Cuando se captaban las ironías

La más alta de las formas de la sinceridad, la ironía, se sigue practicando, pero no es tan avistada como antes por quienes no tendrían por qué tener problema en captarla. Tal vez haya una relación directa entre esa progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo.

Con tanto malentendido a la orden del día, uno rememora los tiempos en los que dábamos por sabido que, entre los tipos de ironía que abarcaba la ficción literaria, se encontraba la verbal. Recuérdese: el personaje decía algo que significaba lo contrario, y lo decía para enfatizar, o crear algo de lo que, por cierto, andamos escasos últimamente: el humor.

Ironía, humor. Toda una hermandad si no se dan fugas en ella. Cuando éstas se producen y la gente no comparte el mismo humor, es como si entre ciertas personas existiese la costumbre de que una de ellas arrojara un balón a otra, y se estableciera que esa otra tenía que atraparlo y devolverlo, y que algunas de esas personas, en lugar de devolverlo, se lo colocaran en el bolsillo.

En el siglo pasado, antes de internet, Vladimir Nabokov fue pionero en advertir que para responder a ciertas preguntas de sus entrevistadores debería existir un signo tipográfico que remitiera, por ejemplo, a una sonrisa, a una especie de signo cóncavo, al corchete redondeado boca arriba que en aquel mismo momento nos gustaría trazar como respuesta a la pregunta odiosa que acababan de hacerle. Lo advirtió cuando le preguntaron “en qué lugar se coloca usted entre los escritores (vivos) y los del pasado inmediato”.

¡Anda ya! Como respuesta a tan cargante pregunta sobre vivos y muertos, Nabokov intuyó que le faltaba uno de esos signos tipográficos que hoy en día en internet te indican si has de reír, llorar, expresar un gesto de duda y emitir un mareante mensaje facial a medio camino entre la ambigüedad y lo directamente irónico. Por algo será que ese signo no lo hayan inventado, tal vez alguien ha tenido el detalle de no querer añadir más malentendidos que acaben complicando más todavía nuestro mundo.

Bajemos a ras de suelo, descendamos adonde están dejando a la ironía, antaño gran conquista de la inteligencia. Descendamos a una simple escena, con el sencillo papa Francisco de protagonista, descendamos para comprender mejor la tragedia de la pérdida de nuestra ironía verbal, un retroceso ligado posiblemente a cierta marcha atrás del humor en la literatura. Descendamos para dejar que nos alivie la muy ágil y sin duda irónica respuesta —en modo Borges— que dio el Papa argentino al joven que se le acercó para decirle: “Santo Padre, soy un seminarista de Valladolid”.

—¿Y qué culpa tengo yo? —contestó el Papa con una carcajada.

Y todos rieron. Como antes, cuando se captaban las ironías. Pero sorprende que en el website, donde localicé el viral episodio, algunos visitantes demuestren con sus agrias mentes obturadas ignorar la existencia de la ironía. Esa ignorancia, próspera creadora de malentendidos, va camino de ser el mal de nuestro siglo.

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 Tal vez haya una relación directa entre la progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo  

Café Perec
Columna

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Tal vez haya una relación directa entre la progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo

Vladímir Nabokov, en los montes de Suiza, en 1975.
Enrique Vila-Matas

La más alta de las formas de la sinceridad, la ironía, se sigue practicando, pero no es tan avistada como antes por quienes no tendrían por qué tener problema en captarla. Tal vez haya una relación directa entre esa progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo.

Con tanto malentendido a la orden del día, uno rememora los tiempos en los que dábamos por sabido que, entre los tipos de ironía que abarcaba la ficción literaria, se encontraba la verbal. Recuérdese: el personaje decía algo que significaba lo contrario, y lo decía para enfatizar, o crear algo de lo que, por cierto, andamos escasos últimamente: el humor.

Ironía, humor. Toda una hermandad si no se dan fugas en ella. Cuando éstas se producen y la gente no comparte el mismo humor, es como si entre ciertas personas existiese la costumbre de que una de ellas arrojara un balón a otra, y se estableciera que esa otra tenía que atraparlo y devolverlo, y que algunas de esas personas, en lugar de devolverlo, se lo colocaran en el bolsillo.

En el siglo pasado, antes de internet, Vladimir Nabokov fue pionero en advertir que para responder a ciertas preguntas de sus entrevistadores debería existir un signo tipográfico que remitiera, por ejemplo, a una sonrisa, a una especie de signo cóncavo, al corchete redondeado boca arriba que en aquel mismo momento nos gustaría trazar como respuesta a la pregunta odiosa que acababan de hacerle. Lo advirtió cuando le preguntaron “en qué lugar se coloca usted entre los escritores (vivos) y los del pasado inmediato”.

¡Anda ya! Como respuesta a tan cargante pregunta sobre vivos y muertos, Nabokov intuyó que le faltaba uno de esos signos tipográficos que hoy en día en internet te indican si has de reír, llorar, expresar un gesto de duda y emitir un mareante mensaje facial a medio camino entre la ambigüedad y lo directamente irónico. Por algo será que ese signo no lo hayan inventado, tal vez alguien ha tenido el detalle de no querer añadir más malentendidos que acaben complicando más todavía nuestro mundo.

Bajemos a ras de suelo, descendamos adonde están dejando a la ironía, antaño gran conquista de la inteligencia. Descendamos a una simple escena, con el sencillo papa Francisco de protagonista, descendamos para comprender mejor la tragedia de la pérdida de nuestra ironía verbal, un retroceso ligado posiblemente a cierta marcha atrás del humor en la literatura. Descendamos para dejar que nos alivie la muy ágil y sin duda irónica respuesta —en modo Borges— que dio el Papa argentino al joven que se le acercó para decirle: “Santo Padre, soy un seminarista de Valladolid”.

—¿Y qué culpa tengo yo? —contestó el Papa con una carcajada.

Y todos rieron. Como antes, cuando se captaban las ironías. Pero sorprende que en el website, donde localicé el viral episodio, algunos visitantes demuestren con sus agrias mentes obturadas ignorar la existencia de la ironía. Esa ignorancia, próspera creadora de malentendidos, va camino de ser el mal de nuestro siglo.

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Sobre la firma

Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas (1948). Narrador que mezcla ficción y ensayo. En su obra destacan ‘Historia abreviada de la literatura portátil’, ‘Bartleby y compañía’, ‘El mal de Montano’, ‘Kassel no invita a la lógica’, y ‘Montevideo’. Prix Médicis-Étranger, premio de la FIL Guadalajara, premio Formentor, premio Rómulo Gallegos. Traducido a 38 idiomas.

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