Yolanda Ruiz (Pasto, 60 años), referente del periodismo en Colombia, se asomó a un abismo mientras escribía su nuevo libro ‘Los que quedan’, una serie de relatos sobre el impacto que causa la violencia en personas sobrevivientes. Ahí está Martín, un niño que, sin saber lo que ocurriría, les abre la puerta de la casa a los asesinos de su padre; e Iván Darío, quien busca a su hermano mellizo desaparecido desde hace décadas; o Pilar, la estudiante y activista obligada a reconstruir su vida en el exilio. Algunos testimonios son de amigos cercanos a Ruiz, que inició su trayectoria como reportera en una de las peores épocas de la violencia y ahora se sumerge en sus propios duelos. “También soy una de los que quedan”. Ruiz, columnista de este diario, llama la atención sobre las secuelas emocionales que permanecen si no hay un tratamiento oportuno que ayude a sanar.
Pregunta. El nuevo libro nace de las cenizas de otro que escribió hace más de 30 años. ¿Por qué el anterior no se publicó?
Respuesta. Fue un libro que demoré años procesando en un trabajo de reportería que nació porque mi hermana es terapeuta de víctimas de la violencia. Cuando empezó a compartir las historias, sentí que había que contarlo. Hace 30 años no se hablaba de salud emocional. El grupo de terapeutas y la ONG con que trabajó mi hermana empezaron a abrir esas puertas. Fue una etapa tremendamente dura, entre mediados de los ochenta y comienzos de los noventa. Se cruzaron la violencia guerrillera, la paramilitar, el narcotráfico y la violencia del Estado. Una de las razones por las que el libro nunca se publicó fue el suicidio de uno de los psiquiatras. Todas las historias del nuevo libro, las de entonces o las que retomé hoy, tienen que ver con esa época.
P. En la escritura exhuma a sus muertos, transita duelos pendientes…
R. Me gradué en 1986 y en esa época habían masacres no de 5, 7, sino de 40 personas, que cortaban con motosierra, que botaban al río, secuestros, desapariciones. Escribiendo el libro descubro que soy una de los que quedan. Soy reportera, pero también hay secuelas emocionales porque tengo un amigo muerto, un amigo desaparecido, un amigo que se suicidó. Algunos se iban para el monte como se decía en esa época, a otros los desaparecían porque eran líderes estudiantiles, los mataban o los secuestraban.
P. Dice que fue como asomarse a un abismo. ¿Qué implicó?
R. Llorar mucho. Lloré escribiendo este libro porque estos episodios de violencia coincidieron con mi maternidad y lo que hice fue levantar un muro emocional. Sandra, mi hermana, dice que lo que hemos hecho en Colombia es levantar muros emocionales para poder seguir viviendo. Eso es lo que nos permite hablar de violencia y luego “vámonos a tomar un cafecito, vámonos de rumba”. Yo levanté un muro porque estaba embarazada y luego tenía una hija pequeña y a mis amigos los estaban matando, desapareciendo. Lo que dije fue: “me meto aquí con mi hija y mi trabajo”. El muro emocional se quebró escribiendo este libro.
P. Removió heridas suyas y de personas cercanas con el libro. ¿Valió la pena?
R. Para mí sí. Ellos están recibiendo el libro, pero en lo que he hablado con ellos, también. La herida estaba tapadita, pero seguía abierta entonces la catarsis ayuda, hablar de eso ayuda… [Silencio]… nombrarlos [La voz se quiebra] … Nombrar a las personas ayuda. Este libro, en el fondo, tiene un sentido más allá y es ayudar a entender una época que se ha querido borrar como parte de la historia.
P. ¿A qué se refiere?
R. Se generó una narrativa de que en Colombia lo que ha habido es una amenaza terrorista y ya… Que de repente se levantaron unas personas y decidieron matar a otras, que son malvados y hay que eliminarlos y no estarían recogiendo café. Pero resulta que cuando uno empieza a mirar qué fue lo que pasó en ese momento, en ese lugar, por qué algunos jóvenes decidieron tomar unas decisiones y poner en juego su propia vida, y por qué generaron tanto dolor, el libro busca contar un pedazo de esa historia que a mi juicio se quiere borrar.
