En 1971, el escritor Andrés Caicedo empapeló las paredes de Cali, su ciudad, con un cartel que llevaba un mensaje de protesta porque no se invitó al salsero Richie Ray a la Feria de ese año: el pueblo caleño rechazaba a los cultores del “sonido paisa” y reivindicaba el sentimiento afrocubano. “Porque no se trata de ‘Sufrir me tocó a mí en esta vida’, sino de ‘Agúzate, que te están velando”, decía. El grito de batalla es, además, toda una declaración sobre cómo Cali, que ha sido escenario del dolor y el sufrimiento, los atraviesa con el goce de la fiesta. Esa idea representa una de las tantas que expone el filósofo David Fajardo Chica (Tuluá, 38 años) en Carne Doliente, un ensayo sobre su experiencia y sus reflexiones sobre el dolor, que presenta en Colombia entre abril y mayo.
“Que la carne duela es una mierda”, escribe en su libro, por si alguien duda de que su idea no es romantizar el dolor, sino profundizar en él para tratar de comprenderlo desde la medicina, la ciencia o la filosofía. Carne Doliente marca el punto de partida para un diálogo entre autor y lector que lleva a pensar y a reflexionar sobre la naturaleza y la complejidad de la mente humana a través del dolor, una sensación por todos conocida, repudiada y evitada, a pesar de tener una misión, con frecuencia, protectora. Fajardo ya presentó Carne Doliente, editado por Ariel, en la Feria del Libro de Bogotá. También tendrá espacios en Medellín (Parque Explora, el 9 de mayo) y en Cali (Universidad del Valle, el día 15).
El viaje de Fajardo a través del dolor no parte de la mera curiosidad o del interés, sino de una experiencia personal: un dolor de nervio ciático, originado por una desviación en su columna vertebral, causada a su vez por una diferencia en la longitud de las piernas. El dolor era intenso, limitante, incapacitante. Han pasado casi ocho años, en los cuales el dolor ha menguado, aunque sigue presente. Y no solo de la manera en que todo el mundo lo siente, sino con preguntas y pensamientos que, lejos de buscarle un lado amable a un estado corporal desagradable, busca ahondar en su complejidad. Y, por ese camino, hallar nuevas formas de enfrentarlo y asumirlo.
“Mi papel no es lavarle la cara al dolor ni hablar bien de él, sino más bien contribuir a su comprensión. Mi interés no es mostrar que no es que no sea trágico, sino profundizar en su naturaleza”, dice Fajardo, en la terraza de una librería en Bogotá, recién llegado de México, su casa desde hace 16 años. Su herramienta para ello es la filosofía de la mente, aunque no cae en la densidad habitual en esa materia. “Sufrimos los dolores de la forma en que los entendemos”, escribe. Siempre está la posibilidad de no querer entenderlos, pero, si se emprende ese camino, se le puede hallar al dolor un propósito que pueda proporcionar, a su vez, alivio en algún nivel. “Cuando duele, no es la naturaleza desplegada con saña sobre nosotros. La carne ya era así cuando abrimos los ojos”, escribe.
El dolor tiene un papel fundamental en la protección: no habría vida humana sin él, asegura. “El tema es cuando hay dolores que no tienen ese propósito. Qué lugar darle a nuestra comprensión del dolor que aporte un beneficio a los dolores persistentes”. Entonces emergen ideas como la de la ensayista Elaine Scarry, que dice que cuando al dolor se le pone un propósito pasa a ser un trabajo, o del filósofo Hans-Georg Gadamer, que decía que el dolor es, sobre todo, una tarea por resolver. Ambos adoptan el principio de que, si se puede sacar algo del dolor, va a valer la pena. “Claro, hay que matizarlo, porque no se trata de afirmar que las personas que sufren dolores tienen que encontrarles propósitos. Que duela está horrible, pero hay allí una opción”, explica.
Fajardo compara el dolor con un desierto: un espacio seco, infértil, donde se pasan dificultades. “Pero los desiertos traen sus enseñanzas, tienen condiciones en las que cierto tipo de crecimiento se promueve”, dice. Eso sí, entrar en él es una decisión personal: “El dolor puede ser un desierto al que cada quien puede optar por entrar”. No es una obligación, remarca, porque los peores momentos de dolor no tienen sentido alguno, se pasa mal, se está postrado. “Puedes no entrar, sufrir y pasarla mal. Pero también puedes decir: ‘La voy a pasar mal, pero voy a atravesar el desierto a ver qué se saca de acá”.
La manera en la que habla remite a ese pasaje del Evangelio en el que Jesús se interna en un desierto por 40 días y 40 noches. Allí pasa dificultades, padece la escasez y es tentado por el diablo. Puede ser coincidencia, pero es el resultado del diálogo que ofrece en su intención de comprender el dolor. “Carne Doliente lo escribí pensando en Latinoamérica, en un público que tiene de trasfondo la religión católica”, explica. La conversación sobre el dolor y el sufrimiento también ocurre en la religión, añade. “Quise entrar con respeto a decir: ‘Miren, ¿qué les parece esta otra cosmovisión?‘. Una cosmovisión científica que puede dar luces a otras cuestiones y, quisiera pensar, también a personas religiosas”, añade.
