El pianista Pierre-Laurent Aimard y el compositor Olivier Messiaen conquistan Granada pájaro a pájaro

El 74º Festival de Música y Danza transforma la interpretación de ‘Catalogue d’oiseaux’ en una experiencia inolvidable, tras la magnífica impresión de los conjuntos de la Academia Nacional de Santa Cecilia dirigidos por Daniel Harding  

“Fui por el mundo buscando la vida: / pájaro a pájaro conocí la tierra”. Estos versos de Pablo Neruda podrían resumir la misión creativa del compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992), que plasmó idealmente en Catálogo de pájaros (1956-1958). Se trata de una colección de 13 piezas para piano, distribuidas en siete cuadernos con un orden y una duración perfectamente simétricos, que suman en total casi tres horas de música. El pasado lunes 7 de julio, el Festival de Música y Danza de Granada convirtió esta obra en una experiencia musical inolvidable.

Distribuidas a lo largo del día en cuatro conciertos, desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche, pudieron escucharse en cuatro ubicaciones privilegiadas, en una especie de ascenso espiritual a la Alhambra. El artífice de materializarlas en sonido fue uno de los principales especialistas en la obra de Messiaen: el pianista francés Pierre-Laurent Aimard (Lyon, 67 años), que estudió esta composición con Yvonne Loriod, segunda esposa de Messiaen, inspiradora y dedicataria de la misma.

Aimard inició este ascenso espiritual a las 10 de la mañana en el bellísimo Patio de Venus del Carmen de la Fundación Rodríguez-Acosta, ubicado en la colina del Mauror, a los pies de la Alhambra. Con un piano de media cola Yamaha situado junto a la alberca central, rodeada de topiarios de ciprés, y con la réplica de la Venus itálica neoclásica de Antonio Canova como espectadora de excepción, el pianista francés comenzó el ciclo con el cuarto número, La collalba rubia, uno de los pájaros que estos días se pueden escuchar en Granada.

Foto 2: Vista general del antiguo claustro del Convento de San Francisco, hoy convertido en el Parador de Granada, durante el tercer concierto de Aimard, la tarde del 7 de julio, en una imagen facilitada por el festival.

Las coloristas armonías y ritmos del compositor francés, surgidos de la adaptación de cantos de pájaros que había transcrito previamente en libretas, obraron el milagro de que algunas aves circundantes se interesaran por lo que sonaba. En su mayoría, eran vencejos que, con su chillido estridente, trataban de encajar en la rica sucesión de cantos de otros pájaros que salían del piano, como el aflautado banderín ortolano, la exquisita curruca de anteojos, el aullido de una gaviota y el graznido de varios cuervos, todos ellos tejidos con una suntuosa narrativa naturalista.

Messiaen añadió a la edición de la partitura de su ciclo un subtítulo en francés muy revelador: “Cantos de pájaros de las provincias de Francia. Cada solista se presenta en su hábitat, rodeado de su paisaje y del canto de otras aves de la misma región”. Por tanto, el ciclo incluye el canto de 77 aves diferentes, pero también la evocación sonora del paisaje en las distintas horas del día. Y aquí es donde la magia de Aimard elevó con asombrosa claridad, precisión, retórica e intensidad desde el teclado las conexiones entre los múltiples cantos y las reminiscencias de la luz anaranjada del amanecer, de la puesta de sol con sus tonos violáceos, del follaje plateado que se refleja en el agua y de los abismos rocosos alpinos.

Cada una de las 13 piezas de Catálogo de pájaros va precedida en la partitura de un breve comentario poético redactado por el propio Messiaen. Muchos son pequeñas obras maestras concebidas para estimular la audición de la música, como el referente a la collalba rubia que dio inicio al primer concierto. En él, Messiaen evoca su primera visita a Banyuls-sur-Mer, una localidad costera de los Pirineos Orientales y la región de Occitania, en junio de 1957, donde anotó cantos de pájaros desde el amanecer hasta el ocaso. No por casualidad, la primera vez que Aimard se embarcó en esta maratón pianística y ornitológica fue en junio de 2016, como despedida de su etapa como director artístico del Festival de Aldeburgh. En aquella ocasión, optó por iniciar la obra a las 4.30 de la mañana en el primer concierto, para hacer coincidir la evocación sonora “del disco rojo y dorado del sol saliendo del mar y elevándose en el cielo” con el alba.

Uno de los aspectos mejorables de esta experiencia fue la escasa información adicional proporcionada al público. Con solo añadir estas descripciones poéticas traducidas al español al programa de mano, la audición habría resultado mucho más interesante. De hecho, en Aldeburgh se pudieron escuchar varias charlas sobre esta música e incluso un diálogo con el propio Aimard. En Granada, por el contrario, todo se limitó a una conferencia del gran sabio ornitológico Joaquín Araújo con algunas pinceladas sobre los pájaros de la Alhambra. El público, que llenó todos los conciertos, tuvo que afrontar la nada sencilla música de Messiaen con una introducción general de Luis Gago en el programa de mano como única ayuda. En ella se explica, por ejemplo, el personal orden de las piezas ideado por Aimard para los cuatro conciertos, completamente diferente al de Messiaen, y se termina con una magnífica anécdota sobre la precisión de los cantos transcritos en estas piezas, que permitieron a Loriod identificar un zarapito real por la música de su esposo.

Foto 3: Pierre-Laurent Aimard durante la interpretación de su último recital en el Patio de los Arrayanes de la Alhambra, la noche del 7 de julio en Granada, en una imagen facilitada por el festival.