P. ¿Había miedo?
R. Después de esos episodios vino una etapa de miedo y el miedo hacía que no se nombrara a la gente. Nombrar a la gente es parte de reivindicarla… Lo dice Iván Darío, a su hermano lo desaparecieron, pero luego lo desaparecieron dos veces porque no aparece en la lista de desaparecidos de la Universidad de Antioquia. Entonces nombrar a las personas y decir: “tú existes, exististe, hiciste esto, tomaste decisiones acertadas o equivocadas, pero no había razón para que te mataran, para que te desaparecieran, para que la sociedad te empujara al suicidio”, es parte de reconciliarnos con una realidad que se ha querido borrar.
P. “La violencia no solo mata, a veces es peor”. ¿Qué puede ser peor?
R. Cargar el peso del dolor. Carmen, víctima del Magdalena Medio, dice que las mujeres llevamos la peor parte, a los hombres los matan, a las mujeres les queda la deuda del entierro y de ahí para adelante todo lo demás. La muerte es un horror, pero para las familias es el comienzo de la pesadilla. Puede significar desplazamientos, problemas psicológicos, depresiones profundas. Mujeres que pasan 20 o 30 años sin poder hablar del abuso sexual. Niños que cuentan: “mi papá mató a mi mamá”. El impacto de un feminicidio dura décadas porque ese niño es hijo de un victimario y de una víctima. Tenemos un montón de gente tramitando duelos que ni siquiera hemos visto.
P. ¿Qué heridas en común atraviesan estas historias?
R. En algunas víctimas hay deseo de venganza. Otras entran en depresión. Las vidas se quiebran incluso para generaciones posteriores. Sandra me hablaba de una niña que vivía el duelo por su tío desaparecido al que no había conocido, pero son duelos que se van heredando porque no olvidar al desaparecido es parte del compromiso que sienten las familias, pasan el duelo de generación a generación. Si no hay un apoyo emocional lo que se puede incubar es de todo, incluso el suicidio.
P. También aparece la culpa…
R. Sí. Se preguntan: “¿qué podía haber hecho yo?” Es muy doloroso, por ejemplo, que un niño sienta que pudo ser culpable de la muerte de su papá porque abrió la puerta cuando llegaron los asesinos. Pasa con las mujeres víctimas de violencia sexual: “¿yo qué hice para que me violentaran?”. Porque además socialmente se condena, se dice: “¿Cómo ibas vestida? ¿A qué hora saliste?”
P. ¿Ha faltado dimensionar el impacto de la violencia en Colombia?
R. En lo emocional estamos todavía con pendientes, aunque hemos avanzado porque hace 30 años no se hablaba del tema. A esos primeros terapeutas los miraban como bichos raros. Hoy ya se sabe que es un componente muy importante y por eso la atención integral y psicosocial a las víctimas forma parte de la conversación. Pero no forma parte todavía de la conversación pública, en el día a día, cómo la violencia nos afecta a todos. Nos afecta colectivamente y sentir que es natural hablar de muertos, ver los cadáveres y que eso nos parezca normal… No es normal.
P. A lo largo del libro pone al desnudo el proceso de escritura. ¿Por qué?
R. Este libro camina entre historias de hace 30 años, mis conversaciones de hoy con mis amigos de la época que reaparecieron. Me sentí tan confundida que dije: la única manera es pedirle complicidad al lector para que entienda que esto está siendo un parto para mí.
P. Escuchaba noticias de violencia mientras escribía sobre historias dolorosas de hace 30 años. ¿Qué notaba?
R. Mucha sincronía, tristemente. Uno de los motivos que me llevaron a volver sobre esas historias es que esto sigue pasando: ¿Cuántos niños huérfanos están quedando hoy? ¿Cuántas viudas? Estaba escribiendo una historia de un niño violentado hace 30 años y oía que los niños en el Cauca estaban debajo de los pupitres porque había un ataque armado.
P. ¿Qué sigue moviendo a los que quedan, a los sobrevivientes?
R. No todas son emociones tristes. En el epílogo cuento la historia de una sobreviviente del Catatumbo con un duelo reciente, pero toda su conversación es sobre lo que están haciendo las mujeres para reconstruir la zona y para decir: no parimos hijos para la guerra. Eso también hay que visibilizarlo.