América Latina, territorio doliente
―¿Cree que hay falencias en las sociedades latinoamericanas en la enseñanza sobre cómo enfrentar el dolor?
―Me parece que es lo contrario. En las grandes economías hay una buena oferta de opciones para aliviar el dolor. De ahí que el filósofo Byung-Chul Han hable de la “sociedad paliativa”. Las sociedades contemporáneas son las primeras que piensan que no tener dolor es un derecho. En Latinoamérica, al contrario, nos toca crecer con el dolor, y hemos cultivado una cantidad importante de formas para atravesarlo.
Es entonces cuando toma más sentido aquel grito de batalla con el que Andrés Caicedo empapeló Cali hace más de medio siglo. “Yo, siendo de Cali, pienso mucho en la salsa, en la cultura del baile, que viene de una cultura negra, de gente que está en unas condiciones muy difíciles y, a pesar de eso, se está moviendo”, explica. Aclara que no se trata de responder al dolor con rumba: “La alegría, el baile, la fiesta, son formas en que nuestras sociedades han atravesado el dolor”. Porque Cali ha sido escenario de bombas, de estallidos, de violencia, pero la alegría es una constante tan natural como la brisa del final de la tarde. “Me parece que ahí hay una lección humana que rescatar y explorar”, concluye.
―¿Qué le ha dejado a usted el camino del dolor?
―He encontrado una gran lección de paciencia. Me ha enfrentado con rasgos de mi carácter que de otra manera no hubiera podido cultivar. También la creatividad, porque en cada momento tienes que estar resolviendo cosas, hacer cosas distintas. No me siento autorizado para dar consejos, pero me ha servido para tener una vida más pausada, hacer las cosas con más calma. Me enseñó sobre los límites. Me llegó en una época en la que tal vez tenía una visión más generosa sobre mis potencialidades. Vivir esa experiencia hace que me diga: “Bueno, no puedo con todo”. Soy un pedazo de carne doliente, en últimas, como cualquier otro.
El filósofo caleño presenta en Colombia ‘Carne Doliente’, un ensayo que parte de una experiencia propia para abordar las dolencias físicas no desde el desagrado habitual, sino desde una complejidad poco explorada para acercarse a su comprensión
En 1971, el escritor Andrés Caicedo empapeló las paredes de Cali, su ciudad, con un cartel que llevaba un mensaje de protesta porque no se invitó al salsero Richie Ray a la Feria de ese año: el pueblo caleño rechazaba a los cultores del “sonido paisa” y reivindicaba el sentimiento afrocubano. “Porque no se trata de ‘Sufrir me tocó a mí en esta vida’, sino de ‘Agúzate, que te están velando”, decía. El grito de batalla es, además, toda una declaración sobre cómo Cali, que ha sido escenario del dolor y el sufrimiento, los atraviesa con el goce de la fiesta. Esa idea representa una de las tantas que expone el filósofo David Fajardo Chica (Tuluá, 38 años) en Carne Doliente, un ensayo sobre su experiencia y sus reflexiones sobre el dolor, que presenta en Colombia entre abril y mayo.
“Que la carne duela es una mierda”, escribe en su libro, por si alguien duda de que su idea no es romantizar el dolor, sino profundizar en él para tratar de comprenderlo desde la medicina, la ciencia o la filosofía. Carne Doliente marca el punto de partida para un diálogo entre autor y lector que lleva a pensar y a reflexionar sobre la naturaleza y la complejidad de la mente humana a través del dolor, una sensación por todos conocida, repudiada y evitada, a pesar de tener una misión, con frecuencia, protectora. Fajardo ya presentó Carne Doliente, editado por Ariel, en la Feria del Libro de Bogotá. También tendrá espacios en Medellín (Parque Explora, el 9 de mayo) y en Cali (Universidad del Valle, el día 15).
El viaje de Fajardo a través del dolor no parte de la mera curiosidad o del interés, sino de una experiencia personal: un dolor de nervio ciático, originado por una desviación en su columna vertebral, causada a su vez por una diferencia en la longitud de las piernas.El dolor era intenso, limitante, incapacitante. Han pasado casi ocho años, en los cuales el dolor ha menguado, aunque sigue presente. Y no solo de la manera en que todo el mundo lo siente, sino con preguntas y pensamientos que, lejos de buscarle un lado amable a un estado corporal desagradable, busca ahondar en su complejidad. Y, por ese camino, hallar nuevas formas de enfrentarlo y asumirlo.