En una conversación informal tras su primer concierto, Aimard confesaba no estar muy de acuerdo con la precisión de los cantos incluidos por Messiaen. Y apelaba a no menospreciar su imaginación poética. Él mismo la puso de manifiesto en el segundo concierto, que tuvo lugar a las 12:30 del mediodía en el comedor del Carmen de los Mártires. La excelente acústica de este espacio cerrado permitió al pianista francés sacar el máximo partido a un Yamaha gran cola, con detalles fascinantes de cuatro pájaros que concluyeron, una vez más, en las costas de Banyuls-sur-Mer con El roquero solitario, que también puede escucharse estos días en la Alhambra. Aimard lo convirtió en el mejor de los trece de Messiaen al combinar precisión e intensidad poética en su evocación desde los acantilados con su exótico plumaje azul oscuro convertido en sones de música balinesa frente al azul brillante del mar, evocado con tonos impresionistas.

El tercer concierto del pianista francés, con otros tres pájaros y una duración de unos 40 minutos, tuvo lugar a las 7 de la tarde en el antiguo claustro del Convento de San Francisco, hoy convertido en el Parador de Granada, junto al Palacio de Carlos V. Volvió a sonar el mismo Yamaha de cola del concierto anterior, en otro impresionante recital en el que Aimard impresionó con su interpretación de El zarapito real. Se trata del último número del ciclo en donde escuchamos la evocación de las olas del mar en la isla de Ouessant, sin renunciar a la precisión ni a la intensidad de esa brutal sucesión final de cantos y alarmas que se hunden en la frialdad de la noche. Pero el pianista francés se superó aún más en su cuarta y última actuación, en el Patio de los Arrayanes de la Alhambra, a las 10 de la noche. Ahora, con un poderoso Steinway, fascinó con su pieza final, El carricero común, con otro despliegue sobrehumano de precisión y concentración durante media hora, sin perder nunca la esencia narrativa de la obra, ubicada en los bosques y estanques de Sologne, en el centro-norte de Francia.

Esta novedosa experiencia con Aimard y Messiaen, que el nuevo director del festival granadino, Paolo Pinamonti, ya programó hace seis años en el Festival de Ravello, no ha alterado la tradición de los grandes conciertos para orquesta y coro en el Palacio de Carlos V. Quedó claro el pasado fin de semana, con la presentación en esta cita veraniega de la orquesta y el coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma, dirigidos por su nuevo titular, Daniel Harding. Dos atractivos programas centrados en el sinfonismo francés que transformó el poema sinfónico y el ballet de la mano de Claude Debussy y Maurice Ravel, y en la más elaborada obra sinfónico-coral de Giuseppe Verdi. La indudable calidad musical de ambos conjuntos y la madurez de la batuta del maestro británico a punto de cumplir 50 años ofrecieron varios momentos relevantes, aunque faltó en general la inspiración escuchada en Aimard.

El concierto del sábado 5 de julio comenzó con una interpretación bastante contenida de El mar, con una excelente actuación de los violines y las maderas, aunque con una escasa imaginación sonora. Todo mejoró para Harding y la orquesta italiana en la segunda parte, con Ravel en los atriles. En la versión completa de Dafnis y Cloe, todo sonó más cohesionado y narrativo con la intervención etérea y colorista del coro sin palabras. El director inglés manejó con precisión y sin excesos la obra hasta el cuadro final, donde impulsó su famoso amanecer con la cuerda dividida, las maderas imitando pájaros y los sonidos evocadores del coro. Pero lo mejor llegó poco después, en la pantomima, con un excelente solo de la flautista portuguesa Adriana Ferreira, al que siguió una excelente bacanal orgiástica final.

El domingo 6 de julio, en el mismo lugar, volvió a haber mucha expectación a pesar del incesante calor, esta vez con la Messa da Requiem de Verdi. Harding volvió a brillar con autoridad frente a los conjuntos romanos con otra lección de precisión dinámica y textura sonora, aunque de nuevo con tempos bastante contenidos. Los problemas surgieron ya en el número inicial, Requiem (et Kyrie), debido a la escasa articulación del texto latino por parte del coro sottovoce y pianississimo, que lo hacía inaudible; pero continuaron con los cuatro solistas, que adoptaron actitudes operísticas. No hace mucho, Riccardo Muti, gran especialista en esta obra, reveló su esencia en pocas palabras. Se trata de una composición escrita con un estilo aparentemente operístico, pero con una expresividad completamente diferente que la convierte más en una oración que en algo dramático. Y donde la atención a las dinámicas casi inaudibles nunca debe resultar incorpórea, como sucede con Debussy y Ravel.

En la secuencia Dies irae funcionaron mejor los pasajes corales frente a las intervenciones solistas donde no convencieron musicalmente ni la frialdad de la mezzosoprano Teresa Romano en Lacrymosa ni la afectación del tenor Francesco Demuro en Ingemisco. Algo mejor resultó el bajo Giorgi Manoshvili en Confutatis y lo más destacado fue la soprano Federica Lombardi que brilló en el número final Libera me con un imponente do sobreagudo junto al coro que fue lo mejor de la noche. Sorprendió la lentitud con que Harding afrontó el Sanctus donde el coro se desdobla, aunque el punto más bajo lo escuchamos en un Offertorio sin ningún atisbo de espiritualidad en Domine Jesu Christe. Se trata de un momento de pura elevación en que pasamos de las tinieblas a la luz celestial con la soprano recordando la aparición de San Miguel (“Sed signifer sanctus Michael”) acompañada por dos celestiales violines. Por fortuna, esos momentos llegaron en abundancia al día siguiente con Messiaen.

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