Álvaro Pinteño (Ronda, 30 años) cuenta que él también sufrió dolor crónico, un problema que afecta a cerca del 20% de las personas. Su experiencia le ayudó a entender la complejidad del fenómeno, cómo las circunstancias sociales y psicológicas, más allá del origen físico del sufrimiento, deben incluirse en la ecuación para buscar soluciones al problema. En su libro ¡J*der, cómo duele! (Arpa), recién publicado, Pinteño ofrece una guía para entender mejor el dolor a través de su experiencia personal, como profesional y como paciente, guiándonos por un camino que evita las explicaciones simplistas y las soluciones tajantes.
En una entrevista realizada en persona en Madrid, reconoce que él —muy activo en redes sociales— cayó en la tentación de ofrecer esos consejos que funcionan tan bien entre el público. “A mayor nivel de desconocimiento, más seguro te muestras”, dice Pinteño, que sabe que “los mensajes más atractivos, y de los que más eco se hace la gente, son los más simples”. Ahora, ofrece interpretaciones mucho más matizadas, con muchas referencias a estudios científicos y un mensaje de esperanza: aunque no sea fácil, es posible librarse del dolor crónico o, al menos, convivir bien con él.
Pregunta. ¿Qué es lo que entendemos mal acerca del dolor?
Respuesta. Se piensa que si me duele algo, tiene que haber una causa orgánica que lo justifique. En la mayoría de casos va a ser así, sobre todo con los dolores más agudos, pero cuando el dolor es más crónico y persiste, las pruebas de imagen no nos dan las respuestas que buscamos y empezamos a pensar en que puede haber otra causa grave o algo que se está pasando por alto. Y empieza el peregrinaje terapéutico, y aparecen los falsos diagnósticos y un intervencionismo que no tiene en cuenta soluciones fallidas intentadas, en el que el profesional piensa que lo va a hacer mejor que otros y va a dar con una solución.
Pero en el dolor crónico se trata más bien de saber lo que no es, de llegar al conocimiento por sustracción, sabiendo lo que no hay que hacer. Muchas veces el paciente piensa que hay algo mal con su cuerpo, pero con frecuencia se trata más de una adaptación del organismo al entorno en el que se desenvuelve la persona que refuerza muchas conductas disfuncionales de afrontamiento del dolor, que es lo que tratamos en consulta.
P. Una idea muy común sobre la labor del fisioterapeuta es que dan masajes que quitan el dolor. ¿Cuál es la labor real del fisioterapeuta?
R. Lo que nosotros hacemos es ayudar a los pacientes a afrontar de manera activa el problema que produce dolor. Damos herramientas para que sepan qué tienen que hacer cuando tienen dolor, cuando tienen una recaída. Para que sepa que en muchos casos en el trascurso de 48 o 72 horas suele desaparecer el dolor por sí solo y que gane esa seguridad y esa flexibilidad cognitiva para vivir con el dolor y mejorar su calidad de vida.
P. A veces se dan tratamientos como placebo, para que la persona tenga la sensación de que se le ha prestado atención, porque si no se le diese nada, se iría insatisfecha.
R. Hay un concepto muy importante, sobre todo en pacientes con dolor crónico, que es el desdiagnóstico. Te encuentras pacientes que llegan a consulta con una carpeta llena de informes y la finalidad de un diagnóstico es dar una explicación y mostrar tranquilidad y esperanza. Yo animo a tomarse el tiempo suficiente para, de todos los informes que tiene ese paciente, descartar los que no están cumpliendo ese cometido. Llega un punto en que los pacientes se identifican con su etiqueta de diagnóstico y eso es discapacitante. Su identidad es la de un cuerpo sufriente.
Para un fisioterapeuta, lo más difícil es no hacer nada y explicar por qué. Es duro ser la primera persona que propone no seguir ofreciendo soluciones fallidas, aunque el paciente te lo demande, y tener esa conversación incómoda sobre todos esos informes y sobre cómo vamos a reenfocar la situación. Ahora, mis pacientes suelen saber dónde vienen, pero al principio tuve que perder el miedo a perder pacientes por tener esa conversación.
