaré a Sagres. La admiro también por haberme invitado a asumir los conflictos, negándome al mismo tiempo a la indiferencia ante el mal y a la creación populista de paraísos sin grietas. Y le agradezco que en una de sus anotaciones declarara que Brasil era su testigo, pero su casa estaba en su alma. Ante tanta consigna que invita al paraíso o al odio, las palabras de Nélida nacen del compromiso con la propia conciencia, la voluntad de comprender que las historias comunes forman parte del yo, pero el yo no puede someterse a ningún discurso totalitario. Somos brasileños, españoles, visigodos, árabes o africanos. No podemos saber de nosotros si nos negamos a reconocernos en los demás. Y seguimos hablando. Otro maestro, Luis Rosales, me enseñó que la muerte no interrumpe nada.