“Mi papel no es lavarle la cara al dolor ni hablar bien de él, sino más bien contribuir a su comprensión. Mi interés no es mostrar que no es que no sea trágico, sino profundizar en su naturaleza”, dice Fajardo, en la terraza de una librería en Bogotá, recién llegado de México, su casa desde hace 16 años. Su herramienta para ello es la filosofía de la mente, aunque no cae en la densidad habitual en esa materia. “Sufrimos los dolores de la forma en que los entendemos”, escribe. Siempre está la posibilidad de no querer entenderlos, pero, si se emprende ese camino, se le puede hallar al dolor un propósito que pueda proporcionar, a su vez, alivio en algún nivel. “Cuando duele, no es la naturaleza desplegada con saña sobre nosotros. La carne ya era así cuando abrimos los ojos”, escribe.

El dolor tiene un papel fundamental en la protección: no habría vida humana sin él, asegura. “El tema es cuando hay dolores que no tienen ese propósito. Qué lugar darle a nuestra comprensión del dolor que aporte un beneficio a los dolores persistentes”. Entonces emergen ideas como la de la ensayista Elaine Scarry, que dice que cuando al dolor se le pone un propósito pasa a ser un trabajo, o del filósofo Hans-Georg Gadamer, que decía que el dolor es, sobre todo, una tarea por resolver. Ambos adoptan el principio de que, si se puede sacar algo del dolor, va a valer la pena. “Claro, hay que matizarlo, porque no se trata de afirmar que las personas que sufren dolores tienen que encontrarles propósitos. Que duela está horrible, pero hay allí una opción”, explica.
Fajardo compara el dolor con un desierto: un espacio seco, infértil, donde se pasan dificultades. “Pero los desiertos traen sus enseñanzas, tienen condiciones en las que cierto tipo de crecimiento se promueve”, dice. Eso sí, entrar en él es una decisión personal: “El dolor puede ser un desierto al que cada quien puede optar por entrar”. No es una obligación, remarca, porque los peores momentos de dolor no tienen sentido alguno, se pasa mal, se está postrado. “Puedes no entrar, sufrir y pasarla mal. Pero también puedes decir: ‘La voy a pasar mal, pero voy a atravesar el desierto a ver qué se saca de acá”.
La manera en la que habla remite a ese pasaje del Evangelio en el que Jesús se interna en un desierto por 40 días y 40 noches. Allí pasa dificultades, padece la escasez y es tentado por el diablo. Puede ser coincidencia, pero es el resultado del diálogo que ofrece en su intención de comprender el dolor. “Carne Doliente lo escribí pensando en Latinoamérica, en un público que tiene de trasfondo la religión católica”, explica. La conversación sobre el dolor y el sufrimiento también ocurre en la religión, añade. “Quise entrar con respeto a decir: ‘Miren, ¿qué les parece esta otra cosmovisión?‘. Una cosmovisión científica que puede dar luces a otras cuestiones y, quisiera pensar, también a personas religiosas”, añade.
América Latina, territorio doliente
―¿Cree que hay falencias en las sociedades latinoamericanas en la enseñanza sobre cómo enfrentar el dolor?
―Me parece que es lo contrario. En las grandes economías hay una buena oferta de opciones para aliviar el dolor. De ahí que el filósofo Byung-Chul Han hable de la “sociedad paliativa”. Las sociedades contemporáneas son las primeras que piensan que no tener dolor es un derecho. En Latinoamérica, al contrario, nos toca crecer con el dolor, y hemos cultivado una cantidad importante de formas para atravesarlo.
Es entonces cuando toma más sentido aquel grito de batalla con el que Andrés Caicedo empapeló Cali hace más de medio siglo. “Yo, siendo de Cali, pienso mucho en la salsa, en la cultura del baile, que viene de una cultura negra, de gente que está en unas condiciones muy difíciles y, a pesar de eso, se está moviendo”, explica. Aclara que no se trata de responder al dolor con rumba: “La alegría, el baile, la fiesta, son formas en que nuestras sociedades han atravesado el dolor”. Porque Cali ha sido escenario de bombas, de estallidos, de violencia, pero la alegría es una constante tan natural como la brisa del final de la tarde. “Me parece que ahí hay una lección humana que rescatar y explorar”, concluye.
―¿Qué le ha dejado a usted el camino del dolor?
―He encontrado una gran lección de paciencia. Me ha enfrentado con rasgos de mi carácter que de otra manera no hubiera podido cultivar. También la creatividad, porque en cada momento tienes que estar resolviendo cosas, hacer cosas distintas. No me siento autorizado para dar consejos, pero me ha servido para tener una vida más pausada, hacer las cosas con más calma. Me enseñó sobre los límites. Me llegó en una época en la que tal vez tenía una visión más generosa sobre mis potencialidades. Vivir esa experiencia hace que me diga: “Bueno, no puedo con todo”. Soy un pedazo de carne doliente, en últimas, como cualquier otro.
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