No hay que creer en lo que dicen las novelas

En 1935, en pleno auge de los fascismos europeos, el escritor de tendencias socialistas Sinclair Lewis publicó una novela que nunca ha dejado de tener lectores en Estados Unidos, pero que es casi desconocida en otras partes. No puede ocurrir aquí cuenta la historia de Buzz Windrip, un senador populista que llega a la presidencia con un discurso demagógico, presentándose como adalid de los olvidados –así se llaman a sí mismos: la “Liga de los hombres olvidados”–, defendiendo la restauración de los “valores americanos” y, por supuesto, prometiendo un cheque generoso a un pueblo que todavía sufre las consecuencias de la Gran Depresión. En las primeras páginas de la novela, un general retirado y una mujer que se ha pasado la vida luchando contra los derechos de las mujeres dan discursos enfurecidos sobre sus proyectos: hablan de “purificar” los medios de comunicación; hablan de defender al país de los judíos, los negros, las mujeres y los comunistas. Para cuando se cierra la novela, Estados Unidos se ha convertido en una dictadura fascista: lo que no podía ocurrir aquí ha, en efecto, ocurrido.

Es difícil no pensar en esa novela de otros tiempos, que hablaba de otras preocupaciones en unos Estados Unidos que eran otros, después de la catástrofe política y también moral que fue la victoria de Trump: un delincuente al que sus colaboradores más cercanos –los que fueron sus colaboradores más cercanos– han llamado fascista no una, sino varias veces, y siempre de manera considerada y medida: es decir, no con la ligereza con la que tantos usan la palabra. En los últimos años, la izquierda menos reflexiva de todas partes se ha lanzado con entusiasmo al uso facilón de la palabra para designar todo lo que no les gusta, y lo han hecho con tanta frivolidad y tanta ligereza que ahora, cuando de verdad necesitamos llamar fascista a un presidente de Estados Unidos, la palabra se ha convertido en moneda gastada. Eso lo que pasa cuando descuidamos las palabras: que ya no están cuando las necesitamos. Sea como sea, el 6 de enero de 2021 quedó claro que la palabra de marras se le aplicaba a este Trump, este líder de un nacionalismo de corte racista –no sé si los haya de otro tipo– que inventa un enemigo del pueblo y llama abiertamente a la violencia como forma de defenderse de sus amenazas inventadas.

Cuando John Kelly, el jefe de gabinete que durante más tiempo trabajó para Trump, lo llamó fascista en unas declaraciones cuidadosas y nada impulsivas, no hizo más que repetir desde una posición de autoridad lo que muchos llevábamos diciendo varios años. Pero era importante que lo dijera, porque lo hizo motivado por algo concreto: la amenaza proferida por Trump de sacar el ejército a la calle para lanzarlo contra los ciudadanos de su propio país. Esas palabras existen; nadie inventó que Trump las hubiera dicho; y el problema, como tantas veces con Trump, es que muchos las consideraron un exabrupto más de un hombre dado a los exabruptos, tal vez porque no recuerdan las escenas espeluznantes que se vieron por televisión durante los disturbios que siguieron al asesinato de George Floyd, y tal vez porque no tenían la televisión encendida cuando Trump, con unas pocas palabras bien escogidas, incitó a una insurrección violenta para impedir el traspaso pacífico del poder después de la derrota. Sí, Trump es capaz de usar el ejército de su país para reprimir a sus propios ciudadanos, pero habrá que ver incluso si le hace falta: porque ya cuenta de todas formas con la lealtad de sus milicias, que son más violentas y más radicales y no responden a nadie más que al líder.

Y entonces, por una vía o por otra, la realidad de hoy comenzará a parecerse demasiado a la ficción de Sinclair Lewis. Yo creo que en los próximos años veremos diversas formas de la represión violenta, porque nadie puede dar tanto poder como les ha dado Trump a los extremistas –los neonazis, los supremacistas blancos– sin encender una chispa que pueda convertirse en incendio; pero no es sólo ese aspecto de la novela de 1935 el que resulta inquietante, sino lo poco que cambian los caldos en los que se cultiva un problema democrático: hasta el más inocente puede ver la relación que hay entre la crisis económica de 1929 (y los autoritarismos que surgieron en los años siguientes) y la crisis de 2008 (y los autoritarismos que han surgido en los últimos años). El estado de ánimo de la sociedad que ha escogido a Trump tiene ecos más que incómodos con la sociedad que describe Lewis: “Echaremos a los comunistas y a los marxistas, echaremos a la clase política corrupta, derrotaremos a los demócratas, derrotaremos a los medios de comunicación mentirosos”. Lo dijo Trump en Waco antes de prometerles a los suyos –a sus “olvidados”– convertirse en su venganza.

