‘Bien tarde en el día’, de Claire Keegan: demoledor y sutil retrato de la misoginia

Esta novela corta de Claire Keegan, autora irlandesa dotada de un maravilloso sentido de la concisión y la precisión de la escritura, es una preciosa historia de nuestro tiempo, un relato de misoginia de una eficiencia tan sugestiva porque su dominio del valor del detalle, del poder expresivo contenido en el significado de la insignificancia, ha de producir verdadera admiración en cualquier lector sensible

La anécdota es bien simple: Cathal, un hombre irlandés habituado a que su mundo esté bien hecho, se interesa por una muchacha, Sabine, a la que conoció en una conferencia en Toulouse dos años antes. Tiene un trabajo que sin duda desprecia, un lugar donde deja pasar el día, se asoma a la calle, consulta el reloj con frecuencia, intercambia frases hechas con sus compañeros o su jefe más joven que él, va al baño a perder algo de tiempo, se enjuaga la cara, regresa a su puesto y por fin termina la la jornada y va a su casa. En definitiva acciones de abulia diaria.

En la segunda parte regresamos al encuentro de la pareja un año antes. Él baja a la carrera de la oficina, la recoge y se van a ver una exposición de Vermeer. Ella es una estudiante de posgrado y de una manera tibia comienzan a salir. Finalmente, ella, que vive en un piso con otras estudiantes, empieza a quedarse en casa de él los fines de semana y la costumbre hace que vaya ocupándose de la comida, la compra, la limpieza… Un día él le propone casarse, lo que Sabine acoge con sorpresa recelosa. Cathal deja pasar unas semanas y acaba por convencerla. Dos meses más tarde surge una discusión por la compra del anillo de compromiso: el vendedor carga adicionalmente 128 euros al costo y él se niega a pagarlos: “¿Crees que el dinero lo encuentro en los árboles?”, objeta, “e, inmediatamente, la larga sombra de las palabras que su padre habría empleado pasó sobre su vida, sobre lo que debería haber sido un buen día, si no uno de los más felices”. Luego se disculpa, se van a merendar y poco a poco el incidente parece ahormarse.

Entonces comienza la tercera parte, en la que Sabine desembarca en casa de Cathal con todas sus pertenencias, lo que él vive como una invasión y la novela muestra entonces el sentido de sus detalles menores. que es lo que yo definiría como “costumbrismo esencial”, un par de minúsculas anécdotas dotadas de una extraordinaria calidad significativa. Una tarde Sabine sale con Cynthia, una compañera de trabajo de Cathal, y hablan de los hombres, de los hombres irlandeses y Sabine le comenta a Cathal que su amiga dijo: “Lo único que quieren es que nos quedemos calladas y les demos lo que ellos quieren, que fueron malcriados, y que cuando las cosas no salen como ellos quieren, se vuelven despreciables”, Cathal se mosquea: “¿Es que ahora soy misógino?”. Y Sabine contesta: “Es simplemente una cuestión de no dar, ya se trate de creer que no deberían darnos el voto o de ayudarnos a lavar los platos, todo está enlazado”.

Llegados a este punto, la autora retoma el tiempo de la primera parte. Volvemos al Cathal de la oficina, está sólo en casa, abandonado en su soledad habitual; no entiende lo que le ha ocurrido, a él, que ha actuado como todos los hombres que componen su pequeño mundo y sólo acuden a su mente la cena que ha pagado para dos, la botella de champán vacía, las cerezas que le compró a ella para que hiciera su tarta, el anillo que no se puede devolver. Su única compensación es orinar sin levantar la tapa del retrete y su único recuerdo es que ella le dijo que “había cambiado de opinión y que, después de todo, no deseaba casarse con él”. Creo que nunca he leído de modo tan breve, conciso y sugerente un relato semejante de la despreciable misoginia de un ser humano incapaz de distinguir entre su educación y la realidad del otro o, más precisamente, de la otra. Claire Keegan no necesita apelar a la sordidez o calificar conductas para ser absolutamente demoledora.

El “costumbrismo esencial” de las pequeñas cosas al que me referí al comienzo de esta nota es un triunfo glorioso del relato minimal de los aparentemente pequeños incidentes de la vida, sucesos que revelan una sutileza, un aprecio del sentido del detalle más nimio y una mirada a la manera de ser de las personas que corta como una catana. Es el caso de las nouvelles de Claire Keegan, con ésta y la anteriormente editada Tres luces, de la que hablé en su día, no cabe duda de que estamos ante una reina de la sugerencia, que es la sustancia de la literatura.