La investigadora revela historias de sobrevivientes de la violencia en su nuevo libro ‘Los que quedan’. “La violencia no solo mata, a veces es peor”, dice en entrevista con EL PAÍS
Yolanda Ruiz (Pasto, 60 años), referente del periodismo en Colombia, se asomó a un abismo mientras escribía su nuevo libro ‘Los que quedan’, una serie de relatos sobre el impacto que causa la violencia en personas sobrevivientes. Ahí está Martín, un niño que, sin saber lo que ocurriría, les abre la puerta de la casa a los asesinos de su padre; e Iván Darío, quien busca a su hermano mellizo desaparecido desde hace décadas; o Pilar, la estudiante y activista obligada a reconstruir su vida en el exilio. Algunos testimonios son de amigos cercanos a Ruiz, que inició su trayectoria como reportera en una de las peores épocas de la violencia y ahora se sumerge en sus propios duelos. “También soy una de los que quedan”. Ruiz, columnista de este diario, llama la atención sobre las secuelas emocionales que permanecen si no hay un tratamiento oportuno que ayude a sanar.
Pregunta. El nuevo libro nace de las cenizas de otro que escribió hace más de 30 años. ¿Por qué el anterior no se publicó?
Respuesta. Fue un libro que demoré años procesando en un trabajo de reportería que nació porque mi hermana es terapeuta de víctimas de la violencia. Cuando empezó a compartir las historias, sentí que había que contarlo. Hace 30 años no se hablaba de salud emocional. El grupo de terapeutas y la ONG con que trabajó mi hermana empezaron a abrir esas puertas. Fue una etapa tremendamente dura, entre mediados de los ochenta y comienzos de los noventa. Se cruzaron la violencia guerrillera, la paramilitar, el narcotráfico y la violencia del Estado. Una de las razones por las que el libro nunca se publicó fue el suicidio de uno de los psiquiatras. Todas las historias del nuevo libro, las de entonces o las que retomé hoy, tienen que ver con esa época.

P. En la escritura exhuma a sus muertos, transita duelos pendientes…
R. Me gradué en 1986 y en esa época habían masacres no de 5, 7, sino de 40 personas, que cortaban con motosierra, que botaban al río, secuestros, desapariciones. Escribiendo el libro descubroque soy una de los que quedan. Soy reportera, pero también hay secuelas emocionales porque tengo un amigo muerto, un amigo desaparecido, un amigo que se suicidó. Algunos se iban para el monte como se decía en esa época, a otros los desaparecían porque eran líderes estudiantiles, los mataban o los secuestraban.
P. Dice que fue como asomarse a un abismo. ¿Qué implicó?
R. Llorar mucho. Lloré escribiendo este libro porque estos episodios de violencia coincidieron con mi maternidad y lo que hice fue levantar un muro emocional. Sandra, mi hermana, dice que lo que hemos hecho en Colombia es levantar muros emocionales para poder seguir viviendo. Eso es lo que nos permite hablar de violencia y luego “vámonos a tomar un cafecito, vámonos de rumba”. Yo levanté un muro porque estaba embarazada y luego tenía una hija pequeña y a mis amigos los estaban matando, desapareciendo. Lo que dije fue: “me meto aquí con mi hija y mi trabajo”. El muro emocional se quebró escribiendo este libro.
P. Removió heridas suyas y de personas cercanas con el libro. ¿Valió la pena?
R. Para mí sí. Ellos están recibiendo el libro, pero en lo que he hablado con ellos, también. La herida estaba tapadita, pero seguía abierta entonces la catarsis ayuda, hablar de eso ayuda… [Silencio]…nombrarlos [La voz se quiebra] … Nombrar a las personas ayuda. Este libro, en el fondo, tiene un sentido más allá y es ayudar a entender una época que se ha querido borrar como parte de la historia.
P. ¿A qué se refiere?
R. Se generó una narrativa de que en Colombia lo que ha habido es una amenaza terrorista y ya… Que de repente se levantaron unas personas y decidieron matar a otras, que son malvados y hay que eliminarlos y no estarían recogiendo café. Pero resulta que cuando uno empieza a mirar qué fue lo que pasó en ese momento, en ese lugar, por qué algunos jóvenes decidieron tomar unas decisiones y poner en juego su propia vida, y por qué generaron tanto dolor, el libro busca contar un pedazo de esa historia que a mi juicio se quiere borrar.