P. Ahora hay muchas más posibilidades de obtener información a través de todo tipo de pruebas y muchos más tratamientos. ¿Eso es positivo?
R. Pensábamos que con el avance de la tecnología y con el auge del conocimiento tendríamos mejores intervenciones, pero lo que ha aumentado es la iatrogenia [el daño que produce un tratamiento médico], el sobrediagnóstico y el sobreintervencionismo ingenuo. La medicalización no ha hecho que las personas tengan menos dolores, y a veces se ha llegado incluso a problemas de adicción, como sucede con los opioides.
P. ¿Cómo se puede mejorar?
R. Todo pasa por una buena historia clínica, una valoración adecuada del caso, viendo cuáles son los factores psicosociales que influyen, incluyendo la experiencia del dolor, dónde te duele, cómo te duele y cuáles son las características del dolor. Qué creencias, emociones y pensamientos tienes con relación al dolor y cómo te afecta cuando te mueves. Muchas veces pensamos que no podemos comenzar a trabajar sin un porqué; cuando, una vez descartada una patología grave, lo importante no es el porqué, sino el cómo funciona el problema. A partir de esa información, trato de que el paciente tenga una idea de lo que le pasa. Es una pulsión inevitable entre la responsabilidad individual y la colectiva.
P. Alguna vez ha dicho que hay dosis sanas de dolor.
R. Hoy en día estamos perdiendo la capacidad de experimentar dosis sanas de dolor, porque tenemos soluciones inmediatas prácticamente para todo. Si tenemos hambre, pedimos un Glovo, podemos ver la película que queramos al momento, y a la mínima sensación de malestar puedo tomar un fármaco. También es porque tengo que producir continuamente y no puedo sentirme mal, porque si cojo una baja laboral, aumenta el riesgo de que me despidan. Hoy, en el momento en que aparece una molestia, buscamos en doctor Google y nos automedicamos.
El dolor no es un problema exclusivo del individuo. Tú tienes cierta responsabilidad sobre lo que pasa en tu vida, pero también hay una responsabilidad colectiva. Hay algunas cargas en la vida para las que no hay una medicación o una intervención y el dolor, a veces, puede tener que ver con el entorno o puede tener que ver con factores psicosociales que no son responsabilidad del fisioterapeuta.
P. Con la fisioterapia pasa algo similar a la psicología. Son terapias muy necesarias para mucha gente, pero son de difícil acceso a través de la sanidad pública. ¿Se puede hacer algo para mejorar esta situación?
R. En España, la Unidad de Afrontamiento Activo del Dolor de Valladolid es un referente y trabaja desde el sistema público para ofrecer soluciones que muchas veces solo están disponibles en el ámbito privado. En el tratamiento de estos problemas desde lo público existe lo que se conoce como la ley de cuidados inversos. Quienes más necesitan ayuda son quienes menos la reciben, porque están peor, y su espacio lo ocupan personas que tienen más capacidad o más voluntad para quejarse. Y luego hay un problema con que a veces se exigen pruebas de imagen en la sanidad pública que las guías no recomiendan, salvo que haya sospecha de patología grave. Pero es un asunto muy complejo para el que no tengo una solución.
P. ¿Qué cree que tendría que cambiar en fisioterapia?
R. Tenemos un problema con la iatrogenia, que hay estudios que dicen que es la tercera causa de muerte en EE UU. Tratamos muchas consecuencias que podían haber sido evitadas. Hay estudios en los que el 79% de los psiquiatras de la muestra dicen que no tomarían la medicación que pautan a sus pacientes, y que preferirían una actitud más conservadora. Los incentivos del sistema sanitario empujan a intervenir, incluso cuando no es necesario. Durante años, sobreintervine a pacientes con terapias invasivas que yo mismo no me aplicaría; y muchos compañeros, en privado, reconocen lo mismo. El principio fundamental debe ser primero, no hacer daño. Deberíamos ser más cuidadosos.