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 Esta novela corta de Claire Keegan, autora irlandesa dotada de un maravilloso sentido de la concisión y la precisión de la escritura, es una preciosa historia de nuestro tiempo, un relato de misoginia de una eficiencia tan sugestiva porque su dominio del valor del detalle, del poder expresivo contenido en el significado de la insignificancia, ha de producir verdadera admiración en cualquier lector sensibleLa anécdota es bien simple: Cathal, un hombre irlandés habituado a que su mundo esté bien hecho, se interesa por una muchacha, Sabine, a la que conoció en una conferencia en Toulouse dos años antes. Tiene un trabajo que sin duda desprecia, un lugar donde deja pasar el día, se asoma a la calle, consulta el reloj con frecuencia, intercambia frases hechas con sus compañeros o su jefe más joven que él, va al baño a perder algo de tiempo, se enjuaga la cara, regresa a su puesto y por fin termina la la jornada y va a su casa. En definitiva acciones de abulia diaria.En la segunda parte regresamos al encuentro de la pareja un año antes. Él baja a la carrera de la oficina, la recoge y se van a ver una exposición de Vermeer. Ella es una estudiante de posgrado y de una manera tibia comienzan a salir. Finalmente, ella, que vive en un piso con otras estudiantes, empieza a quedarse en casa de él los fines de semana y la costumbre hace que vaya ocupándose de la comida, la compra, la limpieza… Un día él le propone casarse, lo que Sabine acoge con sorpresa recelosa. Cathal deja pasar unas semanas y acaba por convencerla. Dos meses más tarde surge una discusión por la compra del anillo de compromiso: el vendedor carga adicionalmente 128 euros al costo y él se niega a pagarlos: “¿Crees que el dinero lo encuentro en los árboles?”, objeta, “e, inmediatamente, la larga sombra de las palabras que su padre habría empleado pasó sobre su vida, sobre lo que debería haber sido un buen día, si no uno de los más felices”. Luego se disculpa, se van a merendar y poco a poco el incidente parece ahormarse.Entonces comienza la tercera parte, en la que Sabine desembarca en casa de Cathal con todas sus pertenencias, lo que él vive como una invasión y la novela muestra entonces el sentido de sus detalles menores. que es lo que yo definiría como “costumbrismo esencial”, un par de minúsculas anécdotas dotadas de una extraordinaria calidad significativa. Una tarde Sabine sale con Cynthia, una compañera de trabajo de Cathal, y hablan de los hombres, de los hombres irlandeses y Sabine le comenta a Cathal que su amiga dijo: “Lo único que quieren es que nos quedemos calladas y les demos lo que ellos quieren, que fueron malcriados, y que cuando las cosas no salen como ellos quieren, se vuelven despreciables”, Cathal se mosquea: “¿Es que ahora soy misógino?”. Y Sabine contesta: “Es simplemente una cuestión de no dar, ya se trate de creer que no deberían darnos el voto o de ayudarnos a lavar los platos, todo está enlazado”.Llegados a este punto, la autora retoma el tiempo de la primera parte. Volvemos al Cathal de la oficina, está sólo en casa, abandonado en su soledad habitual; no entiende lo que le ha ocurrido, a él, que ha actuado como todos los hombres que componen su pequeño mundo y sólo acuden a su mente la cena que ha pagado para dos, la botella de champán vacía, las cerezas que le compró a ella para que hiciera su tarta, el anillo que no se puede devolver. Su única compensación es orinar sin levantar la tapa del retrete y su único recuerdo es que ella le dijo que “había cambiado de opinión y que, después de todo, no deseaba casarse con él”. Creo que nunca he leído de modo tan breve, conciso y sugerente un relato semejante de la despreciable misoginia de un ser humano incapaz de distinguir entre su educación y la realidad del otro o, más precisamente, de la otra. Claire Keegan no necesita apelar a la sordidez o calificar conductas para ser absolutamente demoledora.El “costumbrismo esencial” de las pequeñas cosas al que me referí al comienzo de esta nota es un triunfo glorioso del relato minimal de los aparentemente pequeños incidentes de la vida, sucesos que revelan una sutileza, un aprecio del sentido del detalle más nimio y una mirada a la manera de ser de las personas que corta como una catana. Es el caso de las nouvelles de Claire Keegan, con ésta y la anteriormente editada Tres luces, de la que hablé en su día, no cabe duda de que estamos ante una reina de la sugerencia, que es la sustancia de la literatura. Seguir leyendo  