P. ¿Había miedo?
R. Después de esos episodios vino una etapa de miedo y el miedo hacía que no se nombrara a la gente. Nombrar a la gente es parte de reivindicarla…Lo dice Iván Darío, a su hermano lo desaparecieron, pero luego lo desaparecieron dos veces porque no aparece en la lista de desaparecidos de la Universidad de Antioquia. Entonces nombrar a las personas y decir: “tú existes, exististe, hiciste esto, tomaste decisiones acertadas o equivocadas, pero no había razón para que te mataran, para que te desaparecieran, para que la sociedad te empujara al suicidio”, es parte de reconciliarnos con una realidad que se ha querido borrar.
P. “La violencia no solo mata, a veces es peor”. ¿Qué puede ser peor?
R. Cargar el peso del dolor. Carmen, víctima del Magdalena Medio, dice que las mujeres llevamos la peor parte, a los hombres los matan, a las mujeres les queda la deuda del entierro y de ahí para adelante todo lo demás. La muerte es un horror, pero para las familias es el comienzo de la pesadilla. Puede significar desplazamientos, problemas psicológicos, depresiones profundas. Mujeres que pasan 20 o 30 años sin poder hablar del abuso sexual. Niños que cuentan: “mi papá mató a mi mamá”. El impacto de un feminicidio dura décadas porque ese niño es hijo de un victimario y de una víctima. Tenemos un montón de gente tramitando duelos que ni siquiera hemos visto.

P. ¿Qué heridas en común atraviesan estas historias?
R. En algunas víctimas hay deseo de venganza. Otras entran en depresión. Las vidas se quiebran incluso para generaciones posteriores. Sandra me hablaba de una niña que vivía el duelo por su tío desaparecido al que no había conocido, pero son duelos que se van heredando porque no olvidar al desaparecido es parte del compromiso que sienten las familias, pasan el duelo de generación a generación. Si no hay un apoyo emocional lo que se puede incubar es de todo, incluso el suicidio.
P. También aparece la culpa…
R. Sí. Se preguntan: “¿qué podía haber hecho yo?” Es muy doloroso, por ejemplo, que un niño sienta que pudo ser culpable de la muerte de su papá porque abrió la puerta cuando llegaron los asesinos. Pasa con las mujeres víctimas de violencia sexual: “¿yo qué hice para que me violentaran?”. Porque además socialmente se condena, se dice: “¿Cómo ibas vestida? ¿A qué hora saliste?”
P. ¿Ha faltado dimensionar el impacto de la violencia en Colombia?
R. En lo emocional estamos todavía con pendientes, aunque hemos avanzado porque hace 30 años no se hablaba del tema. A esos primeros terapeutas los miraban como bichos raros. Hoy ya se sabe que es un componente muy importante y por eso la atención integral y psicosocial a las víctimas forma parte de la conversación. Pero no forma parte todavía de la conversación pública, en el día a día, cómo la violencia nos afecta a todos. Nos afecta colectivamente y sentir que es natural hablar de muertos, ver los cadáveres y que eso nos parezca normal… No es normal.
P. A lo largo del libro pone al desnudo el proceso de escritura. ¿Por qué?
R. Este libro camina entre historias de hace 30 años, mis conversaciones de hoy con mis amigos de la época que reaparecieron. Me sentí tan confundida que dije: la única manera es pedirle complicidad al lector para que entienda que esto está siendo un parto para mí.
P. Escuchaba noticias de violencia mientras escribía sobre historias dolorosas de hace 30 años. ¿Qué notaba?
R. Mucha sincronía, tristemente. Uno de los motivos que me llevaron a volver sobre esas historias es que esto sigue pasando: ¿Cuántos niños huérfanos están quedando hoy? ¿Cuántas viudas? Estaba escribiendo una historia de un niño violentado hace 30 años y oía que los niños en el Cauca estaban debajo de los pupitres porque había un ataque armado.
P. ¿Qué sigue moviendo a los que quedan, a los sobrevivientes?
R. No todas son emociones tristes. En el epílogo cuento la historia de una sobreviviente del Catatumbo con un duelo reciente, pero toda su conversación es sobre lo que están haciendo las mujeres para reconstruir la zona y para decir: no parimos hijos para la guerra. Eso también hay que visibilizarlo.
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