‘Hasta aquí todo va bien’: una historia sobre maldad, belleza y morbosidad en una residencia de artistas

“A veces los artistas pueden ser unos hijos de puta, como el resto de las personas. El truco está en encontrar en el medio la excusa para serlo”, escribe Estela Sanchis (Valencia, 37 años), en Hasta aquí todo va bien, su novela debut. Al terminar el libro, me acuerdo de Hermano de hielo (2016), de Alicia Kopf, y también de Buena alumna, de Paula Porroni, una nouvelle también publicada el mismo año. En ambos textos, se plantea un dilema moral, que tiene que ver con encontrar elementos cuantitativos para discernir si se es o no una persona mala, al tiempo que sendas protagonistas exploran una dimensión de la realidad a través del arte. Esto a la literatura contemporánea en español no le había vuelto a interesar o no con el suficiente ahínco hasta ahora.

Tras leer lo que se dice en la sinopsis de este libro, me veo obligada a ampliar esa mirilla que nos permita tener una fotografía más amplia de lo que Sanchis plantea. Efectivamente, una protagonista que comparte nombre con la escritora de la novela obtiene una residencia artística en Hungría, junto a dos creadores más, Nicholas, canadiense, y Sarah, que no es americana, sino estadounidense. Allí, se verán obligados a desarrollar sus proyectos durante cinco semanas, al tiempo que procuran ser intensos, originales, efectistas, espectrales. Eso sí, cada uno a su manera, como las familias infelices, que es lo que conforman durante esos días. Su actividad está supervisada por Katja, una entidad ausente que encarna un cliché absoluto —la comisaria de arte contemporáneo que coordina y supervisa una residencia artística y todo lo que dice sobre el arte hoy es bla, bla, bla— y por un tal Gabor, que proporciona labores de apoyo a la propia Katjia, asumiendo una suerte de papel de coach de artistas. Es un idiota de manual: les recomienda hacer mandalas y no para de hacer hincapié en lo inseguros que deben sentirse los unos frente a los otros.

Retrato promocional de la artista Estela Sanchis, en junio de 2025.

En este contexto de privilegio —de poder crear algo sin preocuparse, un tiempo, de las facturas—, descubrimos que Estela tiene una hermana gemela, Irina, quizá la trama menos interesante o más accesoria (no aporta mucho, pese a que pueda percibirse cierta centralidad en la confección de la personalidad de la protagonista, su herida primigenia), un marido cuidadoso, Jaime, y un pasado malsano que se parece mucho a su presente. Ello hace de su peripecia vital un tiempo sin interrupción alguna, mediada por la violencia más salvaje, el dolor, la transgresión, cintas de vídeo grabadas sin autorización, prácticas sexuales atravesadas por una oscuridad inaudita y un montón de hombres desconocidos de internet con los que mantener relaciones de dependencia afectiva y poder.

Hasta aquí va todo bien es un texto reflexivo, bello, coherente y sumamente morboso —digámoslo así—, en el que se sitúa la necesidad de ser percibida por los demás en el centro de la acción. La ausencia de esa mirada de amor, de ese ser notada de san Juan de la Cruz, nos conducirá hacia una espiral de crueldad y rabia, que tan solo es posible canalizar a través de la experiencia artística.

Es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que la Estela artista, protagonista de la novela, crea su obra, con ira

A lo largo de la novela, son muchas las preguntas que se esbozan como, por ejemplo, si es posible crear hoy algo original y libre o si el arte tiene que tener un impacto real en nosotros. Bajo todo esto, subyace una intencionalidad férrea de devolverle al genio artístico femenino su carácter fundacional —un poco al estilo de Desfile, la última novela de la escritora Rachel Cusk—, así como de romper con el estado disociativo al que se ve obligada la mujer que crea un discurso artístico público. Y es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que crea la Estela personaje su obra, con ira. Ahora creo, en según qué escenarios, algo en la violencia, signifique esto lo que signifique.