Esta novela corta de Claire Keegan, autora irlandesa dotada de un maravilloso sentido de la concisión y la precisión de la escritura, es una preciosa historia de nuestro tiempo, un relato de misoginia de una eficiencia tan sugestiva porque su dominio del valor del detalle, del poder expresivo contenido en el significado de la insignificancia, ha de producir verdadera admiración en cualquier lector sensible

La anécdota es bien simple: Cathal, un hombre irlandés habituado a que su mundo esté bien hecho, se interesa por una muchacha, Sabine, a la que conoció en una conferencia en Toulouse dos años antes. Tiene un trabajo que sin duda desprecia, un lugar donde deja pasar el día, se asoma a la calle, consulta el reloj con frecuencia, intercambia frases hechas con sus compañeros o su jefe más joven que él, va al baño a perder algo de tiempo, se enjuaga la cara, regresa a su puesto y por fin termina la la jornada y va a su casa. En definitiva acciones de abulia diaria.

En la segunda parte regresamos al encuentro de la pareja un año antes. Él baja a la carrera de la oficina, la recoge y se van a ver una exposición de Vermeer. Ella es una estudiante de posgrado y de una manera tibia comienzan a salir. Finalmente, ella, que vive en un piso con otras estudiantes, empieza a quedarse en casa de él los fines de semana y la costumbre hace que vaya ocupándose de la comida, la compra, la limpieza… Un día él le propone casarse, lo que Sabine acoge con sorpresa recelosa. Cathal deja pasar unas semanas y acaba por convencerla. Dos meses más tarde surge una discusión por la compra del anillo de compromiso: el vendedor carga adicionalmente 128 euros al costo y él se niega a pagarlos: “¿Crees que el dinero lo encuentro en los árboles?”, objeta, “e, inmediatamente, la larga sombra de las palabras que su padre habría empleado pasó sobre su vida, sobre lo que debería haber sido un buen día, si no uno de los más felices”. Luego se disculpa, se van a merendar y poco a poco el incidente parece ahormarse.

Entonces comienza la tercera parte, en la que Sabine desembarca en casa de Cathal con todas sus pertenencias, lo que él vive como una invasión y la novela muestra entonces el sentido de sus detalles menores. que es lo que yo definiría como “costumbrismo esencial”, un par de minúsculas anécdotas dotadas de una extraordinaria calidad significativa. Una tarde Sabine sale con Cynthia, una compañera de trabajo de Cathal, y hablan de los hombres, de los hombres irlandeses y Sabine le comenta a Cathal que su amiga dijo: “Lo único que quieren es que nos quedemos calladas y les demos lo que ellos quieren, que fueron malcriados, y que cuando las cosas no salen como ellos quieren, se vuelven despreciables”, Cathal se mosquea: “¿Es que ahora soy misógino?”. Y Sabine contesta: “Es simplemente una cuestión de no dar, ya se trate de creer que no deberían darnos el voto o de ayudarnos a lavar los platos, todo está enlazado”.

Llegados a este punto, la autora retoma el tiempo de la primera parte. Volvemos al Cathal de la oficina, está sólo en casa, abandonado en su soledad habitual; no entiende lo que le ha ocurrido, a él, que ha actuado como todos los hombres que componen su pequeño mundo y sólo acuden a su mente la cena que ha pagado para dos, la botella de champán vacía, las cerezas que le compró a ella para que hiciera su tarta, el anillo que no se puede devolver. Su única compensación es orinar sin levantar la tapa del retrete y su único recuerdo es que ella le dijo que “había cambiado de opinión y que, después de todo, no deseaba casarse con él”. Creo que nunca he leído de modo tan breve, conciso y sugerente un relato semejante de la despreciable misoginia de un ser humano incapaz de distinguir entre su educación y la realidad del otro o, más precisamente, de la otra. Claire Keegan no necesita apelar a la sordidez o calificar conductas para ser absolutamente demoledora.

El “costumbrismo esencial” de las pequeñas cosas al que me referí al comienzo de esta nota es un triunfo glorioso del relato minimal de los aparentemente pequeños incidentes de la vida, sucesos que revelan una sutileza, un aprecio del sentido del detalle más nimio y una mirada a la manera de ser de las personas que corta como una catana. Es el caso de lasnouvelles de Claire Keegan, con ésta y la anteriormente editada Tres luces, de la que hablé en su día, no cabe duda de que estamos ante una reina de la sugerencia, que es la sustancia de la literatura.

Portada del libro 'Bien tarde en el día' de Ana Campoy, publicado por Eterna Cadencia.

Claire Keegan  
Traducción de Jorge Fondebrider
Eterna Cadencia, 2024
64 páginas. 15,10 euros

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