En La conjura contra América, una novela de 2004, Philip Roth imagina que Charles Lindbergh, el piloto legendario que recordamos tanto por sus hazañas de vuelo como por sus simpatías nazis, es elegido presidente y llega a instaurar en Estados Unidos un régimen fascista que persigue a los judíos. Esa sociedad que era libre se ve de repente metida en un régimen de miedo y paranoia: “El miedo preside estas memorias”, son las primeras palabras de la novela. Todo el primer capítulo se dedica a contar la llegada a la presidencia del filonazi Lindbergh, aislacionista convencido, bajo un lema preciso: “Vote por Lindbergh o vote por la guerra”. ¿Será muy descabellado recordar el mismo discurso en que Trump, haciendo la lista de sus enemigos, incluía a los “belicistas del gobierno” de Biden? ¿Será ingenuo que nos incomode tanto el lema “América primero”, que los lugartenientes más radicales de Trump –véase Stephen Miller– han repetido hasta el cansancio, y que era el mismo nombre del comité que en los años 30 promovió un aislacionismo antisemita y cuyo vocero durante años fue el filonazi Lindbergh?

Los lectores de novelas tenemos esa manía curiosa de usar las novelas para recordar lo que habíamos olvidado, y yo, releyendo en estos días La conjura contra América, he recordado al Lindbergh real, que se pasó la segunda mitad de la década de los 30 defendiendo la idea de que Estados Unidos no debía entrar en guerra contra Hitler y llegó a tomarse fotos cordiales con Heinrich Himmler durante una visita a Berlín. Por supuesto, eso no tiene nada que ver con este Trump que declara su intención de suspender la ayuda militar a Ucrania y le da más crédito a la palabra de Putin que a la de sus propias agencias de inteligencia, y que ya piensa en dejarle el camino libre a Benjamin Netanyahu para que consume su criminal destrozo de Gaza. Sí, lo sé. Pero sé que la literatura de un país, y en particular ese género extrañísimo que es la novela, suele ser con frecuencia el espacio donde se filtran nuestros miedos, nuestras inquietudes y nuestras preguntas más preocupantes. Por alguna parte tienen que salir.

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 En los próximos años veremos diversas formas de la represión violenta, porque nadie puede dar tanto poder como les ha dado Trump a los extremistas sin encender una chispa que pueda convertirse en incendio  

En 1935, en pleno auge de los fascismos europeos, el escritor de tendencias socialistas Sinclair Lewis publicó una novela que nunca ha dejado de tener lectores en Estados Unidos, pero que es casi desconocida en otras partes. No puede ocurrir aquí cuenta la historia de Buzz Windrip, un senador populista que llega a la presidencia con un discurso demagógico, presentándose como adalid de los olvidados –así se llaman a sí mismos: la “Liga de los hombres olvidados”–, defendiendo la restauración de los “valores americanos” y, por supuesto, prometiendo un cheque generoso a un pueblo que todavía sufre las consecuencias de la Gran Depresión. En las primeras páginas de la novela, un general retirado y una mujer que se ha pasado la vida luchando contra los derechos de las mujeres dan discursos enfurecidos sobre sus proyectos: hablan de “purificar” los medios de comunicación; hablan de defender al país de los judíos, los negros, las mujeres y los comunistas. Para cuando se cierra la novela, Estados Unidos se ha convertido en una dictadura fascista: lo que no podía ocurrir aquí ha, en efecto, ocurrido.

Es difícil no pensar en esa novela de otros tiempos, que hablaba de otras preocupaciones en unos Estados Unidos que eran otros, después de la catástrofe política y también moral que fue la victoria de Trump: un delincuente al que sus colaboradores más cercanos –los que fueron sus colaboradores más cercanos– han llamado fascista no una, sino varias veces, y siempre de manera considerada y medida: es decir, no con la ligereza con la que tantos usan la palabra. En los últimos años, la izquierda menos reflexiva de todas partes se ha lanzado con entusiasmo al uso facilón de la palabra para designar todo lo que no les gusta, y lo han hecho con tanta frivolidad y tanta ligereza que ahora, cuando de verdad necesitamos llamar fascista a un presidente de Estados Unidos, la palabra se ha convertido en moneda gastada. Eso lo que pasa cuando descuidamos las palabras: que ya no están cuando las necesitamos. Sea como sea, el 6 de enero de 2021 quedó claro que la palabra de marras se le aplicaba a este Trump, este líder de un nacionalismo de corte racista –no sé si los haya de otro tipo– que inventa un enemigo del pueblo y llama abiertamente a la violencia como forma de defenderse de sus amenazas inventadas.