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 “A veces los artistas pueden ser unos hijos de puta, como el resto de las personas. El truco está en encontrar en el medio la excusa para serlo”, escribe Estela Sanchis (Valencia, 37 años), en Hasta aquí todo va bien, su novela debut. Al terminar el libro, me acuerdo de Hermano de hielo (2016), de Alicia Kopf, y también de Buena alumna, de Paula Porroni, una nouvelle también publicada el mismo año. En ambos textos, se plantea un dilema moral, que tiene que ver con encontrar elementos cuantitativos para discernir si se es o no una persona mala, al tiempo que sendas protagonistas exploran una dimensión de la realidad a través del arte. Esto a la literatura contemporánea en español no le había vuelto a interesar o no con el suficiente ahínco hasta ahora. Tras leer lo que se dice en la sinopsis de este libro, me veo obligada a ampliar esa mirilla que nos permita tener una fotografía más amplia de lo que Sanchis plantea. Efectivamente, una protagonista que comparte nombre con la escritora de la novela obtiene una residencia artística en Hungría, junto a dos creadores más, Nicholas, canadiense, y Sarah, que no es americana, sino estadounidense. Allí, se verán obligados a desarrollar sus proyectos durante cinco semanas, al tiempo que procuran ser intensos, originales, efectistas, espectrales. Eso sí, cada uno a su manera, como las familias infelices, que es lo que conforman durante esos días. Su actividad está supervisada por Katja, una entidad ausente que encarna un cliché absoluto —la comisaria de arte contemporáneo que coordina y supervisa una residencia artística y todo lo que dice sobre el arte hoy es bla, bla, bla— y por un tal Gabor, que proporciona labores de apoyo a la propia Katjia, asumiendo una suerte de papel de coach de artistas. Es un idiota de manual: les recomienda hacer mandalas y no para de hacer hincapié en lo inseguros que deben sentirse los unos frente a los otros.En este contexto de privilegio —de poder crear algo sin preocuparse, un tiempo, de las facturas—, descubrimos que Estela tiene una hermana gemela, Irina, quizá la trama menos interesante o más accesoria (no aporta mucho, pese a que pueda percibirse cierta centralidad en la confección de la personalidad de la protagonista, su herida primigenia), un marido cuidadoso, Jaime, y un pasado malsano que se parece mucho a su presente. Ello hace de su peripecia vital un tiempo sin interrupción alguna, mediada por la violencia más salvaje, el dolor, la transgresión, cintas de vídeo grabadas sin autorización, prácticas sexuales atravesadas por una oscuridad inaudita y un montón de hombres desconocidos de internet con los que mantener relaciones de dependencia afectiva y poder. Hasta aquí va todo bien es un texto reflexivo, bello, coherente y sumamente morboso —digámoslo así—, en el que se sitúa la necesidad de ser percibida por los demás en el centro de la acción. La ausencia de esa mirada de amor, de ese ser notada de san Juan de la Cruz, nos conducirá hacia una espiral de crueldad y rabia, que tan solo es posible canalizar a través de la experiencia artística.Es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que la Estela artista, protagonista de la novela, crea su obra, con ira A lo largo de la novela, son muchas las preguntas que se esbozan como, por ejemplo, si es posible crear hoy algo original y libre o si el arte tiene que tener un impacto real en nosotros. Bajo todo esto, subyace una intencionalidad férrea de devolverle al genio artístico femenino su carácter fundacional —un poco al estilo de Desfile, la última novela de la escritora Rachel Cusk—, así como de romper con el estado disociativo al que se ve obligada la mujer que crea un discurso artístico público. Y es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que crea la Estela personaje su obra, con ira. Ahora creo, en según qué escenarios, algo en la violencia, signifique esto lo que signifique. Seguir leyendo  