El especialista ha publicado un libro sobre el dolor crónico, un problema que afecta a casi el 20% de las personas
Álvaro Pinteño (Ronda, 30 años) cuenta que él también sufrió dolor crónico, un problema que afecta a cerca del 20% de las personas. Su experiencia le ayudó a entender la complejidad del fenómeno, cómo las circunstancias sociales y psicológicas, más allá del origen físico del sufrimiento, deben incluirse en la ecuación para buscar soluciones al problema. En su libro ¡J*der, cómo duele! (Arpa), recién publicado, Pinteño ofrece una guía para entender mejor el dolor a través de su experiencia personal, como profesional y como paciente, guiándonos por un camino que evita las explicaciones simplistas y las soluciones tajantes.
En una entrevista realizada en persona en Madrid, reconoce que él —muy activo en redes sociales— cayó en la tentación de ofrecer esos consejos que funcionan tan bien entre el público. “A mayor nivel de desconocimiento, más seguro te muestras”, dice Pinteño, que sabe que “los mensajes más atractivos, y de los que más eco se hace la gente, son los más simples”. Ahora, ofrece interpretaciones mucho más matizadas, con muchas referencias a estudios científicos y un mensaje de esperanza: aunque no sea fácil, es posible librarse del dolor crónico o, al menos, convivir bien con él.
Pregunta. ¿Qué es lo que entendemos mal acerca del dolor?
Respuesta. Se piensa que si me duele algo, tiene que haber una causa orgánica que lo justifique. En la mayoría de casos va a ser así, sobre todo con los dolores más agudos, pero cuando el dolor es más crónico y persiste, las pruebas de imagen no nos dan las respuestas que buscamos y empezamos a pensar en que puede haber otra causa grave o algo que se está pasando por alto. Y empieza el peregrinaje terapéutico, y aparecen los falsos diagnósticos y un intervencionismo que no tiene en cuenta soluciones fallidas intentadas, en el que el profesional piensa que lo va a hacer mejor que otros y va a dar con una solución.
Pero en el dolor crónico se trata más bien de saber lo que no es, de llegar al conocimiento por sustracción, sabiendo lo que no hay que hacer. Muchas veces el paciente piensa que hay algo mal con su cuerpo, pero con frecuencia se trata más de una adaptación del organismo al entorno en el que se desenvuelve la persona que refuerza muchas conductas disfuncionales de afrontamiento del dolor, que es lo que tratamos en consulta.
P. Una idea muy común sobre la labor del fisioterapeuta es que dan masajes que quitan el dolor. ¿Cuál es la labor real del fisioterapeuta?
R. Lo que nosotros hacemos es ayudar a los pacientes a afrontar de manera activa el problema que produce dolor. Damos herramientas para que sepan qué tienen que hacer cuando tienen dolor, cuando tienen una recaída. Para que sepa que en muchos casos en el trascurso de 48 o 72 horas suele desaparecer el dolor por sí solo y que gane esa seguridad y esa flexibilidad cognitiva para vivir con el dolor y mejorar su calidad de vida.
P. A veces se dan tratamientos como placebo, para que la persona tenga la sensación de que se le ha prestado atención, porque si no se le diese nada, se iría insatisfecha.
R. Hay un concepto muy importante, sobre todo en pacientes con dolor crónico, que es el desdiagnóstico. Te encuentras pacientes que llegan a consulta con una carpeta llena de informes y la finalidad de un diagnóstico es dar una explicación y mostrar tranquilidad y esperanza. Yo animo a tomarse el tiempo suficiente para, de todos los informes que tiene ese paciente, descartar los que no están cumpliendo ese cometido. Llega un punto en que los pacientes se identifican con su etiqueta de diagnóstico y eso es discapacitante. Su identidad es la de un cuerpo sufriente.
Para un fisioterapeuta, lo más difícil es no hacer nada y explicar por qué. Es duro ser la primera persona que propone no seguir ofreciendo soluciones fallidas, aunque el paciente te lo demande, y tener esa conversación incómoda sobre todos esos informes y sobre cómo vamos a reenfocar la situación. Ahora, mis pacientes suelen saber dónde vienen, pero al principio tuve que perder el miedo a perder pacientes por tener esa conversación.