Cuando John Kelly, el jefe de gabinete que durante más tiempo trabajó para Trump, lo llamó fascista en unas declaraciones cuidadosas y nada impulsivas, no hizo más que repetir desde una posición de autoridad lo que muchos llevábamos diciendo varios años. Pero era importante que lo dijera, porque lo hizo motivado por algo concreto: la amenaza proferida por Trump de sacar el ejército a la calle para lanzarlo contra los ciudadanos de su propio país. Esas palabras existen; nadie inventó que Trump las hubiera dicho; y el problema, como tantas veces con Trump, es que muchos las consideraron un exabrupto más de un hombre dado a los exabruptos, tal vez porque no recuerdan las escenas espeluznantes que se vieron por televisión durante los disturbios que siguieron al asesinato de George Floyd, y tal vez porque no tenían la televisión encendida cuando Trump, con unas pocas palabras bien escogidas, incitó a una insurrección violenta para impedir el traspaso pacífico del poder después de la derrota. Sí, Trump es capaz de usar el ejército de su país para reprimir a sus propios ciudadanos, pero habrá que ver incluso si le hace falta: porque ya cuenta de todas formas con la lealtad de sus milicias, que son más violentas y más radicales y no responden a nadie más que al líder.

Y entonces, por una vía o por otra, la realidad de hoy comenzará a parecerse demasiado a la ficción de Sinclair Lewis. Yo creo que en los próximos años veremos diversas formas de la represión violenta, porque nadie puede dar tanto poder como les ha dado Trump a los extremistas –los neonazis, los supremacistas blancos– sin encender una chispa que pueda convertirse en incendio; pero no es sólo ese aspecto de la novela de 1935 el que resulta inquietante, sino lo poco que cambian los caldos en los que se cultiva un problema democrático: hasta el más inocente puede ver la relación que hay entre la crisis económica de 1929 (y los autoritarismos que surgieron en los años siguientes) y la crisis de 2008 (y los autoritarismos que han surgido en los últimos años). El estado de ánimo de la sociedad que ha escogido a Trump tiene ecos más que incómodos con la sociedad que describe Lewis: “Echaremos a los comunistas y a los marxistas, echaremos a la clase política corrupta, derrotaremos a los demócratas, derrotaremos a los medios de comunicación mentirosos”. Lo dijo Trump en Waco antes de prometerles a los suyos –a sus “olvidados”– convertirse en su venganza.

En La conjura contra América, una novela de 2004, Philip Roth imagina que Charles Lindbergh, el piloto legendario que recordamos tanto por sus hazañas de vuelo como por sus simpatías nazis, es elegido presidente y llega a instaurar en Estados Unidos un régimen fascista que persigue a los judíos. Esa sociedad que era libre se ve de repente metida en un régimen de miedo y paranoia: “El miedo preside estas memorias”, son las primeras palabras de la novela. Todo el primer capítulo se dedica a contar la llegada a la presidencia del filonazi Lindbergh, aislacionista convencido, bajo un lema preciso: “Vote por Lindbergh o vote por la guerra”. ¿Será muy descabellado recordar el mismo discurso en que Trump, haciendo la lista de sus enemigos, incluía a los “belicistas del gobierno” de Biden? ¿Será ingenuo que nos incomode tanto el lema “América primero”, que los lugartenientes más radicales de Trump –véase Stephen Miller– han repetido hasta el cansancio, y que era el mismo nombre del comité que en los años 30 promovió un aislacionismo antisemita y cuyo vocero durante años fue el filonazi Lindbergh?

Los lectores de novelas tenemos esa manía curiosa de usar las novelas para recordar lo que habíamos olvidado, y yo, releyendo en estos días La conjura contra América, he recordado al Lindbergh real, que se pasó la segunda mitad de la década de los 30 defendiendo la idea de que Estados Unidos no debía entrar en guerra contra Hitler y llegó a tomarse fotos cordiales con Heinrich Himmler durante una visita a Berlín. Por supuesto, eso no tiene nada que ver con este Trump que declara su intención de suspender la ayuda militar a Ucrania y le da más crédito a la palabra de Putin que a la de sus propias agencias de inteligencia, y que ya piensa en dejarle el camino libre a Benjamin Netanyahu para que consume su criminal destrozo de Gaza. Sí, lo sé. Pero sé que la literatura de un país, y en particular ese género extrañísimo que es la novela, suele ser con frecuencia el espacio donde se filtran nuestros miedos, nuestras inquietudes y nuestras preguntas más preocupantes. Por alguna parte tienen que salir.

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