“A veces los artistas pueden ser unos hijos de puta, como el resto de las personas. El truco está en encontrar en el medio la excusa para serlo”, escribe Estela Sanchis (Valencia, 37 años), en Hasta aquí todo va bien, su novela debut. Al terminar el libro, me acuerdo de Hermano de hielo (2016), de Alicia Kopf, y también de Buena alumna, de Paula Porroni, una nouvelle también publicada el mismo año. En ambos textos, se plantea un dilema moral, que tiene que ver con encontrar elementos cuantitativos para discernir si se es o no una persona mala, al tiempo que sendas protagonistas exploran una dimensión de la realidad a través del arte. Esto a la literatura contemporánea en español no le había vuelto a interesar o no con el suficiente ahínco hasta ahora.

Tras leer lo que se dice en la sinopsis de este libro, me veo obligada a ampliar esa mirilla que nos permita tener una fotografía más amplia de lo que Sanchis plantea. Efectivamente, una protagonista que comparte nombre con la escritora de la novela obtiene una residencia artística en Hungría, junto a dos creadores más, Nicholas, canadiense, y Sarah, que no es americana, sino estadounidense. Allí, se verán obligados a desarrollar sus proyectos durante cinco semanas, al tiempo que procuran ser intensos, originales, efectistas, espectrales. Eso sí, cada uno a su manera, como las familias infelices, que es lo que conforman durante esos días. Su actividad está supervisada por Katja, una entidad ausente que encarna un cliché absoluto —la comisaria de arte contemporáneo que coordina y supervisa una residencia artística y todo lo que dice sobre el arte hoy es bla, bla, bla— y por un tal Gabor, que proporciona labores de apoyo a la propia Katjia, asumiendo una suerte de papel de coach de artistas. Es un idiota de manual: les recomienda hacer mandalas y no para de hacer hincapié en lo inseguros que deben sentirse los unos frente a los otros.

Retrato promocional de la artista Estela Sanchis, en junio de 2025.

En este contexto de privilegio —de poder crear algo sin preocuparse, un tiempo, de las facturas—, descubrimos que Estela tiene una hermana gemela, Irina, quizá la trama menos interesante o más accesoria (no aporta mucho, pese a que pueda percibirse cierta centralidad en la confección de la personalidad de la protagonista, su herida primigenia), un marido cuidadoso, Jaime, y un pasado malsano que se parece mucho a su presente. Ello hace de su peripecia vital un tiempo sin interrupción alguna, mediada por la violencia más salvaje, el dolor, la transgresión, cintas de vídeo grabadas sin autorización, prácticas sexuales atravesadas por una oscuridad inaudita y un montón de hombres desconocidos de internet con los que mantener relaciones de dependencia afectiva y poder.

Hasta aquí va todo bien es un texto reflexivo, bello, coherente y sumamente morboso —digámoslo así—, en el que se sitúa la necesidad de ser percibida por los demás en el centro de la acción. La ausencia de esa mirada de amor, de ese ser notada de san Juan de la Cruz, nos conducirá hacia una espiral de crueldad y rabia, que tan solo es posible canalizar a través de la experiencia artística.

Es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que la Estela artista, protagonista de la novela, crea su obra, con ira

A lo largo de la novela, son muchas las preguntas que se esbozan como, por ejemplo, si es posible crear hoy algo original y libre o si el arte tiene que tener un impacto real en nosotros. Bajo todo esto, subyace una intencionalidad férrea de devolverle al genio artístico femenino su carácter fundacional —un poco al estilo de Desfile, la última novela de la escritora Rachel Cusk—, así como de romper con el estado disociativo al que se ve obligada la mujer que crea un discurso artístico público. Y es a través de la violencia, el placer y el dolor desde el que crea la Estela personaje su obra, con ira. Ahora creo, en según qué escenarios, algo en la violencia, signifique esto lo que signifique.

Estela Sanchis
Candaya, 2025
182 páginas. 19 euros

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