P. Ahora hay muchas más posibilidades de obtener información a través de todo tipo de pruebas y muchos más tratamientos. ¿Eso es positivo?
R. Pensábamos que con el avance de la tecnología y con el auge del conocimiento tendríamos mejores intervenciones, pero lo que ha aumentado es la iatrogenia [el daño que produce un tratamiento médico], el sobrediagnóstico y el sobreintervencionismo ingenuo. La medicalización no ha hecho que las personas tengan menos dolores, y a veces se ha llegado incluso a problemas de adicción, como sucede con los opioides.
P. ¿Cómo se puede mejorar?
R. Todo pasa por una buena historia clínica, una valoración adecuada del caso, viendo cuáles son los factores psicosociales que influyen, incluyendo la experiencia del dolor, dónde te duele, cómo te duele y cuáles son las características del dolor. Qué creencias, emociones y pensamientos tienes con relación al dolor y cómo te afecta cuando te mueves. Muchas veces pensamos que no podemos comenzar a trabajar sin un porqué; cuando, una vez descartada una patología grave, lo importante no es el porqué, sino el cómo funciona el problema. A partir de esa información, trato de que el paciente tenga una idea de lo que le pasa. Es una pulsión inevitable entre la responsabilidad individual y la colectiva.
P. Alguna vez ha dicho que hay dosis sanas de dolor.
R. Hoy en día estamos perdiendo la capacidad de experimentar dosis sanas de dolor, porque tenemos soluciones inmediatas prácticamente para todo. Si tenemos hambre, pedimos un Glovo, podemos ver la película que queramos al momento, y a la mínima sensación de malestar puedo tomar un fármaco. También es porque tengo que producir continuamente y no puedo sentirme mal, porque si cojo una baja laboral, aumenta el riesgo de que me despidan. Hoy, en el momento en que aparece una molestia, buscamos en doctor Google y nos automedicamos.
El dolor no es un problema exclusivo del individuo. Tú tienes cierta responsabilidad sobre lo que pasa en tu vida, pero también hay una responsabilidad colectiva. Hay algunas cargas en la vida para las que no hay una medicación o una intervención y el dolor, a veces, puede tener que ver con el entorno o puede tener que ver con factores psicosociales que no son responsabilidad del fisioterapeuta.
P. Con la fisioterapia pasa algo similar a la psicología. Son terapias muy necesarias para mucha gente, pero son de difícil acceso a través de la sanidad pública. ¿Se puede hacer algo para mejorar esta situación?
R. En España, la Unidad de Afrontamiento Activo del Dolor de Valladolid es un referente y trabaja desde el sistema público para ofrecer soluciones que muchas veces solo están disponibles en el ámbito privado. En el tratamiento de estos problemas desde lo público existe lo que se conoce como la ley de cuidados inversos. Quienes más necesitan ayuda son quienes menos la reciben, porque están peor, y su espacio lo ocupan personas que tienen más capacidad o más voluntad para quejarse. Y luego hay un problema con que a veces se exigen pruebas de imagen en la sanidad pública que las guías no recomiendan, salvo que haya sospecha de patología grave. Pero es un asunto muy complejo para el que no tengo una solución.
P. ¿Qué cree que tendría que cambiar en fisioterapia?
R. Tenemos un problema con la iatrogenia, que hay estudios que dicen que es la tercera causa de muerte en EE UU. Tratamos muchas consecuencias que podían haber sido evitadas. Hay estudios en los que el 79% de los psiquiatras de la muestra dicen que no tomarían la medicación que pautan a sus pacientes, y que preferirían una actitud más conservadora. Los incentivos del sistema sanitario empujan a intervenir, incluso cuando no es necesario. Durante años, sobreintervine a pacientes con terapias invasivas que yo mismo no me aplicaría; y muchos compañeros, en privado, reconocen lo mismo. El principio fundamental debe ser primero, no hacer daño. Deberíamos ser más cuidadosos.
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